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Jorge Ospina Sardi

 

 

Tercer Gran Ensayo Libertario en el que se profundiza sobre la ideología socialista, sus justificaciones de la expoliación, su esencia anti democrática, y su impacto sobre las libertades y los liderazgos políticos.

 

 

GASTO PÚBLICO, EXPOLIACIÓN Y “DO-GOODISM”

 

Alguien debe tener la culpa de que la gente crea que entre mayor sea la expoliación a quienes producen y generan riqueza mejor le va a la sociedad.

 

El gasto de los gobiernos no es maná caído del cielo. Gente de carne y hueso lo paga. Lo pagan los contribuyentes si se trata de un gasto financiado con impuestos. Si financiado con emisión lo paga la población en general a través del más regresivo de todos lo impuestos, el de la inflación. Si financiado con deuda, lo pagan los contribuyentes con sus futuros impuestos o la población en general con inflación futura.

 

Mediante el gasto público los recursos de la sociedad pasan de los grupos que crean y generan riqueza hacía grupos que los políticos quieren favorecer. Siempre implica quitarle a unos para darle a otros. Desde el punto de vista de estímulo a la actividad económica, un aumento en el gasto público puede ser perjudicial, especialmente si es realizado ineficientemente y si está mal financiado.

 

No es conveniente, por ejemplo, cuando se destina a proyectos no prioritarios resultado de los caprichos de los políticos o del juego de intereses de quienes tienen un significativo poder decisorio en los asuntos de los gobiernos. 

 

Tampoco es conveniente, por ejemplo, cuando se despoja al sector más productivo de la sociedad de recursos necesarios para la creación de empresas y generación de empleo sostenible y se los asigna a una población improductiva que no aporta al aumento de la riqueza. Porque todos los recursos que los gobiernos extraen de quienes producen riqueza y generan empleo tienen un costo de oportunidad —concepto este que no entienden los políticos, ni muchos analistas— representado precisamente en la riqueza y el empleo que se deja de producir y generar con el uso alternativo de tales recursos.

 

Los beneficios que se pierden con el pago de los impuestos hay que cotejarlos con los beneficios del gasto público. Si en el proceso los recursos se gastan en una burocracia inflada e improductiva, o en unos proyectos no prioritarios, entonces el costo total para la sociedad es inmenso. El saldo neto es una pérdida de actividad económica productiva y un deterioro de las posibilidades futuras de crecimiento y desarrollo.

 

Pero esa pérdida neta no se refiere solamente a los recursos objeto de las transferencias. La pérdida va más allá. La sola presencia de una carga tributaria alta tiende a ser un factor que desanima la inversión y la producción y generación de riqueza y empleo futuro. Nadie está dispuesto a trabajar sin recibir a cambio la remuneración que considere adecuada como compensación de su esfuerzo, ni a invertir sin la perspectiva de recibir un retorno estimulante por la postergación de consumo que hace y por el riesgo que asume.

 

Por otro lado, si la financiación del gasto público es a través de inflación y aumento desaforado de la deuda del gobierno, el desbarajuste macroeconómico resultante termina por distorsionar el sistema de precios y la estructura de los diferentes mercados. Y en ese entorno los productores y generadores de riqueza y empleo acaban equivocándose en sus decisiones de inversión o simplemente deciden postergar o suspender toda actividad, a la espera de una mayor claridad o de una mejor oportunidad. En otras palabras, el futuro de la economía queda en entredicho.

 

Expoliadores institucionales

 

Desde tiempos inmemoriales los grupos más productivos, ya sea en las tribus o en las comunidades más complejas y avanzadas, han estado sometidos a la expoliación de su riqueza por parte de otros grupos que no aportan a la economía y que viven de esa expoliación.

 

¿Cuáles son los grupos expoliadores? En primer lugar, están los delincuentes de distinto tipo. Usan la fuerza bruta para realizar su expoliación. De hecho, los creadores y generadores de riqueza siempre se ha visto forzados a acudir a otros expoliadores para defenderse de aquellos que son los más violentos y destructivos.

 

Estos otros expoliadores —los que han recibido el encargo de defender a los creadores y generadores de riqueza— fueron en la Edad Media los señores feudales y las monarquías, y desde las revoluciones americanas y Francesa, los dueños y administradores de los estados nación. Su expoliación es más llevadera y se ha justificado principalmente con el pretexto de que sin ellos prevalece el caos y la anarquía. Es decir, sin ellos se impone el imperio de los expoliadores más violentos y destructivos.

 

Sin embargo, la historia enseña que expoliadores de la peor calaña se han apoderado de los gobiernos de los estado nación. Los ejemplos abundan, pero no es sino mencionar a los jerarcas comunistas y nazis en pleno Siglo XX. Estos gobernantes acudieron a una cruel y masiva expoliación emprendida desde el estado, con el apoyo de toda la maquinaria y poder institucional que hicieron suya. En otras palabras, emprendieron una expoliación institucionalizada a gran escala, la que justificaron con objetivos supuestamente nobles relacionados con el “bienestar” de los pueblos, y que en el fondo no son otra cosa que clichés propagandísticos.

 

De hecho, durante estos dos últimos siglos, la lucha política se ha centrado entre quienes son partidarios de ponerle límites al poder de los expoliadores institucionales —aquellos que reciben el encargo de gobernar los estados nación— y quienes son partidarios de gobiernos sin límites en el uso del poder. Estos últimos, por lo general, pertenecen a grupos que buscan gobernar en beneficio propio y de sus más cercanos partidarios, a costa de quienes son sus opositores reales o inventados. Se dejan seducir por el “deseo de poder”, que según el filósofo político conservador Russell Kirk, “es la más devoradora de las pasiones: una lujuria que supera a todas las lujurias de la carne.”

 

Ahora bien, esa lucha entre extremistas y moderados en el uso y abuso del poder político ha llevado a la implantación de una serie de límites por medio de una pretendida separación de poderes entre las esferas de los estados nación (esferas ejecutiva, legislativa y judicial). Sin embargo, esos límites no han sido tan efectivos como lo soñaron los filósofos políticos mejor intencionados, ni siquiera en los sistemas de gobierno que se precian de muy liberales y democráticos.

 

“Do-goodism”, eje de la expoliación moderna

 

En los países con sistemas políticos más liberales y democráticos, la forma más extendida y menos comprendida de expoliación es la utilización de la agencia del estado para lo que Ayn Rand llamó “do-goodism” (en su novela Atlas Shrugged).

 

El “do-goodism” es la pretensión de hacer el bien con el dinero o la riqueza ajena. Todo el mundo es un experto en ello. Pero peor aún, todo el mundo es de una generosidad sin límites cuando se trata del “do-goodism”. Además, nadie cree que trae consigo un costo, sino hasta cuando empieza a afectar seriamente el bolsillo propio.

 

Los apóstoles del “do-goodism”, o sea los dueños de los gobiernos liberales y democráticos modernos, le dicen a quienes expolian que su dinero no debe ser gastado por ellos mismos, sino que debe ser gastado por alguien más. Y ese alguien más son, ni más ni menos, sus apóstoles. Ellos son los que se han arrogado la potestad de interpretar en qué consiste el “bien común”, o el “bienestar de la sociedad”, o la “justicia social”. Y tanto creen saber sobre qué hacer con el dinero que obtienen de la expoliación institucionalizada, que nunca les alcanza lo que reciben. 

 

La verdad es que el “do-goodism” no tiene límites. Es un barril sin fondo. Sus apóstoles se han inventado toda suerte de esquemas monetarios y crediticios para poder gastar más allá de lo que expolian a través de impuestos. Controlan la emisión de dinero y de deuda pública, y abusan de ese monopolio. Al emitir más dinero y al aumentar la deuda pública, pueden hacer más de lo suyo. Poco les importan que ello desemboque en procesos inflacionarios y recesiones. Después de todo abundan los chivos expiatorios que pueden ser culpados como causantes del daño que esos apóstoles ocasionan.

 

El “do-goodism” es el opio de los sistemas políticos liberales y democráticos modernos. La invocación a hacer el bien llega a todos los corazones. La aclaración de que se trata de dinero o riqueza ajena no toca fibra alguna. La consideración de que al hacer el bien con el dinero o la riqueza ajena se perjudica a quien es expoliado, tampoco preocupa. Antes bien, aplaca resentimientos sociales basados en odios personales y envidias. 

