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Jorge Ospina Sardi

 

Muchos consideran que una época de pandemia como la actual, caracterizada por la propagación mundial de un mortal coronavirus, motiva a reflexionar sobre los grandes temas de la vida. Uno de esos está relacionado con la existencia de Dios.

 

No sabemos del todo qué significa la existencia de Dios. Por otro lado, no objetamos pensar en ese misterio. Porque misterio si lo es. La primera pregunta que hacemos es de índole antropológica. Por qué, entre todas las especies animales, los humanos estamos embargados por sentidos de trascendencias que se manifiestan en distintas formas. 

 

De dónde surgen, por qué se desarrollaron, esos sentidos de insuficiencias, de insatisfacciones existenciales, con nuestra condición animal. Pensamos en el infinito, pero nuestra materialidad nos informa que nuestro camino es uno completamente opuesto.

 

No se sabe cuál es la utilidad de esa grieta existencial. No hay razón antropológica alguna que justifique la existencia de esa divergencia. Ninguna especie animal, que se sepa, anhela trascender su propia existencia. Sus conductas son instintivas y en ellas no intervienen consideraciones relacionadas con una "vida mas allá". 

 

La sola presencia de esta dimensión, que solo se encuentra en el homo sapiens, lleva a preguntar acerca de su origen. ¿Un eco? ¿Un recuerdo? ¿Una revelación? Nunca lo sabremos porque se trata de un misterio.

 

Lo único que sabemos es que esa dimensión existe. Tan existe que los ateos viven obsesionados en contra de ella. Su sola existencia comprueba que estamos ante la presencia de un misterio sobre el cual podemos divagar, pero nunca entender del todo. "Solo son hermosas, dulces y grandes en la vida las cosas misteriosas", nos recordaba F. R. de Chateaubriand (El Genio del Cristianismo, Biblioteca EDAF, 1964).

 

 

¿Qué niegan quienes niegan la existencia de Dios? Para negar la existencia de Dios hay que imaginarse a un Dios. No se puede negar la existencia de algo que no existe. 

 

De manera que Dios como concepto existe. Al igual que el bien y el mal. Podemos diferir en sus alcances pero nunca negar que son categorías válidas de nuestro entendimiento. 

 

En la historia universal y en la literatura universal sobran los personajes que buscan convertirse en dioses. Pero, por lo general, los finales no son felices. La pretensión de ser dioses no viene acompañada de comportamientos lo suficientemente consecuentes y los resultados nunca son los que se esperaban. Siempre nos quedan grandes las vestimentas de los dioses. 

 

Sin embargo, apelamos a perfecciones que solo son concebibles entre dioses. Tenemos una vara de medida que tiende a estar mas allá de nuestro alcance. ¿De qué rincón imaginativo sale esta necesidad de resultados a la postre inalcanzables?

 

Nuestros estándares no tienen límites. Los podemos aterrizar y acoplar a las vicisitudes de nuestras vidas terrenales. Buscamos consuelo en nuestras debilidades a las que excusamos diciéndonos que "somos humanos".

 

Pero reconocer que "somos humanos" es similar a reconocer que "no somos dioses". Por supuesto que no somos dioses. Entonces, ¿de dónde nos llega esa idea de lo divino, la que incluso utilizamos como proxy para evaluar nuestro comportamiento o desempeño? 

 

Negar la existencia de Dios es renunciar a la máxima esperanza, que es aceptar que disponemos de un ordenamiento mental que va mas allá de nuestra animalidad. Que existe una llama interior que nunca se extingue del todo y que lleva nuestro pensamiento y nuestra mirada a lugares que no son los de este mundo. 

 

Es esa curiosidad por trascender lo que somos y por entender lo que no somos, es esa inconformidad sobre nuestro propio destino, es esa idea del "algo mas" que obliga a preguntarnos: si Dios no existiera, ¿quién tiene la culpa de inculcarnos una misteriosa presencia a la que acudimos tan instintivamente?