Ingrid Betancourt (y familia) solicitará una indemnización de US$6.5 millones por las consecuencias de una pésima decisión que libremente tomó.
Cuando era candidata a Presidente en febrero de 2002 y estaba en gira por el departamento Caquetá, Ingrid tomó una irracional decisión. Contra el consejo de sus guardaespaldas quienes se rehusaron a acompañarla, sin previa planeación, y a pesar de que era por todos conocido que la vía terrestre entre Florencia y San Vicente del Caguán estaba en manos de la narcoguerrilla de las FARC, resolvió ella por su cuenta y riesgo con su compañera de fórmula Clara Rojas, transitar dicha vía.
Sucedió lo que tenía que suceder. Fue interceptada y capturada por un comando de las FARC. El resto de la historia es muy conocida.
Difícil decir qué se le pasó por la mente a Ingrid cuando tomó esa insensata decisión. Seguramente creyó que ella era capaz de domar al león, si se le aparecía. De pronto pensó que un incidente con las FARC le realzaría sus posibilidades electorales, las que en ese momento estaban por el suelo.
Sea lo que fuere, el hecho cierto es que se trató de una decisión suicida. Una decisión que le costó mucho, no sólo a ella, sino también a Colombia como país y que enredó durante años las relaciones con Francia, el país de su otra nacionalidad. Las FARC utilizaron a la ilustre rehén para promoverse en el exterior, para bloquear operaciones militares en su contra, e incluso para fallidas negociaciones que terminaron en la liberación de cabecillas, como en el caso de Rodrigo Granda.
Es cierto que el Estado colombiano tenía que darle protección especial en su calidad de candidata presidencial. Pero hay un límite a esa protección. Ni la mejor protección del mundo puede evitar las consecuencias de decisiones improvisadas y desacertadas por parte del protegido.
Ingrid Betancourt hace parte de una familia que vivió del Estado colombiano durante años. Y ahora busca que todos los colombianos que pagan impuestos le garanticen su futuro económico, incluido el de sus descendientes franceses, mediante una demanda, que si hubiese justicia de verdad, debería ser al revés. Debería ser la de todos los colombianos contra esa familia, que por una decisión desastrosa de uno de sus miembros, les ocasionó innumerables daños y perjuicios durante todo el tiempo del secuestro.
Sucedió lo que tenía que suceder. Fue interceptada y capturada por un comando de las FARC. El resto de la historia es muy conocida.
Difícil decir qué se le pasó por la mente a Ingrid cuando tomó esa insensata decisión. Seguramente creyó que ella era capaz de domar al león, si se le aparecía. De pronto pensó que un incidente con las FARC le realzaría sus posibilidades electorales, las que en ese momento estaban por el suelo.
Sea lo que fuere, el hecho cierto es que se trató de una decisión suicida. Una decisión que le costó mucho, no sólo a ella, sino también a Colombia como país y que enredó durante años las relaciones con Francia, el país de su otra nacionalidad. Las FARC utilizaron a la ilustre rehén para promoverse en el exterior, para bloquear operaciones militares en su contra, e incluso para fallidas negociaciones que terminaron en la liberación de cabecillas, como en el caso de Rodrigo Granda.
Es cierto que el Estado colombiano tenía que darle protección especial en su calidad de candidata presidencial. Pero hay un límite a esa protección. Ni la mejor protección del mundo puede evitar las consecuencias de decisiones improvisadas y desacertadas por parte del protegido.
Ingrid Betancourt hace parte de una familia que vivió del Estado colombiano durante años. Y ahora busca que todos los colombianos que pagan impuestos le garanticen su futuro económico, incluido el de sus descendientes franceses, mediante una demanda, que si hubiese justicia de verdad, debería ser al revés. Debería ser la de todos los colombianos contra esa familia, que por una decisión desastrosa de uno de sus miembros, les ocasionó innumerables daños y perjuicios durante todo el tiempo del secuestro.