 

La observación de que la acción de expoliar a los creadores y generadores de riqueza perjudica a la sociedad como un todo, no se entiende por una mayoría que considera que la base de esa riqueza es la cantidad de trabajo bruto que se aplica a los factores de producción. Tampoco importan los despilfarros en el gasto público: después de todo ese dinero es de todos pero no es de nadie en particular. Las consecuencias, aunque muy costosas para el orden social, son invisibles e indirectas.

 

Pero a todos llega el mensaje de que hay  favorecer a una serie de personas, empresas o grupos de la población que necesitan urgentemente de una ayuda. De hecho, siempre hay un afán especial detrás del “do-goodism”. El fin del mundo por un inexistente calentamiento global es un caso clásico. El fin de la economía sin un paquete de estímulo fiscal es cuento de todos los días. 

 

Hay un test que pocos apóstoles del “do-goodism” pasarían. Y es preguntarle a la gente si confiaría en tal o cual político para la administración del dinero propio, de sus ahorros o de sus asuntos domésticos. Con seguridad, la respuesta sería negativa en la mayoría de los casos. Ni siquiera con la parentela existe esa confianza. Y sin embargo, en el caso de los muy cuantiosos recursos que supuestamente le pertenecen a la sociedad y que son el fruto de una expoliación institucional, nadie cuestiona nada. En ese caso lo único que importa es que el mensaje de la supuesta buena obra sea convincente y conmovedor. Es el corazón y no la razón el que predomina.

 

Al final de cuentas, el “do-goodism” es un engaño colectivo al amparo de pronunciamientos que hacen sentir bien a todo el mundo, sin que luego nadie se sienta mal por el daño que ocasiona cuando se pone en práctica. Es en últimas, la carta de presentación para expoliar lo ajeno, sin remordimiento alguno de conciencia.

 

Preocupado por todo ello el economista Milton Friedman propuso agregarle la siguiente enmienda a la Constitución de Estados Unidos: “Cualquiera es libre de hacerle el bien al prójimo, pero siempre y cuando sea con sus propios recursos.”

 

 

 LA CODICIA SOCIALISTA ES MAS PELIGROSA QUE LA CAPITALISTA

 

Los socialistas se precian de que ellos no son codiciosos como los capitalistas. Engañan con gran desparpajo a la gente. Su codicia puede ser más letal que la de los capitalistas.

 

El afán o apetito desaforado por riqueza y poder es parte constitutiva de la naturaleza humana. Nadie puede tirar la primera piedra a este respecto. Incluso los que llevan vida de santos, que son muy pocos, tienen que luchar contra la codicia día y noche, porque nunca los abandona.

 

Mientras que la codicia de los capitalistas no se esconde, la de los socialistas es hipócrita y solapada. Inversionistas, empresarios y banqueros van a lo que van. Su objetivo es generar utilidades. Para hacerlo tienen que producir unos bienes o prestar unos servicios. Si hacen bien su tarea, si quienes adquieren esos bienes o servicios quedan satisfechos, sus utilidades serán superiores y su codicia será mejor atendida. Es una codicia supeditada a una actividad específica y a unos resultados concretos, con elevados beneficios para la sociedad si tiene lugar dentro de una reglas preestablecidas de honestidad y responsabilidad.

 

Por codicia, los capitalistas producen los bienes y servicios que demanda la gente. Si se equivocan sobre qué, cómo y cuánto producir, pierden o ganan menos. Se trata de un juego con las cartas sobre la mesa.

 

Con la codicia de los socialistas no sucede igual. Su bandera es la igualdad, la solidaridad y el bien de la humanidad. Los socialistas se ufanan de que trabajan para lograr estos loables propósitos. Sin embargo, para hacerlo tienden a involucrarse en actividades que no son objeto de cuantificación. Una de ellas es la política. Desde ahí nutren su codicia, su afán de riqueza y poder, pero lo hacen subrepticiamente. Nunca reconocen las verdaderas motivaciones detrás de sus actos.

 

Suceden varias cosas con la  codicia de los socialistas. En primer lugar, tienden a satisfacerla desde instituciones, como gobiernos y entidades sin ánimo de lucro, desde donde es muy difícil o imposible evaluar resultados y muy fácil inventar disculpas y acusar a terceros por los fracasos. Desde estos entes pueden adquirir riqueza y poder con poca o ninguna rendición de cuentas.

 

Muchos de estos socialistas codiciosos se especializan en repartir lo que no producen y no les pertenece, argumentando que lo hacen no por beneficio propio, sino pensando en los demás. Con la codicia de los capitalistas la gente sabe a que atenerse. Con la codicia de los socialistas nunca se sabe por dónde saltará la liebre.

 

Pero además, dado que los socialistas tienden a satisfacer su codicia primordialmente a través del poder político, cuando es desenfrenada como en el caso de los comunistas, arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Con la codicia de los capitalistas, cuyo instrumento preferido es el poder económico, hay unos límites precisos. Su poder depende de los consumidores de sus bienes y servicios. No pretenden salvar la humanidad ni el planeta. Sus abusos pueden controlarse debido a lo concreta y específica que tiende a ser su actividad.

 

En cambio, la historia de la humanidad muestra que en el caso del poder político, los límites se pierden fácilmente. Son incontables las historias de déspotas que han abusado del poder político con espantosas consecuencias en términos de vida humanas y pobreza. Y son increíbles las excusas que han empleado para justificar la concentración absoluta de poder en sus manos. Casi siempre lo hicieron en nombre del bienestar de los pueblos que sometieron y oprimieron.

 

En realidad, el único límite a la codicia de los socialistas es su auto control. Pero como eso no es confiable, su propensión es la de extender las esferas de su poder más allá de lo que aconseja una armónica coexistencia con las demás esferas de la actividad individual y empresarial.

 

Cuando un capitalista habla de igualdad, nadie le cree del todo y así debe ser. Pero cuando un socialista habla de lo mismo, y más si es político, sindicalista o académico, mucha gente tiende a creerle. Muchos se ilusionan con los discursos que escuchan. A varios de los seguidores les despierta su propia codicia las migajas del supuesto maná que caerá del cielo.

 

La codicia de los capitalistas es relativamente transparente. No tienen necesidad de esconderla y cuando pretenden hacerlo, es por lo general a costa de la rentabilidad de sus negocios. La codicia de los socialistas, en cambio, no puede ser transparente. Perdería su sustento. Entre más atractivo el engaño, mayor el éxito en sus actividades y más rienda suelta a la codicia. Y eso es precisamente lo que la hace tan pecaminosa.

 

 

ESENCIA ANTI DEMOCRÁTICA DEL SOCIALISMO

 

Sus propuestas que endiosan y engrandecen a los gobiernos modernos no se diferencian mayormente de las que legitimaban a jefes y reyes de tribus y monarquías.

 

Lo mas seductor de las propuestas socialistas es que se hacen bajo la disculpa de objetivos como los de “igualdad”, “justicia social” y “bien común”. En épocas antiguas nunca hubo necesidad de disfrazar las acciones expoliadoras de los gobernantes con tan sofisticada demagogia. Se trataba, por lo general, de acciones de fuerza dirigidas a apoderarse del gobierno y del botín que traía consigo. Se podría decir que era “a lo que vinimos” y punto.

 

Actualmente el proceso de expoliación de riqueza e ingreso se ha vuelto intrincado y solapado. Por un lado, están los que producen y comercializan bienes y servicios y los que se asocian voluntariamente para promover y emprender determinadas causas y fines. A menos que violen la ley, no obligan a nadie a adquirir o disfrutar de los frutos de su trabajo y esfuerzo. Las distintas actividades a su alrededor son voluntarias: se configuran por medio de decisiones autónomas, y por lo tanto democráticas, entre las partes involucradas.

 

No sucede lo mismo con todo lo que rodea a los gobiernos. El cobro de impuestos no es voluntario sino que como su nombre lo revela, es una imposición por la fuerza. Si los impuestos no son suficientes, y nunca lo son, los gobiernos acuden con toda la desfachatez a financiarse con deuda y emisiones (con el impuesto de la inflación).

