Jorge Ospina Sardi
Sexto Gran Ensayo Libertario en el que se debate acerca de la naturaleza de las democracias modernas, las relaciones entre comunidades e individuos, la defensa del derecho de privacidad, las mejoras al sistema de tributación y los principios tutelares que deberían aplicarse en el diseño de los gobiernos.
TALÓN DE AQUILES DE LAS DEMOCRACIAS MODERNAS
No se ha encontrado la fórmula para controlar los apetitos desmedidos de los gobernantes a la hora de repartir prebendas y beneficios a la población.
Hoy en día se mira mal a quien se atreva a cuestionar la bondad de los sistemas de democráticos de gobierno. Se nos quedó en la mente aquella famosa frase de Winston Churchill de que la democracia era el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás. Esa frase ha llevado a una complacencia sobre la democracia, que para nada se justifica puesto que son muchas las falencias de este sistema de gobierno. El hecho de que dichas falencias no sean tan graves como las que se presentan en otros sistemas, no significa que no debamos abordarlas e intentar corregirlas.
A raíz de la evolución económica reciente de los países donde mas se han perfeccionado los sistemas democráticos de gobierno, esto es en Estados Unidos y Europa Occidental, se ha puesto de manifiesto una inherente debilidad en los procesos de toma de decisiones de sus gobiernos. Esta debilidad no es otra que la incapacidad que distingue a sus líderes políticos para ajustar sus ofrecimientos a los recursos disponibles.
Está en la naturaleza de los políticos siempre ofrecer mas de lo que pueden dar. El cielo y la tierra se quedan cortos en esos ofrecimientos. En el sistema democrático, a diferencia de otros sistemas menos abiertos, la competencia por el poder político, la disputa para conseguir el apoyo de los electores, es permanente y frenética. La dureza de esa competencia obliga a los políticos a comprometerse con toda clase de proyectos y favores a sus electores. Desde este momento empieza un gran déficit entre los compromisos y los medios para atenderlos.
Cuando los políticos son elegidos lo primero que encuentran es que no hay como satisfacer las promesas de campaña. Pero lo segundo es que ni siquiera hay para atender los proyectos empezados por sus antecesores. Lo tercero, y que llena la copa, es que los gobiernos están regidos por pesadas e ineficientes burocracias protegidas por rígidos fueros sindicales, donde la mística de trabajo brilla por su ausencia, y cuyos funcionarios son leales a políticos rivales que los nombraron cuando por ahí pasaron.
Entonces, vuelve y se repite un ritual que se ha vuelto una acendrada costumbre en todo sistema democrático, hasta en los mas perfeccionados. Al igual que magos que sacan conejos y palomas de un cubilete, los políticos que llegan al gobierno se dedican a extraer recursos de donde no existen para cumplir con sus promesas y para contratar los servicios de sus mas fieles seguidores. Pero, ¿dónde están los recursos si ni siquiera alcanzan para cubrir los compromisos previamente adquiridos?
Para vencer este obstáculo de la escasez de recursos que se interpone entre políticos dadivosos y electorados pedigüeños se acude a toda clase de artilugios monetarios y financieros que permiten elevar las deudas, inflar el balón por así decirlo, hasta niveles insospechados. Se vulneran así los límites de lo que los políticos tienen para gastar. Los electores empiezan a creerse el cuento que poseen el derecho a recibir mucho mas de los que son los frutos de su trabajo y de su ahorro. Se distorsiona y corrompe, entonces, la percepción acerca de lo que constituyen las posibilidades y alcances de un gobierno bien entendido.
Pero gracias a la magia monetaria y financiera el carrusel gira y gira mientras el hechizo dura. Hasta que aparece el espectro de Troya. El andamiaje artificial se desploma ante el peso de la deuda y la población queda colgada de la brocha.
A punta de promesas para conquistar electores, no solamente se adquieren excesivos compromisos de gasto en el presente sino que se giran cheques en blanco para ser cobrados en el futuro. Todo ello apoyándose en sistemas monetarios y financieros que crean dinero y créditos sin respaldo alguno. En último término, un edificio sin bases económicas duraderas que como fue construido bajo el manto de un régimen democrático no puede ser objeto ni siquiera de cuestionamiento. Después de todo, la voz del pueblo es ni mas ni menos la voz de Dios.
