Muchos se entusiasman con manifestaciones masivas y creen que ellas son suficientes para derrocar un régimen que lleva más de 50 años en el poder.
En realidad, los actuales gobernantes de Egipto son los sucesores de Gamal Abdel Nasser, un militar que derrocó a la reinante monarquía por allá en los años 50. A Nasser lo sucedió Anwar el-Sadat, quien después de firmar la paz con Israel fue asesinado por islamistas radicales. En su reemplazo quedó Hosni Mubarak quien ha gobernado hasta la fecha por más de 30 años.
Estos gobiernos le han dado estabilidad a Egipto, el principal país de la región en términos de población (80 millones) y árbitro en los diferentes los conflictos que en el Medio Oriente se han dado. Pero han sido gobiernos dictatoriales bajo los estándares europeos y americanos. Sin embargo, prácticamente todos los gobiernos de esa región son dictaduras (o monarquías), con la excepción de Turquía y más recientemente, de Irak después de la intervención de Estados Unidos.
En el caso de Egipto, se trata de una dictadura militar. Un golpe militar fue su origen y las fuerzas militares han sido su base principal de apoyo. Como buena dictadura militar, se ha tratado de un gobierno intolerante con la conformación de partidos de oposición. La única agrupación opositora que ha podido surgir con alguna fuerza es la Hermandad Musulmana, considerada como un movimiento radical islámico del mismo corte ideológico de Hamas en Palestina, Hezbollah en el Líbano y de los gobernantes de Irán.
Si bien la Hermandad Musulmana cuenta con un apoyo en Egipto de un porcentaje no despreciable de la población (20% a 30% de la población), no cuenta con un líder especialmente carismático y genera mucha desconfianza por su radicalismo entre la mayoría de la población. Por otro lado, no hay otros líderes carismáticos en el escenario político que pudieran llevar a feliz término la actual revuelta.
Círculos opositores trataron de inventarse un líder, Mohamed el Baradei, un burócrata internacional que dirigió el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de Naciones Unidas. Pero se trata de un personaje que poco ha vivido en Egipto y de poco o ningún arraigo popular.
O sea que la supuesta actual “revolución” egipcia, tan glorificada por varios medios de comunicación, no tiene líderes. Una revolución sin liderazgo está condenada al fracaso. Y ese ha sido precisamente uno de los secretos de la permanencia en el poder de Mubarak: se las ha arreglado para impedir el surgimiento de liderazgos políticos fuertes diferentes al suyo.
Por otro lado, las fuerzas militares egipcias, el gran sostén del actual régimen, son respetadas por la mayoría de la población. En el actual conflicto han estado estratégicamente al margen. La represión, tal como fue en el pasado, ha sido responsabilidad de la odiada policía.
Pero además, el miedo a la anarquía, que el régimen hábilmente permitió en los primeros días y que fue como una mirada al abismo para muchos egipcios, de seguro ha incidido en el decreciente apoyo a los revoltosos. No ha sido como lo han presentado en los medios: manifestaciones pacíficas donde todos se abrazan jubilosos, unidos de la mano en el único objetivo de derrocar a Mubarak. Por el contrario, fueron días de saqueo, violaciones y terribles amenazas para muchos, incluida la percepción de que se le estaba asestando un golpe mortal al turismo, una de las gallinas de huevos de oro del país.
Todo indica, entonces, que la elite militar seguirá al mando, sin Mubarak obviamente, cuya Presidencia llegará su fin en septiembre de 2011. Habrá elecciones en donde el escogido por los militares seguramente coincidirá con el elegido por el pueblo. Sin embargo, por lo menos una cosa es segura: el sucesor ya no será el hijo de Mubarak como lo pretendía el propio Mubarak.