 

La decisión de cómo y dónde gastar la riqueza y el ingreso expoliado a través de impuestos y otros mecanismos es también adoptada arbitrariamente por quienes ostentan el poder político. La disculpa de que se trata de gasto que obedece a una voluntad popular expresada en las urnas es altamente cuestionable. Se trata con frecuencia de gasto asignado en concordancia con los intereses específicos de grupos que se han organizado para extraer tajada de los presupuestos públicos.

 

Si se analiza a fondo el tema, con este proceso de asignación de recursos públicos se expolia la riqueza y el ingreso de unos para distribuirlos entre otros organizados alrededor del objetivo de participar en el botín que representan los gobiernos. Dos características distinguen al proceso. La primera es que redistribuye en perjuicio de unos y a favor de otros. La segunda es que no es voluntario: no lo es la expoliación a través de tributos, ni tampoco los es la decisión caprichosa de unos jerarcas de beneficiar a sus favoritos.

 

Quienes defienden la modernidad política argumentan que los sistemas gubernamentales actuales responden a lo que expresan las mayorías en las urnas. Es cierto que la gente vota para elegir los candidatos que son de su simpatía. Es cierto también que estos sistemas permiten remover mediante elección popular a quienes han perdido las simpatías. En este sentido son sistemas mas flexibles que otros que solo permiten cambios en las cúpulas políticas mediante la utilización de la fuerza extrema.

 

Sin embargo, lo anterior no le quita la naturaleza arbitraria y anti democrática que distingue a las actividades gubernamentales. Los gobiernos expolian riqueza e ingreso y los redistribuyen, no como resultado de acciones voluntarias de las partes, sino por el temor que despiertan las represalias de una de las partes sobre las demás. Sin ese temor, los gobiernos se desintegrarían.

 

Este solo hecho, de que las actividades de los gobiernos no son resultado de actos voluntarios entre las partes sino que son el resultado de imposiciones de una de las partes sobre las demás, es suficiente argumento para echar por la borda esa ingenua idea que proviene de la Ilustración del Siglo XVIII según la cual ellos son el producto de consensos que se logran a través de “contratos sociales”. Esta falaz idea está emparentada con esas otras que definen a los gobiernos como la “expresión superior” de la sociedad, como una especie de encarnación divina de la “voluntad popular”.

 

Pero esta idealización simple y llanamente no compagina con el carácter no voluntario de las actividades gubernamentales. Mas sentido hace la tesis de ese filósofo alemán de finales del Siglo XVIII y comienzos del Siglo XIX Wilhelm von Humboldt que consideraba a los gobiernos no como bienes supremos sino como males necesarios (en The Limits of State Action, Liberty Fund, 1993). Se los requiere a regañadientes para actividades relacionadas con la seguridad, la justicia, las obras públicas y la protección de grupos muy vulnerables y casi que pare de contar. Y ciertamente para desempeñar estas funciones no necesitan de una frondosa y creciente burocracia.

 

Es mas, se podría argumentar que entre mayor sea el alcance de las actividades voluntarias y menor el de las actividades no voluntarias, más fuerte y participativa es la democracia. Puesto en otras palabras, entre mas restringida y limitada sea la esfera gubernamental, entre menor sea la existencia de imposiciones explícitas o implícitas por parte de los gobiernos, y entre mas expandidas y florecientes sean las actividades de cooperación voluntaria, mas vivo y penetrante es el espíritu democrático de una sociedad.

 

Este punto de vista contradice al que promueven políticos, funcionarios, académicos y grupos de la población que creen que los gobiernos son un botín, tal como lo era en las épocas tribales y feudales. Muchos de ellos se auto proclaman socialistas y asocian “democracia” con mas gobierno y mas redistribución no voluntaria de riqueza e ingreso. Y por lo tanto, asocian “democracia” con el engrandecimiento relativo de esta esfera de lo no voluntario y su apoderamiento de recursos y funciones pertenecientes a las esferas de lo voluntario.

 

Esta ampliación de una esfera de lo no voluntario en las sociedades modernas, cualquiera que sea la excusa que se utilice, implica el retorno a esquemas primitivos de organización política, donde la regla era el uso y abuso de la fuerza para la imposición de decisiones unilaterales. Es paradójico que quienes se dicen defensores de la democracia lo que busquen es engrandecer el poder de una institución que emplea toda clase de mecanismos coercitivos sobre la población para hacer cumplir su voluntad y denigren a otras, como empresas, iglesias, centros privados de enseñanza y clubes sociales, que no obligan sino que atraen por las virtudes de lo que ofrecen.

 

No se dan cuenta que es precisamente la naturaleza coercitiva de los gobiernos lo que dificulta sobremanera los controles a su operación y a sus pretensiones intervencionistas en diferentes áreas de la vida económica y social. En el caso de instituciones que se mueven en el mundo de lo voluntario, si abusan y no están sintonizadas con sus clientes o usuarios, son sancionadas con menores ventas, o con reducciones en suscripciones y apoyo. Pero en el caso de los gobiernos no importa realmente lo que suceda en términos de abusos, despilfarros o corrupciones, igual mantienen intacta su capacidad de recaudo de impuestos, o de financiación con deuda y emisión monetaria, o de multas y sanciones a quienes desconozcan su autoridad.

 

Hay que repetirlo una y otra vez. Debido precisamente a que los gobiernos son instituciones que imponen por la fuerza sus designios no hay forma de meter en cintura a quienes los administran y dirigen. Hacen y deshacen a su antojo, y se valen de ideologías como la socialista para demandar cada vez mas de las otras esferas de la sociedad. Así en lo abstracto todo sea maravilloso, en la práctica lo que está siempre a la orden del día son los abusos, los despilfarros y las corrupciones. Nada mas patético que la permanente indignación de quienes se sorprenden ante las disfuncionalidades que se presentan en la administración y manejo de los gobiernos, como si tratara de algo excepcional y no de lo inevitablemente rutinario.

 

Estos últimos creen que el tema no es uno relacionado con las debilidades y limitaciones de la naturaleza humana cuando se le entregan poderes omnímodos, sino que el problema radica en que no se eligieron y nombraron a los políticos y burócratas de sus preferencias. Como si por el hecho de simpatizar con unos candidatos los convirtiera en seres humanos angelicales sin debilidades y limitaciones. No deja de despertar curiosidad el hecho que sean los socialistas los mas propensos a estas ingenuidades.

 

Son ellos invariablemente los que ante el mal uso de los poderes gubernamentales proponen como solución la ampliación de los mismos. Ante el desgreño administrativo en las dependencias públicas proponen el aumento de la burocracia. Ante la falta de recursos por exceso de gasto proponen mas expoliación a través de impuestos y depreciaciones de las monedas. Lo que al final de cuentas siempre proponen estos socialistas es la ampliación de la esfera gubernamental a costa de las esferas democráticas de la sociedad. En lugar de mas democracia, menos democracia. Pero lo presentan al revés valiéndose de burdas tergiversaciones en los significados de las palabras.

 

Desconocen por lo visto que el avance de la democracia siempre ha consistido en bajar de los pedestales a aquellas instituciones que se han colocado por encima del resto de la sociedad mediante el uso de la fuerza y la utilización de diferentes medios coercitivos. Esa lucha no ha terminado ni nunca terminará porque esos medios coercitivos se requieren en algunos casos y porque quienes los administran, ya sea con consentimiento o sin consentimiento, estarán siempre expuestos a la tentación de extra limitarse para acrecentar su poder, por lo que no debería haber tregua en la búsqueda de fórmulas que minimicen los riesgos implícitos en la entrega de tales poderes.

 

Los socialistas van en la dirección opuesta. Subestiman por completo el impacto anti democráticos de sus propuestas de endiosamiento y engrandecimiento de los gobiernos. Sus tesis, aunque adornadas de sensiblería moderna, poco se diferencian en su contenido último a las que sustentaban y legitimaban el desmedido poder que detentaron jefes y reyes en tribus y monarquías.

 

 

LIDERAZGOS, BUROCRACIA Y CULTURA POLÍTICA

 

El tipo de liderazgo en una comunidad mide su nivel de cultura política. Entre mas notorio y prepotente, entre mas histérico y bullicioso, mayor es la tendencia a la barbarie.

