El mar que supuestamente perdió Colombia con el fallo de La Haya no era suyo. Ningún tratado lo establecía así y Nicaragua nunca lo reconoció como tal.
Es llamativa la diferencia en los titulares sobre este fallo entre el periodismo colombiano y el periodismo internacional. Este último unánimemente tituló: “Reconocida la soberanía de Colombia sobre islas y cayos”. Mientras que la prensa colombiana: “Perdió Colombia”, “Dolor de patria” y otras por el estilo.
En todos los despachos noticiosos internacionales siempre se hizo la acotación que la soberanía de Colombia sobre las islas y cayos estaba en disputa y que la Haya había dado por terminada esta controversia. Para el resto del mundo, hasta el primer fallo de 2007 en el que se reconoció que las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina eran colombianas, no había claridad al respecto. Para el resto mundo tampoco había claridad sobre la soberanía colombiana en los cayos. La gran noticia del segundo fallo fue que se estableció que los cayos también eran colombianos.
Sobre los límites del territorio marítimo de explotación económica si que había menos claridad. Tal como lo señala Laura Gil en una columna en el diario El Tiempo (28 de noviembre de 2012), “el meridiano 82 nunca fue un límite, sino una línea de referencia. Así lo afirmó la Corte Internacional de Justicia en una sentencia preliminar en el 2007. Pero no solo lo dijo ese tribunal. En 1930, Colombia y Nicaragua canjearon instrumentos de ratificación del Tratado Esguerra–Bárcenas. Nicaragua lo caracterizó como un tratado de límites y fue el mismísimo gobierno colombiano el que lo corrigió, anotando que no lo era”.
Y continua Gil: “De hecho, no fue sino hasta 1969 cuando Colombia ejerció soberanía alrededor del meridiano 82. Que, desde entonces, Colombia, poco a poco, hubiese comenzado a tratar esta raya imaginaria como una frontera fue cuestión pura y exclusivamente unilateral. Bien documentadas están las protestas nicaragüenses”.
La verdad es que Colombia se inventó una frontera sin base en tratado alguno. Se apropió, por así decirlo, de un mar que estaba en disputa, y fijó unos límites bajo su criterio sin tener en cuenta al vecino. Fue un acto de viveza y de fuerza bruta (la superioridad militar de Colombia sobre Nicaragua es incuestionable), respaldado por unos encopetados abogados internacionalistas que estiraron los argumentos jurídicos al máximo para justificarlo.
Pero esa artificialidad de los límites marítimos trazados por Colombia se derrumbó aparatosamente en La Haya. Así de endeble era su sustento jurídico, no obstante que los abogados que defendían la causa colombiana le hicieron creer por años a la opinión pública y a los Presidentes de turno que sus argumentos eran irrebatibles.
Los grandes culpables de la tristeza de ánimo de los colombianos después del fallo son estos abogados. No que no hubieran realizado la mejor argumentación a favor de los intereses colombianos (y de hecho hay que agradecerles la buena defensa que hicieron en lo que corresponde a la soberanía sobre las islas y cayos), sino que no le advirtieron a los colombianos acerca de la precariedad de la posición en relación con las pretensiones marítimas.
Ahora bien, ni se perdieron tesoros de viejos galeones españoles hundidos, ni se perdieron recursos petroleros. Sobre este último tema hay que decir que no existe información concreta sobre su existencia y que nunca se hubieran podido explotar en áreas en disputa como eran estas (y que aunque finalmente se descubriesen seguramente nunca se extraerán por razones ecológicas).
Después del fallo le quedó a Colombia una inmensa extensión marítima reconocida como suya repleta de corales, peces y langostas sobre la cual ojalá por primera vez ejerciera una verdadera soberanía tanto en lo económico como en lo ambiental. A estos mares del Archipiélago de San Andrés se suman otras mas grandes extensiones en el Caribe y en el Océano Pacífico. A lo mejor lo sucedido en La Haya sirva para que los colombianos por fin se percaten que tanto sus costas como sus mares merecen una atención mucho mayor de la que hasta ahora han recibido.
En todos los despachos noticiosos internacionales siempre se hizo la acotación que la soberanía de Colombia sobre las islas y cayos estaba en disputa y que la Haya había dado por terminada esta controversia. Para el resto del mundo, hasta el primer fallo de 2007 en el que se reconoció que las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina eran colombianas, no había claridad al respecto. Para el resto mundo tampoco había claridad sobre la soberanía colombiana en los cayos. La gran noticia del segundo fallo fue que se estableció que los cayos también eran colombianos.
Sobre los límites del territorio marítimo de explotación económica si que había menos claridad. Tal como lo señala Laura Gil en una columna en el diario El Tiempo (28 de noviembre de 2012), “el meridiano 82 nunca fue un límite, sino una línea de referencia. Así lo afirmó la Corte Internacional de Justicia en una sentencia preliminar en el 2007. Pero no solo lo dijo ese tribunal. En 1930, Colombia y Nicaragua canjearon instrumentos de ratificación del Tratado Esguerra–Bárcenas. Nicaragua lo caracterizó como un tratado de límites y fue el mismísimo gobierno colombiano el que lo corrigió, anotando que no lo era”.
Y continua Gil: “De hecho, no fue sino hasta 1969 cuando Colombia ejerció soberanía alrededor del meridiano 82. Que, desde entonces, Colombia, poco a poco, hubiese comenzado a tratar esta raya imaginaria como una frontera fue cuestión pura y exclusivamente unilateral. Bien documentadas están las protestas nicaragüenses”.
La verdad es que Colombia se inventó una frontera sin base en tratado alguno. Se apropió, por así decirlo, de un mar que estaba en disputa, y fijó unos límites bajo su criterio sin tener en cuenta al vecino. Fue un acto de viveza y de fuerza bruta (la superioridad militar de Colombia sobre Nicaragua es incuestionable), respaldado por unos encopetados abogados internacionalistas que estiraron los argumentos jurídicos al máximo para justificarlo.
Pero esa artificialidad de los límites marítimos trazados por Colombia se derrumbó aparatosamente en La Haya. Así de endeble era su sustento jurídico, no obstante que los abogados que defendían la causa colombiana le hicieron creer por años a la opinión pública y a los Presidentes de turno que sus argumentos eran irrebatibles.
Los grandes culpables de la tristeza de ánimo de los colombianos después del fallo son estos abogados. No que no hubieran realizado la mejor argumentación a favor de los intereses colombianos (y de hecho hay que agradecerles la buena defensa que hicieron en lo que corresponde a la soberanía sobre las islas y cayos), sino que no le advirtieron a los colombianos acerca de la precariedad de la posición en relación con las pretensiones marítimas.
Ahora bien, ni se perdieron tesoros de viejos galeones españoles hundidos, ni se perdieron recursos petroleros. Sobre este último tema hay que decir que no existe información concreta sobre su existencia y que nunca se hubieran podido explotar en áreas en disputa como eran estas (y que aunque finalmente se descubriesen seguramente nunca se extraerán por razones ecológicas).
Después del fallo le quedó a Colombia una inmensa extensión marítima reconocida como suya repleta de corales, peces y langostas sobre la cual ojalá por primera vez ejerciera una verdadera soberanía tanto en lo económico como en lo ambiental. A estos mares del Archipiélago de San Andrés se suman otras mas grandes extensiones en el Caribe y en el Océano Pacífico. A lo mejor lo sucedido en La Haya sirva para que los colombianos por fin se percaten que tanto sus costas como sus mares merecen una atención mucho mayor de la que hasta ahora han recibido.