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Economistas premio Nobel son ampliamente aplaudidos cuando aconsejan resolver los problemas ocasionados por un exceso de deuda con más deuda.
 
Como para frotarse los ojos. Economistas supuestamente serios como Paul Krugman y Joseph Stiglitz no parecen haberse percatado que hay un problema en las economías avanzadas de exceso de deuda y que aumentar la deuda cuando ella ya es impagable por lo elevada, agrava la situación en lugar de aminorarla.

Estos economistas y la gran mayoría de los analistas viven en un mundo de fantasía en el cual los déficit no importan, los niveles de endeudamiento de gobiernos, empresas y hogares son irrelevantes, y las emisiones monetarias masivas no inciden perversamente en la asignación de los recursos productivos.

Eso es lo que dan a entender tanto Krugman como Stiglitz. Pero además, aparte de ser partidarios de emisiones monetarias masivas y de préstamos adicionales a deudores ya insolventes, recomiendan cobrarle más impuestos a unos grupos adinerados de la población, concentrar esos recursos en los gobiernos y luego gastarlos en aquello que políticos y burócratas públicos consideren importante. Para estos economistas pasar el dinero de un lado a otro, del sector privado a un ineficiente sector público, es receta segura para reanimar las economías.
 
Sólo una carcajada como respuesta merece tan ridícula recomendación. Pero no así para la gran mayoría de la población, que en su angustia ante las consecuencia de una contracción económica, prefiere dejar el sentido común a un lado y creerle a estos economistas.  

De hecho estos economistas nunca hablan de austeridad, ni de esfuerzos por aumentar el ahorro público y privado y reducir los niveles actuales de deuda. Suponen que ante un problema ocasionado por unas abrumadoras deudas públicas y privadas la respuesta es mantenerlas e incluso incrementarlas a la espera de un futuro en el cual finalmente correrán ríos de leche y miel y ellas se desvanecerán como por encanto.

Pero las deudas públicas y privadas de Estados Unidos y Europa superan ya 300% de sus PIB y han llegado a un punto en el que no hay recursos para refinanciarlas. Estos niveles relativos de deuda son casi tres veces los de países emergentes como Colombia y varios otros de América Latina y Asia.

Ahora bien, dado los inmensos déficit fiscales de Estados Unidos y de casi todos los países de la Comunidad Europea, la trayectoria de sus deudas públicas es claramente ascendente. O sea, que estos países tienen unos déficit estructurales que los conducirán, en pocos años, a significativos incrementos adicionales de sus ya gigantescas deudas públicas. Y no obstante esta alarmante situación, Krugman y Stiglitz aconsejan salir del lío con más gasto público.

La verdad es que son pocos los dirigentes políticos en Estados Unidos y Europa que están dispuestos a admitir que simplemente inflaron e inflaron sus economías a base de deuda, hasta que se quebraron. Así de simple. Eso le pasó a la gran mayoría de los países de América Latina en los años ochenta (la llamada “década perdida” de este continente) después de un frenesí de endeudamiento durante la década anterior.

Desafortunadamente no existe una salida mágica a un problema de excesivo endeudamiento público y privado. Solo con austeridad, sudor y lágrimas se resuelve el tema. Pero este mensaje no es vendible a los millones de ciudadanos y miembros de sindicatos que están sentados en sus reales disfrutando de la buena vida, esperando recibir toda clase de beneficios y prebendas, sin intentar siquiera aumentar el esfuerzo laboral y su productividad.

En realidad, los niveles actuales de endeudamiento de Estados Unidos y Europa son bastante superiores a los se alcanzaron en los países latinoamericanos durante la crisis de los años ochenta. Acá hubieran sonado todas las alarmas mucho antes de aproximarse a los huecos financieros que se contabilizan hoy en día en esas economías avanzadas. Queda en evidencia que quienes han administrado a Estados Unidos y Europa abusaron de la confianza que en ellos depositaron inversionistas y prestamistas por sus supuestas monedas fuertes y porque era difícil imaginar que podía llegar a suceder lo impensable.

Todos ellos, políticos, analistas, inversionistas y prestamistas todavía se creen el cuento de que las leyes de la economía no aplican a los más poderosos, ni que las fórmulas para superar las crisis ocasionadas por desbordamientos de gasto y deuda son muy similares a las que suelen utilizarse en los países emergentes. Permanecen en un estado de negación y es por eso que todavía escuchan esperanzados a Krugman y Stiglitz.

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