 

En épocas tribales el poder se centralizaba en una o muy pocas personas. El jefe de la tribu decidía sobre todos los aspectos de la comunidad y solo por la fuerza era sustituido en vida. La eficacia de su liderazgo dependía en gran medida de la obediencia y sometimiento de la población bajo su jurisdicción.

 

En el otro extremo están las comunidades abiertas y libres, donde las decisiones no están en una o en muy pocas cabezas, donde prosperan instituciones políticas intermedias que arbitran en la solución de conflictos y que contribuyen vitalmente en el diseño e implementación de una multiplicidad de acciones colectivas.

 

Estas instituciones intermedias pueden ser de carácter público, privado o mixto. Van desde gobiernos locales y regionales hasta organizaciones de inspiración religiosa o con fines no gubernamentales, así como asociaciones gremiales o dirigidas al abordaje de temas que inquietan a los miembros de una comunidad.

 

El interesante ejemplo de Suiza

 

Quizás el mejor ejemplo actual de un país que ha superado la etapa de los caudillos es Suiza. Pocos en el exterior saben quién es el que lleva la batuta del gobierno. Se trata de un país con hondas raíces federales. El país está dividido en 26 cantones que poseen una gran autonomía en el manejo de distintas áreas como en el caso de la educación, la salud, la construcción y la policía.

 

Los asuntos nacionales de Suiza, los que trascienden los intereses locales y regionales, son decididos por un Consejo Federal de siete miembros que funciona por el sistema colegiado y en donde el Presidente del país es elegido por la Asamblea Federal por un mandato de un año entre los mas antiguos del Consejo. Es decir, el Presidente es apenas un primus inter pares que representa el país, pero que no tiene mas poder que los otros siete miembros.

 

Nadie puede poner en duda el alto nivel de cultura política imperante en Suiza, ni puede decir que sus diferencias no son resueltas en forma pacífica y civilizada. Es sin duda un caso que demuestra que se puede gobernar sin ostentosos liderazgos, sin necesidad de acudir a un caudillismo omnipresente.

 

Relaciones de dependencia que deben superarse

 

Sería iluso pensar que el ejemplo de Suiza se puede replicar en otros países y comunidades con circunstancias geográficas y trayectorias históricas y culturales muy diferentes. Bien se sabe de las funestas consecuencias cuando se intenta trasplantar o replicar instituciones en una comunidad cuando ellas son extrañas y contrarias a sus tradiciones y costumbres políticas.

 

Por ejemplo, todavía está inmerso en la psiquis popular en muchas comunidades la añoranza por caudillos no muy diferentes a los que constituían la norma en arreglos institucionales tribales. La implantación de la noche a la mañana en estas comunidades de sistemas descentralizados y colegiados de gobierno no es mas que una quimera. Ni gobernantes ni gobernados modificarán las prácticas con las cuales están familiarizados. Sencillamente no saben cómo hacer política en forma distinta.

 

Pero lo anterior no impide preguntarse si las relaciones caudillos–masas son las deseables cuando lo que se busca es extender las libertades individuales y consolidar avances económicos y culturales. La tesis que aquí se expone es la de que el destete de las peyorativamente llamadas “masas” de sus relaciones de dependencia con caudillos y liderazgos fuertes es un gran paso en la dirección correcta en términos de madurez y civilización política.

 

Lo que determina el progreso de una comunidad es el espíritu de independencia y auto gestión de sus miembros, lo que es opuesto a la creencia de que sus destinos están estrechamente ligados a la voluntad de un líder o de quienes dirigen un gobierno. Aunque existen circunstancias muy especiales, como en el caso de guerras o de grandes catástrofes naturales, en donde se hacen imprescindibles liderazgos fuertes, en la mayoría de los casos lo que se requiere es que florezcan las iniciativas de los individuos y las de sus mas cercanas ordenaciones.

 

Retroceso atribuible a las ideas socialistas de gobierno

 

Un obstáculo para avanzar hacía una mayor auto determinación de individuos y sus familias ha sido la proliferación de funciones de los gobiernos en épocas recientes, especialmente a partir de las guerras del Siglo XX y del surgimiento de los “estados de bienestar” en la segunda mitad de ese siglo y en los primeros años del Siglo XXI.

 

Es apenas evidente que a medida que avanza económicamente una comunidad, se acrecienta la capacidad para proveer a la generalidad de sus miembros de unos servicios mínimos en áreas críticas como la educación y la salud. Pero de ahí a decir que los gobiernos deben involucrarse en todas las áreas, y que su acción debe abarcar mas de lo mínimo, hay un largo trecho.

 

Los líderes políticos de las últimas décadas se han dado a la tarea de hacerle creer a las poblaciones que los gobiernos son quienes deben resolverles sus problemas fundamentales. Que están ahí para velar para que todas sus necesidades sean satisfechas. Que sin ellos no hay futuro. La propuesta socialista según la cual los gobiernos deben intervenir “en todo y con todo” es la que han acogido en mayor o menor grado las agrupaciones políticas mas representativas.

 

Se pensaría que a medida que progresa económicamente una comunidad, a medida que aumentan los niveles culturales, a medida que se acrecientan los medios a disposición de los individuos y sus familias, a medida que se enriquecen las instancias intermedias de la vida comunitaria, tienden a perder relevancia instancias consideradas como “superiores”, tal como es el caso de los gobiernos nacionales o centrales.

 

Sin embargo, eso no es lo que ha sucedido en estos últimos tiempos. Al contrario, entre mayor la riqueza de comunidades y países, mayores los niveles de expoliación a través de impuestos por parte de los gobiernos, así como mas asfixiante su intervencionismo en lo divino y lo humano. Y ello ha sido el resultado de una incesante propaganda por parte de políticos y sus acólitos, incluidos los sindicatos oficiales, dirigida a hacerle creer a la población que sin ellos no hay futuro.

 

Anacronismo de los liderazgos fuertes y sus burocracias

 

Con el avance económico y el surgimiento de tecnologías que les proporcionan a los individuos los medios para satisfacer sus necesidades mas apremiantes, con la superación de miedos ancestrales y de formas de vida tribales e incultas, se pensaría que los caudillos se volverían anacrónicos, al igual que las poderosas y entrabadoras burocracias que los respaldan.

 

Para que este planteamiento, que es el consecuente con la reducción de expoliaciones y abusos, se convierta en realidad, se necesita cortar con la creencia de que el maná cae de las arcas públicas y de que es “el gobierno” el encargado de solucionar los problemas que enfrentan las comunidades.

 

Es necesario darle sepultura a esa tesis que tanto seduce a los socialistas de que hay que investir de toda clase de poderes a ese ente abstracto llamado “gobierno” o “estado”, y de paso a sus administradores, unos seres humanos sobre los que supuestamente recae la representación de los intereses de la comunidad.

 

Esas creencias constituyen remedios peores que las enfermedades. Son impunemente aprovechadas por hampones que se auto proclaman caudillos y por corruptos que dicen velar por los intereses ajenos. Pero además, esas creencias parten de la idea de que hay individuos con capacidades especiales, seres súper dotados, que pueden comprenderlo y abarcarlo todo.

 

La expresión mas divertida al respecto es la que en algunos lugares se escucha en relación con eventuales gobernantes: “A ese si le cabe el país en la cabeza”. Personas que ni siquiera le caben sus familias en la cabeza adquieren la reputación de que son capaces de entender lo que sucede con las vidas de millones de individuos.

 

Los caudillismo, los gobiernos omnipresentes, no hacen sentido en comunidades abiertas y complejas. No hacen sentido desde el punto de vista de sus miembros y las posibilidades que disponen de asumir la responsabilidad de sus propios destinos y tampoco lo hacen desde el punto de vista de quienes pretenden ser los líderes.

 

Estos últimos, o son deshonestos o simplemente están ahí para disfrutar del poder por el poder en sí mismo (lo que es de por sí una aberración de la personalidad). Porque de lo contrario reconocerían que no tienen la autoridad moral para expoliar alegremente a otros miembros de la comunidad y para hacer y deshacer con vidas que no son las suyas, ni tienen la capacidad para administrar el bienestar de una infinidad de individuos de cuyas motivaciones e intereses desconocen por completo.