Nada mas difícil en estas épocas que hacerle ver a la gente que el sistema democrático de gobierno no solo no produce milagros económicos, sino que como todo invento humano, contiene la semillas de su propia perdición. Los problemas recientes ocasionados por los insólitos niveles de deuda (mas de tres veces el PIB) que se han alcanzado en Estados Unidos y Europa ilustra este punto. Con decisiones “democráticas” estos países han hipotecado el presente y se han feriado el futuro. Ni la supuesta independencia de sus bancos centrales, ni una institucionalidad mas perfeccionada que la de otros países, han detenido un frenesí de beneficios y prebendas que compiten por recursos que son claramente insuficientes.
El proceso de recoger la pita, de recortar beneficios y prebendas para las cuales no hay financiación, ha sido y será muy traumático. Sus consecuencias políticas son impredecibles por cuanto en estos ambientes tienden a prosperar grupos de extrema favorecidos por el desespero que produce entre la población unos abruptos y significativos retrocesos en sus niveles de vida.
Decidir “democráticamente” sobre el uso de recursos que no existen no es propiamente un juego de niños sin consecuencias complejas y graves, tal como apenas lo están descubriendo países con instituciones políticas maduras como en el caso de Estados Unidos y Europa.
Quizás la lección mas importante de todo esto es que los sistemas democráticos de gobierno necesitan de la imposición de unos límites muy concretos sobre la cantidad de recursos a la que pueden acceder gobernantes y electores. Dado que en una democracia políticos y electores son patéticamente irresponsables cuando se trata de decidir sobre el número de panes para repartir, algún tipo de instancia supra institucional tendría que ser la encargada de establecer, con la frialdad de un gran rigor técnico, cuál sería esa cantidad en cada momento.
En este orden de ideas, la decisión sobre cómo obtener los recursos (incluido obviamente todo lo relacionado con la tributación), así como la decisión sobre cómo distribuirlos, sería una sometida a los canales democráticos. Mas no así la decisión sobre el total de recursos disponibles. Esta se subordinaría a consideraciones como las relacionadas con el nivel de riqueza de cada país, con estimativos serios sobre el endeudamiento que una economía puede absorber, y con unas mediciones muy precisas sobre el valor de los compromisos ya adquiridos y los recortes que habría que hacer para darle campo a los nuevos compromisos.
¿Una utopía? Seguramente porque una de las grandes debilidades de todo sistema democrático es su incapacidad para auto imponerse límites. Al final de cuentas, si “democráticamente” se decide acabar con estos estorbosos límites, ¿qué instancia institucional podría atravesarse para mantenerlos?
COMUNIDADES, INDIVIDUOS, EGOÍSMO Y PATERNALISMO
Las comunidades se deben a los individuos y no al revés. Deben ser facilitadoras para el logro de los objetivos de vida de ellos y el de sus familias. De lo que se trata es del desmonte de esquemas paternalistas de gobierno.
Herencia de una prolongada trayectoria tribal
Ha sido una distorsión, que proviene de la prolongada trayectoria tribal de los seres humanos, considerar que los gobiernos son "el todo" y los individuos sus dóciles componentes. Se le atribuye a Aristóteles, entre otros, la idea de que la organización comunitaria representada en el gobierno antecede en importancia y autoridad a la de los individuos (y sus familias), y que los intereses de estos últimos deben subordinarse a los intereses del todo.
De ahí ha surgido esa simplona analogía con el cuerpo humano: que lo primero es la salud del cuerpo como un todo y que sus componentes (brazos, piernas y demás) dependen por entero y están supeditados a los intereses de ese todo. Al igual que con el cuerpo humano, quienes dirigen las comunidades, o sea sus cabezas, deben ser investidos con toda clase de poderes discrecionales sobre diferentes aspectos de las vidas de los miembros so pretexto de que la salud “del todo” requiere del sometimiento de las partes.
Es decir, que “el todo”, o sea la comunidad (o lo que ella signifique), ha de tener una clara ascendencia sobre lo que en su ámbito territorial reside, sin importar incluso que tan idóneos y rectos sean sus administradores. Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta argumentación desemboca en propuestas que favorecen una subordinación de los individuos similar a la que siempre existió en las organizaciones tribales o a la que es la propia de cuarteles, sectas religiosas u otras organizaciones cerradas y compactas.