Demasiado hay de por medio como para que los distintos gobiernos de la región incluidos Arabia Saudita, los Emiratos e Israel, así como Europa, Estados Unidos, y países como China que dependen del suministro de petróleo de la región, le jueguen a la desestabilización de Egipto. De manera que todos sin excepción le apostarán a una transición ordenada de poder, para que se cumpla aquello que decía El Gatopardo de Luchino Visconti “algo debe cambiar para que todo siga igual”.
Estos gobiernos le han dado estabilidad a Egipto, el principal país de la región en términos de población (80 millones) y árbitro en los diferentes los conflictos que en el Medio Oriente se han dado. Pero han sido gobiernos dictatoriales bajo los estándares europeos y americanos. Sin embargo, prácticamente todos los gobiernos de esa región son dictaduras (o monarquías), con la excepción de Turquía y más recientemente, de Irak después de la intervención de Estados Unidos.
En el caso de Egipto, se trata de una dictadura militar. Un golpe militar fue su origen y las fuerzas militares han sido su base principal de apoyo. Como buena dictadura militar, se ha tratado de un gobierno intolerante con la conformación de partidos de oposición. La única agrupación opositora que ha podido surgir con alguna fuerza es la Hermandad Musulmana, considerada como un movimiento radical islámico del mismo corte ideológico de Hamas en Palestina, Hezbollah en el Líbano y de los gobernantes de Irán.
Si bien la Hermandad Musulmana cuenta con un apoyo en Egipto de un porcentaje no despreciable de la población (20% a 30% de la población), no cuenta con un líder especialmente carismático y genera mucha desconfianza por su radicalismo entre la mayoría de la población. Por otro lado, no hay otros líderes carismáticos en el escenario político que pudieran llevar a feliz término la actual revuelta.
Círculos opositores trataron de inventarse un líder, Mohamed el Baradei, un burócrata internacional que dirigió el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de Naciones Unidas. Pero se trata de un personaje que poco ha vivido en Egipto y de poco o ningún arraigo popular.
O sea que la supuesta actual “revolución” egipcia, tan glorificada por varios medios de comunicación, no tiene líderes. Una revolución sin liderazgo está condenada al fracaso. Y ese ha sido precisamente uno de los secretos de la permanencia en el poder de Mubarak: se las ha arreglado para impedir el surgimiento de liderazgos políticos fuertes diferentes al suyo.
Por otro lado, las fuerzas militares egipcias, el gran sostén del actual régimen, son respetadas por la mayoría de la población. En el actual conflicto han estado estratégicamente al margen. La represión, tal como fue en el pasado, ha sido responsabilidad de la odiada policía.
Pero además, el miedo a la anarquía, que el régimen hábilmente permitió en los primeros días y que fue como una mirada al abismo para muchos egipcios, de seguro ha incidido en el decreciente apoyo a los revoltosos. No ha sido como lo han presentado en los medios: manifestaciones pacíficas donde todos se abrazan jubilosos, unidos de la mano en el único objetivo de derrocar a Mubarak. Por el contrario, fueron días de saqueo, violaciones y terribles amenazas para muchos, incluida la percepción de que se le estaba asestando un golpe mortal al turismo, una de las gallinas de huevos de oro del país.
Todo indica, entonces, que la elite militar seguirá al mando, sin Mubarak obviamente, cuya Presidencia llegará su fin en septiembre de 2011. Habrá elecciones en donde el escogido por los militares seguramente coincidirá con el elegido por el pueblo. Sin embargo, por lo menos una cosa es segura: el sucesor ya no será el hijo de Mubarak como lo pretendía el propio Mubarak.
Demasiado hay de por medio como para que los distintos gobiernos de la región incluidos Arabia Saudita, los Emiratos e Israel, así como Europa, Estados Unidos, y países como China que dependen del suministro de petróleo de la región, le jueguen a la desestabilización de Egipto. De manera que todos sin excepción le apostarán a una transición ordenada de poder, para que se cumpla aquello que decía El Gatopardo de Luchino Visconti “algo debe cambiar para que todo siga igual”.