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Los ticos no son críticos sobre el papel del Estado en su país. Eso los ha llevado a que no tengan alternativas interesantes e imaginativas para solucionar la actual crisis fiscal.
 
El déficit del gobierno central pasó de 3,9% del PIB en 2009 a 5,3% del PIB en 2010. Es uno de los más altos de América Latina. De hecho, en 2010 en la mayoría de los países de la región disminuyó el déficit fiscal en relación con el año anterior. De mantenerse o aumentarse este déficit, se corre el peligro de un crecimiento explosivo de la deuda pública.

El diario La Nación editorializa (enero 23 de 2010) que “a partir de la década de los 80 con el nuevo modelo exportador-financiero implantado en el país, se ha ido desmantelando y debilitando el Estado y desvirtuando su papel desarrollista para convertirse en un entuerto legal y burocrático que ni es desarrollista ni es eficiente en su manejo administrativo, ni es facilitador para el desarrollo del sector privado.”

Lo primero que habría que preguntarse es si antes de los años 80 el Estado en Costa Rica era eficiente, desarrollista y poco burocrático. Todos los indicios apuntan a que no lo era. El modelo cerrado e intervencionista de antes de los 80 desembocó en la profunda crisis económica de inicios de esa década.

El Estado costarricense siempre ha sido un entuerto legal y muchas veces, un obstáculo al desarrollo. Nunca ha existido una “edad de oro” de intervención estatal en Costa Rica (se trata de un cuento de viejos ideólogos para descrestar a jóvenes ingenuos).

Una de las características de Costa Rica en las últimas décadas es la falta de acción en relación con la modernización de las estructuras administrativas de su sector público. Los distintos gobernantes han pasado sin pena ni gloria en este campo. No así en el caso del turismo durante Rafael Ángel Calderón y del sector de la alta tecnología durante José María Figueres.  

La seguridad social, las telecomunicaciones, la energía eléctrica, el manejo de las aguas y las basuras, la inversión en infraestructura vial, la administración de los puertos, y otros aspectos claves para el bienestar de la población y la competitividad de la economía, no han sido objeto de esfuerzos coherentes de mejora administrativa y de capitalización.

La cruda verdad es que debido al poder de los sindicatos que controlan al sector público, Costa Rica se ha quedado a la saga en la modernización de sectores vitales para su desarrollo y donde el Estado debe, de todas maneras, desempeñar un papel importante. Los costos de funcionamiento en estas actividades han crecido mucho más allá de lo razonable y son actualmente una pesada carga para las finanzas públicas.

El diario La Nación sostiene que el problema del alto déficit fiscal del país refleja una pugna entre el sector privado y el público. En realidad, no debería ser así. Es posible, y se ha hecho en muchos países, unir capitales públicos y privados, esfuerzos administrativos públicos y privados, para lograr el objetivo de prestar mejores y más baratos servicios. No hay esquemas únicos de participación privada: las alternativas a este respecto son casi infinitas.

Puede haber empresas con mayoría de capital público, pero administradas por el sector privado. Puede haber empresas públicas compitiendo al lado de empresas privadas. O puede haber concesiones privadas vigiladas o reguladas por el gobierno. El punto es que la participación de esfuerzo privado en áreas hoy en día totalmente manejadas por el gobierno depende de la naturaleza de cada sector y de su trayectoria institucional. Cada iniciativa de cambio debe evaluarse por sus propios méritos, pero para tal efecto hay que disponer de iniciativas. El problema es que en Costa Rica nadie presenta iniciativas concretas sobre este particular.

En general, una mayor participación privada en servicios públicos “libera” recursos para atender otras necesidades de gasto público (y para reducir el déficit fiscal), por ejemplo a través de la venta de licencias, concesiones y la disminución de pérdidas que trae consigo una mayor eficiencia administrativa. Actualmente el gobierno central de Costa Rica se desangra pagando por las pérdidas de entidades y empresas públicas súper burocratizadas, cuyos subsidios no distinguen entre ricos y pobres.  

El editorialista del diario La Nación se da golpes en el pecho y habla de la necesidad de “una reforma profunda del Estado costarricense” y de una mayor “coordinación e integración de las políticas sectoriales”, así como de “aumentar la eficiencia en la ejecución del gasto.”

Estos planteamientos generales son saludos a la bandera, nada más. Con ellos el editorialista queda con su conciencia tranquila, pero pocas luces aporta sobre las reformas específicas que se necesitan en distintas áreas de la actividad pública. No habla de la intransigente oposición sindical a esas reformas. Tampoco de la oposición de las altas cortes, incluida la Sala Cuarta, a cualquier cambio en la estructura del sector público.  

Con su poca claridad en lo específico, el editorialista de La Nación no toma partido y le da gusto incluso a quienes creen que todo se mejorará con una exhortación a los verdaderos dueños del gobierno, que no son otros que los poderosos sindicatos públicos y una clase política que se siente cómoda con una inercia que amenaza con volverse insostenible.

Cobrar más impuestos como lo propone el actual gobierno de Laura Chinchilla, sin modificaciones en la rígida estructura actual del gasto público, no parecería una solución de fondo a los problemas fiscales del país. Simplemente sería darle más a los mismos para que sigan en las mismas.