 

  

CLASE POLÍTICA, PARASITISMO, DEMAGOGIA Y ABSOLUTISMO

 

En todos los países sobran la mayoría de los políticos. Son expertos en crear circos para justificar su existencia, esquilmar a los contribuyentes, y acrecentar su poder mas allá de lo razonable.

 

Viven del dinero ajeno. No contentos con su paga, se las arreglan para desviar los fondos públicos a su favor o al de familiares y conocidos. Se arrogan un poder que nadie les ha otorgado, pero que se fundamenta en la arbitrariedad y opacidad que rodea todo lo que tiene que ver con los gobiernos. En último término, entre mas cercanas las comunidades en espíritu y disposición a los ordenamientos tribales de antaño, mayor es esa miope confianza de sus miembros en la capacidad de los gobiernos para atender y resolver las inquietudes y los problemas que los aquejan.

 

Quienes se dedican al oficio de la política saben, en el fondo de sus corazones, que su trabajo es, con frecuencia, redundante. Es decir, que en el mejor de los casos representan un costo inútil para la comunidad. Y que en el peor de los casos, lo inútil se convierte en estorbo o traba y una pesada carga para el resto de la gente.

 

Lo increíble es que se hayan salido con la suya. Lo han hecho a punta de labia, en lo que nadie los supera. Se han auto nombrado “personeros del bien común”, “defensores de la justicia social”, y otros pomposos calificativos, para impresionar a quienes, en estas materias, no ven mas allá de sus ojos. Su propaganda ha contado con un gran respaldo académico y mediático, el que retribuyen con generosidad.

 

La primera tesis que defienden a ultranza los políticos es la imperiosa necesidad que tienen los demás mortales de contar con su apoyo y guía. El argumento es que los gobiernos son vitales no solamente para proporcionar seguridad y administrar justicia, sino también para proveer de toda clase bienes y servicios a quienes carecen de ellos. Con esta última área se desbordan en entusiasmo y la razón es muy simple. Cuando se comprometen a satisfacer las carencias ajenas, no lo hacen con su dinero, el que cuidan con gran esmero y acrecientan impunemente, sino con el dinero ajeno. Con el dinero del resto de la gente.

 

¡Y quién dijo miedo acerca de los compromisos que adquieren y las promesas que formulan! Nadie los supera en ese juego semántico de ofrecer hasta lo imposible para luego explayarse en intrincadas justificaciones sobre las causas de los incumplimientos.

 

El encanto de la demagogia política

 

Habría que ahondarse en las profundidades del alma humana para entender las razones por las cuales los políticos son capaces de seducir y mover voluntades a cambio solo de discursos que poco o nada concreto significan desde el punto de vista del bienestar de las personas. Después de todo, siempre se ha dicho que la gente no es boba. Quizás una de las razones se encuentre en esa inclinación natural de todo ser humano a mejorar su situación específica, sin importar cual ella sea. Pero se sabe que no es fácil atender a los requerimientos de esta propensión.

 

La búsqueda de ese mejoramiento en las condiciones de vida nunca da tregua, y visto positivamente, constituye una fuerza que impulsa el progreso de individuos y comunidades. Pero puede conducir a ambiciones irrealizables y a desencantos traumáticos. Como en todos los aspectos relacionados con las actividades humanas, es muy difícil conservar el fiel de la balanza. Siempre nos creemos merecedores de mas de lo que poseemos. Y nunca se nos aparta de la cabeza la idea de que quienes tienen mas que nosotros, o bien no son merecedores de su fortuna, o bien deben renunciar a ella y compartirla con quienes han contado con menor suerte.

 

Aunque este sentimiento es entendible, no se ajusta necesariamente a consideraciones de justicia relacionadas con una debida remuneración y reconocimiento a los esfuerzos hechos y a los méritos alcanzados, ni tampoco con los requerimientos de un ordenamiento jurídico que protege las libertades individuales y que promueve la creación de riqueza y el avance económico de una comunidad.

 

Si bien los políticos le rinden permanentemente tributo a sus supuestos esfuerzos a favor del progreso económico, sus acciones van casi siempre en la dirección opuesta. Nunca descansan en sus intentos para aumentar la tributación, que no es otra cosa que la apropiación por la fuerza del dinero ajeno. Para ellos, esta expoliación es saludable para la comunidad. Y la razón que dan es que con ella se redistribuye la riqueza a favor de quienes son los mas necesitados y vulnerables.

 

En este punto los políticos acuden a argumentos como el de que la “igualdad” es el valor mas importante en una comunidad, aunque ella esté conformada por una diversidad de miembros con capacidades, preferencias, esfuerzos y aversiones al riesgo dispares y para nada coincidentes. Se presentan de todas maneras como adalides de la igualdad, y salen con el cuento que sin la redistribución de recursos que hacen a través de los gobiernos este valor supremo nunca sería tenido en cuenta.

 

Es así como los políticos ganan en poder y riqueza con la fachada de que lo hacen es para bien de los mas necesitados. Los resultados, sin embargo, no se ven por ningún lado. Todo es demagogia, y en este contexto, de la mas barata.

 

Se sabe que quienes participan de la actividad económica privada lo hacen para ganar dinero con la satisfacción de las necesidades y preferencias ajenas. Si no satisfacen esas necesidades o preferencias fracasan en su principal objetivo. En la actividad política ese cordón umbilical simplemente no existe. No solamente no se compromete el dinero propio en la satisfacción de las necesidades y preferencias ajenas, sino que las responsabilidades sobre el nivel de satisfacción alcanzado en tal proceso no son medibles ni fácilmente identificables.

 

Una muy importante razón para que se eluda y evada la relación que debería existir en la política entre resultados y responsabilidades son los innumerables escapes que ofrece la demagogia. A diferencia de lo que sucede con empresarios y capitalistas, los políticos siempre encontrarán excusas o chivos expiatorios para justificar la falta de realizaciones debido a la poca transparencia que distingue sus actividades y a la multiplicidad de objetivos en los que encuadran su accionar.

 

Pero además, para una buena parte de su clientela los resultados no son tan importantes porque, al final de cuentas, creen que las prebendas y favores que reciben de los gobiernos, aunque en calidad y cantidad bastante inferior a lo prometido, no los obtendrían de otra manera. Adicionalmente, se les ha metido en la cabeza la idea de que eso que reciben proviene de los bolsillos de los miembros mas exitosos de la comunidad, lo que les aplaca resentimientos y envidias.

 

Atracción atávica que ejerce el poder político

 

Con el uso y abuso de una sofisticada demagogia, la clase política nunca cesa en su empeño de inflar sus funciones, de buscar y encontrar pretextos para agrandar sus esferas de acción, de aumentar el número de personas bajo su dependencia. A nadie escapa que las mieles del poder político, además de muy empalagosas son fuertemente adictivas.

 

En el sector privado los costos deben cubrirse con ingresos obtenidos a base de la producción y venta de bienes y servicios o con el sacrificio de dinero propio previamente ahorrado. Hay unos límites a lo que se puede gastar que son muy concretos y hasta cierto punto inflexibles. En el sector público siempre existe el recurso de mas impuestos, de mas endeudamiento, y de mas emisión monetaria. Nadie finalmente responde por los costos, así los políticos y sus voceros digan otra cosa. Las justificaciones para el mayor gasto son todas. Hacen y deshacen con el poder arbitrario y discrecional del que disponen. Es más, el éxito en su gestión se mide en función del volumen de gasto y de la cantidad de atribuciones que logren acaparar. Un éxito que poco o nada tiene que ver con la eficacia en el gasto o con las realizaciones concretas alcanzadas. “Botar la casa por la ventana” es lo que mas dividendos les trae ante la opinión pública.

 

Pero nada de lo dicho es secreto o tema nuevo. Lo que pasa es que la gran mayoría de la gente sencillamente se hace la de la vista gorda. Solo le interesa el maná que cae del cielo en el presente, así sea solo migajas. No hay el mas mínimo cuestionamiento al tamaño y tipo de actividades que desarrollan los gobiernos. El impacto de la hipertrofia de funciones y del creciente poder de los políticos es visto con una especie de fatalismo. Con el mismo fatalismo que caracterizaba a los miembros de las tribus frente a la voluntad de sus reyezuelos. Las huecas promesas de lo que recibirán con mas gobierno es combustible suficiente para asegurar el tránsito hacia el leviatán.

