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La conferencia de Copenhagen sobre cambio climático despierta más interrogantes que respuestas.
 
Es verdaderamente preocupante cuando burócratas y líderes políticos se reúnen bajo la presión de gastar dineros que no son suyos. Ese es el caso de la conferencia de Copenhagen, repleta de toda clase de personajes y organizaciones que viven del negocio de extraer recursos para promover una disparatada agenda de cambio en los sistemas de producción y consumo del planeta.

Ello ocurre a pesar que no se ha demostrado científicamente en cuánto afecta al clima los procesos actuales de industrialización y desarrollo económico. Ni siquiera se sabe si el calentamiento global que se produjo durante los años 80 y 90 fue el resultado de esos procesos. Después de todo, durante la actual década, lo que se ha presentado es un enfriamiento global, no obstante que han aumentado las emisiones de CO2.

En otras palabras, a estas alturas de la discusión científica, no se sabe qué produce el cambio climático, si existe o no una tendencia de calentamiento global, y si nos debemos preocupar por el tema en la forma obsesiva como lo hacen muchos de los asistentes a la conferencia de Copenhagen.

Dado que no existe claridad científica sobre el tema, vale la pena preguntarse acerca del costo de las diferentes propuestas dirigidas a controlar las emisiones de carbono. Porque hasta ahora lo que ha distinguido a quienes luchan contra el cambio climático supuestamente producido por el hombre, es una gran inconciencia sobre las implicaciones económicas de sus propuestas.

De una manera alegre e infantil los apóstoles del cambio climático han buscado imponer la tesis de que la humanidad debe gastar ingentes cantidades de dinero para adoptar unas muy costosas y poco prácticas tecnologías “verdes”, o en su defecto dejar de producir lo que actualmente se produce. Pareciera que no les importara la depresión económica que estas políticas generarían en los países más avanzados. Una depresión que haría aparecer a la actual crisis económica global como un juego de niños.

Pero más grave aún, sus recomendaciones frenarían el progreso en los países emergentes. El impacto sobre estos países de una depresión profunda y duradera en los países más avanzados sería devastador, a lo que se agregaría el mayor costo que tendrían que sufragar por las tecnologías “verdes”. Obviamente los países emergentes, ni están en capacidad de hacerlo, ni los países más avanzados cuentan con los inmensos recursos que habría que transferirles para inducirlos en ese empeño.

Este escenario si que sería apocalíptico por cuanto una humanidad en recesión permanente, con la población de los países emergentes (tres cuartas partes de la humanidad) sin perspectiva de elevación de sus niveles de vida, explotaría política y socialmente.

Los “verdes” radicales no solamente no se dan cuenta de lo irreal de sus propuestas, sino que subestiman los cambios tecnológicos positivos que trae consigo el crecimiento económico. Cuando hay estancamiento, como sucedió durante décadas con los países bajó la órbita del comunismo soviético, los sistemas de producción no solamente no evolucionan sino que se vuelve inevitable aquello de que a más población más contaminación. En cambio, con el crecimiento económico se aumenta la capacidad de innovación y de adopción de tecnologías cada vez más sofisticadas y que permiten una más eficiente utilización de los recursos naturales del planeta.

Si no hubiera existido un alto crecimiento económico después de la Segunda Guerra Mundial, simplemente estaríamos patinando con las tecnologías altamente contaminantes de hace 50 años. No se hubiera abierto la perspectiva del uso de fuentes alternativas de energía como la eólica y solar. No se hubieran desarrollado el Internet y los sistemas de comunicaciones actuales de baja intensidad energética. Los ejemplos son casi infinitos en relación con el avance tecnológico en los últimos años y las posibilidades que se han abierto de innovaciones futuras, las que ni siquiera podemos prever en toda su dimensión.

Para hacer realidad ese potencial innovador casi ilimitado de la humanidad se necesita seguir progresando económicamente. Construir sobre una creciente base productiva y de conocimiento. Generar excedentes económicos cada vez mayores que permitan investigar y avanzar en tecnologías no solamente más amables con el medio ambiente, sino también más baratas y asequibles a los países emergentes.  

Ese progreso, ese permanente avance sobre un presente que tiende a ser económicamente superior al pasado, sólo se ha dado a través del sistema de libre mercado. No son los gobiernos y sus burócratas los que lo han realizado, sino empresarios grandes y pequeños buscando su mayor beneficio propio, en países que se mueven en un entorno de libertades económicas y políticas. No será a punta de altísimos impuestos y de órdenes provenientes de los burócratas gubernamentales –o por medio de la actividad de ONGs parásitas– que se avanzará en el descubrimiento e introducción de tecnologías y sistemas de producción menos contaminantes.

Por eso es preocupante Copenhagen. Sin mayor claridad en lo científico, burócratas de todo tipo pretenden imponerle al resto de la humanidad una agenda de regulación y control económico que la llevaría al estancamiento y en último término, a no hacerse a los medios para liberarse de sus actuales procesos productivos contaminantes.