 

Pensadores como Lord Acton y algunos mas recientes han percibido en la historia de la humanidad una inexorable tendencia hacia una profundización de las libertades políticas (véase Essays in the History of Liberty, Liberty Classics, 1986). Lord Acton vivió en la segunda mitad de un siglo, el XIX, en el que ello fue así. Pero no presenció la reversión de esa tendencia en el siglo XX, con el surgimiento de unos muy sofisticados esquemas totalitarios de gobierno coadyuvados por el acceso a una tecnología amigable para el ejercicio del poder político. Y si bien después de la caída de la Cortina de Hierro a finales de la década de los ochenta se respiraron aires de mayores libertades políticas, el tamaño de los gobiernos, su poder de alteración de la vida económica y su invasión de la privacidad de las personas ha ido in crescendo, con el incondicional apoyo de académicos y de los mas influyentes administradores de la opinión pública.

 

La pregunta de fondo es si ese creciente poder de los gobiernos es necesario. Puesto de otra manera, ¿cuál es la justificación para la existencia de unas gigantescas burocracias gubernamentales que intervienen en todos los ámbitos de la vida económica y social? En realidad no hay una respuesta racionalmente válida para que ello sea así. No la hay desde el punto de vista de la búsqueda de una mayor eficiencia en la asignación de los recursos productivos. Tampoco la hay por el lado de la prestación de servicios públicos básicos a la población. Ni mucho menos por el lado de la promoción de valores de superación personal y de convivencia pacífica. La única explicación se encuentra en la atracción atávica que ejerce el poder político en sí mismo, no únicamente sobre quienes lo ostentan sino igualmente sobre quienes lo padecen.

 

Necesidad de límites constitucionales al poder político

 

La administración de los recursos públicos no requiere de grandes y complejas burocracias. La regla general debería ser su asignación lo mas directa posible, sin casi intermediarios, por ejemplo con la utilización de esquemas fiduciarios y de fondos privados regulados y supervisados por las autoridades públicas. A los usuarios de esos recursos debería permitírseles elegir entre competidores, con lo que se premiaría a los mas eficientes prestadores de los servicios.

 

La intervención de la clase política debería ser solamente en las instancias de decisiones en relación con: 1) la distribución de los recursos entre áreas de intervención gubernamental constitucionalmente preestablecidas; 2) los impuestos que deben cobrarse para atenderlas; 3) los esquemas de contratación para la administración de los recursos en cada una de las áreas. La parte correspondiente al manejo día a día de los recursos estaría principalmente en manos de los contratistas, quienes serían los directos responsables por los resultados logrados.

 

Pero habría mas tela de donde cortar. Como se ha sugerido en capítulos posteriores (por ejemplo, en “Bosquejo de un gobierno ideal”), las áreas de intervención gubernamental, al menos en lo que se refiere a los gobiernos centrales, deberían limitarse a una pocas, por ejemplo justicia, seguridad, relaciones exteriores, educación, salud, grandes obras públicas, y regulación y supervisión de algunas otras como en el caso del sector financiero.

 

Por otro lado, la cuantía de los recursos que pueden asignarse a estas áreas debe estar estrictamente circunscrita a los ingresos percibidos por concepto de impuestos, y apenas con un pequeño y predeterminado margen de endeudamiento. Cualquier decisión de asignación de recursos que favorezca a una de las áreas debe automáticamente traducirse en sacrificios o recortes en las demás áreas.

 

También es fundamental, como se menciona en otros capítulos (por ejemplo, en “Derecho a la privacidad, impuestos, lavado de dinero y terrorismo”), que el sistema tributario sea uno que recaiga primordialmente sobre las transacciones y no sobre el ingreso de las personas naturales. O sea un sistema de tributación amigable con el derecho a la privacidad de las personas. En un estado de derecho respetuoso de las libertades individuales, ni el gobierno ni nadie mas tendría por que conocer o indagar sin autorización acerca de los ingresos que perciben las personas o la riqueza que poseen.

 

Solo de esta manera se frenaría lo que actualmente es una incontrolada expansión del poder político que representa una inminente amenaza a la creación de riqueza y una insidiosa intromisión en la esfera de lo privado. Solo si la clase política no dispone de los instrumentos para trascender mas allá de unas funciones constitucionalmente preestablecidas es que se puede impedir que sus poderes evolucionen hacia un tenebroso absolutismo. Si quedara en sus manos la decisión sobre los alcances de su poder, las racionalizaciones sobrarían para expandirlo a niveles que envidiarían Luis XIV y los dictadores de la primera mitad del Siglo XX, con el agravante que ahora tienen la posibilidad de acceder a unas mas sofisticadas herramientas tecnológicas.

 

Puede que la analogía sea demasiado cruda, pero solicitarle a la clase política que se auto limite voluntariamente en el uso del poder que usufructúa, es como pedirle a unos parásitos voraces que se han asentado en un organismo vivo que se moderen en el consumo de las partes vitales de las que sustraen su alimento.

 

La piel de oveja con la que se arropan los gobiernos democráticos

 

Hay una larga tradición de teóricos que sostienen que los controles constitucionales al poder de la clase política son una farsa. Luigi Marco Bassani y Carlo Lottieri analizan las posiciones de algunos (“Democracy, War and the Myth of the Neutral State”, Ludwig von Mises Institute, mayo 3 de 2014).

 

Uno de ellos fue sin duda Carl Schmitt, quien afirmaba que lo que antecede a todo gobierno es una dimensión política de la que surgen decisiones que nunca podrán esconderse detrás de la impersonal naturaleza de las leyes o de los criterios técnicos de las órdenes (en The Concept of the Political, The University of Chicago Press, 1996). Esas decisiones se mueven alrededor de intereses específicos y de personas que buscan imponer su voluntad sobre los demás.

 

Aunque en el pensamiento liberal clásico el énfasis ha sido en neutralizar los apetitos propios de la política, por ejemplo con mecanismos constitucionales de controles y contrapesos, para Schmitt esos intentos están condenados al fracaso porque el verdadero soberano será siempre el grupo político que tenga la última palabra en las decisiones críticas o fundamentales. Todo gobierno, sin importar el sistema político, no es mas que una estructura de decisiones que se utiliza como el instrumento de dominación de la clase gobernante.

 

Visto así, no hay nada “neutral” o “inocente” en los poderes que detentan quienes hace parte de lo que Gaetano Mosca llamó la clase dominante. Especialmente si se tiene en cuenta que se trata de poderes manipulados por una institución como el gobierno que posee el monopolio de la fuerza. Mas aún en sistemas democráticos en los cuales se libra una fiera competencia por el control de un centro político con un inmenso poder de distribución de recursos, favores y privilegios de todo tipo.

 

Bassani y Lottieri citan a Wilfredo Pareto (en Libre-échangisme, protectionnisme et socialisme): “La corrupción del sistema parlamentario significa que los intereses de la mayoría quedan subordinados a los intereses y las pasiones de un pequeño y altamente organizado grupo… La democracia existe solamente como una ideología política utilizada para proteger y legitimar el poder de una minoría capaz de tomar ventaja de su mas sofisticada organización.” En estas condiciones el ideal de los liberales de lograr por medios constitucionales y con mecanismos electorales democráticos un gobierno “neutral” estaría amenazado de muerte.

 

Reversión de las perversas tendencias actuales

 

La aceptación e introducción en los sistemas políticos modernos de formas constitucionales democráticas no ha servido y mas bien ha estimulado el crecimiento de las funciones y poder de los gobiernos. Actualmente su influencia cubre prácticamente todas las áreas de vida económica y social, incluyendo muchas que antes estaban reservadas a la esfera de la actividad privada. La politización de todos los aspectos de la vida cotidiana es un fenómeno relativamente reciente y hace parte de los esfuerzos de las clases dominantes por ampliar y consolidar su poder e influencia.

 

Pero esta creciente politización está llamada a fracasar por sus contradicciones internas. Se llega a un punto en el que los consensos son imposibles de alcanzar, en el que un inoperante gigantismo requiere la utilización de una creciente fuerza persuasiva y represiva para satisfacer los intereses de quienes pretenden controlar a una institución que termina por asemejarse a la Hidra de la mitología griega –un despiadado monstruo acuático que poseía la virtud de regenerar dos cabezas por cada una que perdía y que llegó a tener hasta mil cabezas.

 

La única forma de recobrar el ideal liberal clásico de gobiernos sometidos a límites, controles y contrapesos, es la adopción de un esquema como el planteado acá. Para enfatizar en aspectos fundamentales de lo ya dicho: que las áreas de compromiso de la clase política a través del gobierno estén muy claramente delineadas y sin posibilidades de ampliación, que ella no se involucre mayormente en la administración de los recursos públicos, y que no tenga la capacidad de gastar mas allá de lo que se recauda por concepto de un sistema tributario respetuoso del derecho a la privacidad de las personas naturales.

 

Se dirá que todo ello se contrapone a la voluntad democrática actual. Se dirá que se trata de un ideal inalcanzable. Puede ser. Pero cuando lo que está de por medio es limitar el desbordado poder que se han arrogado grupos de la población que en su esencia son parasitarios (que no producen, que viven del esfuerzo y del dinero ajeno, y que se la pasan inmiscuyéndose con trabas y regulaciones en la actividad de los demás) vale la pena pensar en grande y proponer un quiebre en las perversas tendencias actuales.

 

 

GOBIERNOS, MONOPOLIO DE LA FUERZA Y BUROCRATISMO

 

Nunca hay que desfallecer en el empeño de buscar caminos que conduzcan a los gobiernos a ser mas amigables y respetuosos de las libertades y los derechos individuales.

 

Muchos exponentes de las teorías liberales clásicas y de los movimientos libertarios de la segunda década del Siglo XXI consideran, no sin razón, que “los gobiernos funcionan y sobreviven sobre la base de sistemáticas violaciones de los derechos individuales. De lo contrario no serían gobiernos” (Llewellyn H. Rockwell, “Can Anarcho-Capitalism Work?”, Ludwig von Mises Institute, noviembre 14 de 2014). De hecho, para estos pensadores, los gobiernos tienen la particularidad de considerarse exentos de las leyes morales que aplican al resto de los mortales.

 

Los ejemplos son múltiples. La extracción de recursos por la fuerza a través impuestos exagerados, el secuestro de jóvenes para servir como reclutas en sus ejércitos, el uso no autorizado de informaciones personales, la imposición de normas y regulaciones a diferentes actividades como en el caso del comercio internacional y los movimientos de capitales, la aplicación de licencias que limitan la libertad de entrada de competidores en determinadas actividades económicas, el monopolio de la moneda y la prerrogativa de financiarse con la depreciación de su valor, y así la lista sería de nunca acabar.

 

Un escrutinio sobre la mayoría de estas funciones lleva a la conclusión que su racionalidad no es otra que la de consolidar y realzar el poder de quienes lo administran. Aparte de algunas pocas áreas como la de la justicia penal, la seguridad y defensa, y las que comprometen el medio ambiente, en las demás no hay argumentos suficientemente sólidos que justifiquen el uso de la fuerza y que comprometan la naturaleza libre y voluntaria en la que deben basarse las relaciones individuales y empresariales de una comunidad.

 

Pero es esa potestad del uso de la fuerza la que coloca en situación de desventaja y vulnerabilidad a quienes no pertenecen a las castas que controlan el poder político. Dada la naturaleza del ser humano, cuando los diques de contención a su egoísmo son vulnerados con el uso de esa fuerza, cuando son socavados a voluntad con corrupciones y asignaciones caprichosas de los recursos públicos, cuando sobran las disculpas grandilocuentes y demagógicas con las que se justifica una desbordada conducta, se torna abrumador el grado de indefensión en el que queda la población en relación con sus libertades y derechos mas preciados.

 

Intentos tradicionales de control a los poderes públicos

 

El origen de los gobiernos no fue otro que la necesidad de protección frente a agresiones externas e internas en entornos altamente hostiles. Así sucedió en las épocas de predominancia tribal y en las que siguieron caracterizadas por una mayor complejidad organizacional. Pero fue especialmente a partir del Siglo XX que los gobernantes optaron por extender su esfera de influencia de manera inusitada, a lo cual contribuyeron las guerras totales o mundiales que se libraron en ese entonces.

 

De la imperiosa necesidad de protección de vidas y bienes surgió la concesión a los gobiernos del monopolio de la fuerza. Sin embargo, con frecuencia la cura ha resultado ser peor que la enfermedad. Ha sido larga la trayectoria de abusos y excesos, lo que ha sembrado de dudas la bondad de tal concesión de poder.

 

Ha habido entonces loables intentos para limitar el potencial de perjuicio o daño, dentro de los cuales se destaca el de la separación de los poderes públicos. Sin embargo, el funcionamiento en la práctica de esta separación ha dejado mucho que desear, por esa tendencia muy humana de los grupos con poder a protegerse mutuamente y a encontrar formas de promover sus intereses en medio de una cómplice coexistencia.

 

Otro loable intento ha sido el uso del mecanismo de las elecciones para seleccionar por períodos fijos a quienes aspiran a administrar el monopolio de la fuerza. Así también, la libertad de expresión ha desempeñado un papel de singular importancia como contrapeso a las pretensiones absolutistas de quienes gobiernan. Pero al tiempo que nadie puede negar la utilidad de estos arreglos institucionales, es por todos conocido que mediante manipulaciones de diferente tipo se pueden desfigurar por completo sus objetivos.

 

En realidad, la pregunta de fondo es hasta dónde se requiere del monopolio de la fuerza. Es muy arraigada la creencia, que propagara con tanto éxito Thomas Hobbes en su Leviathan, según la cual sin un proveedor monopolista de los servicios de seguridad y defensa, las sociedades caerían en un estado natural de caos y anarquía en el que todos se pelearían con todos y la vida se convertiría en “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.”

 

Rockwell y otros libertarios cuestionan la lógica detrás de esta premisa. Después de todo, en la economía de mercado la colaboración pacífica y voluntaria entre las distintas partes es la regla y no la excepción. Es decir, si lo que prima es el interés propio, la mayoría de la población buscaría no perturbar sus actividades y emprendimiento con el uso de la fuerza, lo que generaría inevitables desórdenes y llevaría a la anarquía a la que hacia referencia Hobbes. Lo evidente es que a casi nadie le conviene vivir y trabajar en entornos donde predomina la fuerza y la coerción, en lugar de la interacción pacífica y voluntaria.

 

Sin embargo, no se puede desconocer que algunos si prosperarían y se beneficiarían con el caos y la anarquía. Es debido a estas minorías, que las hay en todas partes y que son componente integral del género humano, por lo que se requiere de una autoridad superior encargada de su control y represión. O sea de una instancia institucional investida con el poder de prevenir, capturar, enjuiciar y castigar a quienes optan por la violencia para obtener sus fines.

 

Enfoque alternativo para limitar el monopolio de la fuerza

 

El problema con los abusos y excesos en el uso del monopolio de la fuerza reside en el hecho que las instituciones creadas para hacerle contrapeso siempre estarán en desventaja operativa y un escalón mas atrás en la cronología de los acontecimientos. Es por eso que en vez de intentar contrarrestar un inmenso poder con las actuaciones de otros poderes igualmente inmensos pero rezagados, lo mas razonable sería ir a la raíz del engendro: cercenar o achicar el alcance de ese inmenso poder. Circunscribirlo a unas áreas específicas.

 

O sea que en esta visión no cabría un monopolio de la fuerza generalizado y aplicable a todas las áreas donde intervienen los gobiernos y que actualmente abarcan todos los aspectos de la vida económica y social de las comunidades. Las instancias específicas a las que aplicaría serían solo aquellas relacionadas con situaciones críticas y complejas, donde está en juego la vida, salud y bienes de los asociados. A lo que podría agregarse funciones de arbitraje de última instancia en aquellos casos de cierta importancia donde es imposible la resolución voluntaria y pacífica de los conflictos entre particulares.

 

El principio general es que los gobiernos solamente deberían disfrutar del poder que les otorga el monopolio de la fuerza en forma limitada y restringida, de tal suerte que sus burocracias sean las mínimas posibles, al igual que las de los entes de vigilancia que velan por el cabal cumplimiento de las prerrogativas que concede ese poder. Después de todo, las comunidades no pagan impuestos para cubrir los costos de unas frondosas burocracias públicas, sino con el propósito de que los recursos disponibles por este concepto se reviertan hacia la solución de complejos y difíciles conflictos y hacia la atención de un mínimo de necesidades básicas (que depende del nivel de riqueza de la respectiva comunidad).

 

En conflictos menos trascendentales, como lo serían los que surgen de las relaciones comerciales entre particulares, debería propiciarse el uso extendido de arbitrajes privados. Las cortes y tribunales públicos y las policías de los gobiernos solo intervendrían en la implementación de algunas de las decisiones adoptadas en estos arbitrajes, cuando ellas trascienden del ámbito de lo particular y ponen en peligro la tranquilidad y el sosiego público.

 

Habría que partir del principio que son los particulares los encargados de defender sus específicos intereses, labor esta que no le corresponde a los gobiernos. Quien por falta de previsión u omisión de las debidas precauciones, o por los riesgos implícitos en toda actividad mercantil, sufriera un perjuicio financiero o sicológico, no tiene porque exigirle a la comunidad que sufrague el costo de procesos de restitución o reparación.

 

Monopolio de la fuerza para fines distributivos

 

Los políticos contemporáneos argumentan que se necesita del monopolio de la fuerza de los gobiernos para implementar lo que consideran es una de sus funciones centrales: la masiva redistribución de ingresos y riqueza entre grupos de la población. Se trata de una función con la que seducen partidarios y promueven sus intereses y los de su grupo.

 

Con un régimen tributario como el propuesto en otro ensayo (“Bosquejo de un esquema tributario no tan pernicioso”), y con sistemas transparentes y descentralizados de asignación de los recursos públicos, es posible minimizar el uso de la fuerza por parte de los gobiernos sin detrimento de su función distributiva.

 

Es mas, si con la redistribución de ingresos y riqueza realmente se atiende en forma eficaz las necesidades básicas de la población en áreas como la educación, la salud y la seguridad social, y si para la implementación de este proceso no se utiliza una costosa y despilfarradora burocracia, de seguro la mayoría de la población convertiría en actos de genuina solidaridad lo que actualmente es una obligación a la que hay que someterse por temor a las represalias de los gobiernos.

 

Una fórmula para minimizar costos burocráticos y elevar la eficacia en la asignación de los recursos públicos es el de separar la financiación proveniente de impuestos de la prestación directa de los servicios.

 

Es factible avanzar en esta dirección mediante la implantación de sistemas extendidos de becas para acceder a la educación privada, así como de esquemas generalizados de medicina preparada con compañías privadas y de sistemas de pensiones administrados por fondos privados. Pero es preciso ir mas allá. Por ejemplo, con concesiones a particulares para el mantenimiento y construcción de obras públicas, así como para el manejo de bosques y parques naturales.

 

Paralelamente es necesario impedir, hasta donde ello sea posible, que los gobiernos utilicen concesiones y licencias de funcionamiento para restringir la competencia y que de esta manera propicien la creación de monopolios privados, tal como suelen hacerlo en sectores como el de las telecomunicaciones y los servicios financieros. La libertad de entrada tendría que ser la regla en todas las actividades, aún en aquellas en donde se presentan situaciones que los economistas califican como de “monopolios naturales”.

 

En estos últimos, como en el caso del agua potable, los gobiernos tienden a ser los dueños de las fuentes de generación del producto, así como de la infraestructura y redes para su distribución. No obstante la existencia de estas restricciones “naturales”, debería establecerse una abierta competencia entre empresas privadas para la prestación del servicio a través del otorgamiento por zonas y/o regiones de concesiones de duración limitada.

 

Democracia y burocratismo van de la mano

 

Todo sistema político tiene sus virtudes y sus defectos. Mucho se ha dicho sobre las virtudes de la democracia, pero menos sobre sus defectos. Uno de ellos es su inherente tendencia al engrandecimiento  de la estructura burocrática que la dirige y administra.

 

Esta tendencia es resultado de la mecánica electoral del sistema democrático que lleva a los candidatos a puestos públicos a prometer lo divino y lo humano. Para nada importa que no sean viables sus programas y propuestas. Lo de menos es la sobrestimación de medios para el cumplimiento de lo prometido.

 

El problema con todo esto no es el incumplimiento que al final de los períodos de gobierno queda en patética evidencia. El problema es que conduce a involucrar a los gobiernos en una infinidad de áreas no prioritarias y que se traduce en la creación de burocracias adicionales y redundantes.

 

Se llega así a situaciones en las cuales las burocracias públicas se interponen y traslapan las unas con las otras, los despilfarros se convierten en común ocurrencia, y la multitud de planes y programas entorpece la racionalidad en la toma de decisiones.

 

No solamente se trata de burocracias que actúan como “ruedas sueltas” dentro del engranaje administrativo de los gobiernos, sino que, a diferencia de las burocracias del sector privado, su modus operandi no está dirigido a la satisfacción de las necesidades de consumidores y usuarios. Su motivación central es el aumento del poder propio o el de su grupo. Todo lo demás es circunstancial.

 

Para rematar, también a diferencia de lo que sucede en la actividad privada, en los gobiernos la falta de resultados no se refleja en las remuneraciones y en el empleo propiamente dicho. No existe un cordón umbilical que ate el aporte productivo con esas remuneraciones y con la permanencia en el trabajo.

 

Pero además hace parte de una lógica democrática mal entendida que la lucha por el poder se canalice hacia un desbordado ofrecimiento de puestos públicos a todos los niveles. A los triunfos electorales le siguen los nombramientos a diestra y siniestra, con frecuencia sin deparar en méritos o preparaciones.

 

Como resulta políticamente explosivo despedir y reducir nóminas de funcionarios, los recién llegados triunfadores tienden a transitar el camino fácil, que no es otro que el de agregar funcionarios antes que sustituir a los que recibieron como herencia.

 

Y así crece en las democracias las burocracias públicas, las que al final de cuentas no responden a las necesidades comunitarias y las que se las arreglan para no responsabilizarse por los resultados de su gestión, pero que disponen de un As bajo la manga, el de la autoridad y el poder que se desprende del monopolio de la fuerza.

 

Lo ideal en relación con el monopolio de la fuerza

 

Quienes poseen el monopolio de la fuerza siempre encontrarán las excusas para ampliarlo y extenderlo. Solo ángeles no caerían en esta tentación. Solo ángeles lo administrarían con prudencia, sin provecho propio y para beneficio general, y sin violentar las libertades y derechos mas preciados del resto de la población. Pero el mundo no está poblado de ángeles sino de unos muy imperfectos seres humanos de carne y hueso.

 

Es tan azaroso el tema del monopolio de la fuerza, que es costumbre en prácticamente todas las culturas someter las decisiones de fondo relativas a su utilización a la tutela de cuerpos colegiados como son las cortes, los tribunales y los congresos o asambleas. Pero es tan seductora la autoridad que se deriva de su empleo, que las ramas ejecutivas de los gobiernos siempre han encontrado los pretextos y los caminos para emplearla a su capricho y antojo.

 

Lo ideal entonces sería perfeccionar un sistema político en el cual el alcance del monopolio de la fuerza esté constitucionalmente limitado a unas pocas determinadas áreas, dejando las demás donde haya algún interés político de intervención en la órbita de lo voluntario, o sea en el mundo donde prima la competencia y las reglas del mercado.

 

En vez de endiosar en abstracto a los gobiernos como es lo frecuente entre académicos y medios de comunicación, los esfuerzos deben entonces encaminarse hacía circunscribir su radio de acción y a concentrarlos en lo estrictamente necesario.

 

Se trata de un ideal que va en dirección opuesta al pensamiento democrático de la época. Un ideal que se opone a los intereses creados del orden político actual, el que con su ambición desbordada de poder ha inundado con cargas tributarias, inoficiosos requisitos y asfixiantes regulaciones la vida económica y social de individuos y empresas.

 

Al final de cuentas se trata del único ideal político consecuente con esa incontenible propensión de los seres humanos a mejorar su situación específica en medio de una creciente libertad y de un cada vez mas amplio abanico de oportunidades. Lo opuesto no es mas que un romanticismo demagógico: de ese que le sale barato a los gobernantes y caro a los gobernados.