Lo que interesa es la salud de las partes y no la “del todo”
El primer problema con este enfoque tiene que ver con el hecho de que lo que realmente importa en una comunidad son los intereses de las partes, es decir de los individuos que la conforman, y no los de “un todo” que al final de cuentas no tiene identidad propia. Puesto en otras palabras, la razón de ser de toda comunidad es la de propiciar un entorno para que individuos (y sus familias) puedan desarrollar sus actividades en forma mas ventajosa que por fuera de ella.
En este caso se trata de una situación en la que “el todo” se le debe a sus componentes y no al revés. Y si eso es así y si se parte del principio según el cual individuos (y familias) son los mejores conocedores de sus intereses y que están en su pleno derecho de promoverlos siempre y cuando lo hagan respetando unas reglas de conducta general, entonces, se llega a la conclusión de que la comunidad como tal es el resultado de la actuación autónoma de sus componentes y que quienes la dirigen no tienen la prerrogativa de moldear las partes a su antojo.
Es decir, la analogía del cuerpo humano u otras analogías “orgánicas” similares, confunden antes que esclarecen. Porque si fueran esclarecedoras harían referencia a un cuerpo u organismo donde las partes actúan autónomamente regidas por sus propios cerebros. La conducta autónoma de cada una de las partes, la libertad en sus actuaciones, invalida la proposición de que se trata de una especie de “cuerpo humano” cuyo fundamento es la presencia de un solo cerebro que todo lo controla y al cual todo lo demás se supedita.
Las comunidades son medios y no fines en sí mismas
Los nostálgicos de las épocas tribales, incluidos los socialistas del Siglo XXI, argumentarán que es lo de menos que cada una de las partes tenga vida propia, que lo importante es utilizar diferentes mecanismos para encausar sus conductas por caminos predeterminados y así alcanzar un ideal de “felicidad” comunitaria. Aparte de que estos mecanismos son necesariamente coercitivos y de que la interpretación de “felicidad” impuesta por los gobernantes es un concepto altamente arbitrario, esta pretensión supone que los individuos deben ajustar su conducta a fines que no son los propios.
Sin embargo, la pertenencia a una determinada comunidad no es un fin en sí mismo. La vida allí es apenas un medio para que individuos se involucren en la búsqueda de fines y objetivos que de otra manera no estarían a su alcance. La única condición debería ser la de que su conducta se ajuste a unas mínimas reglas generales, entre las cuales están las universalmente reconocidas normas básicas de los códigos civiles y penales.
Si en una comunidad los individuos no pueden satisfacer mínimamente sus aspiraciones, si allí no reciben el tratamiento que creen merecer, si son obligados a regirse por objetivos extraños a sus intereses, están en su pleno derecho de buscar suerte en otro lado. De irse a otras comunidades que ofrecen mejores condiciones y alternativas de vida.
Los individuos difieren en sus objetivos y en las formas y esfuerzos para alcanzarlos. Estas diversidades profundizan la división del trabajo e impulsan el progreso de las comunidades. La vida comunitaria es la resultante de innumerables y distintos esfuerzos de los individuos, de sus familias y de las múltiples organizaciones que ellos crean y administran. Lo originario en toda comunidad son estos esfuerzos y búsquedas. El resultado, que constituye lo que usualmente entendemos por “comunidad”, será por siempre variable e impredecible. Y es válido si a él se llega en medio de un marco respetuoso de las libertades individuales y sin violaciones mayores a las normas básicas de los códigos.
La gran tentación de formas paternalistas de gobierno
No es función de los gobernantes promover, a como de lugar, sus objetivos personales o imponer por la fuerza unos resultados finales. Su función es instrumental: es la de servir de facilitadores para que los individuos puedan libremente y de la mejor manera desarrollar actividades legítimas. No es su función garantizar que los resultados sean diferentes a los que terminan siendo, aunque si pueden participar en la provisión ex post de servicios subsidiados a quienes por una u otra razón enfrentan circunstancias especialmente adversas, si es que cuentan con los recursos y el apoyo para hacerlo.
El avance de la civilización ha coincidido con una creciente responsabilidad de los individuos en la determinación de su propio destino. Ello ha ido en contra de formas paternalistas de gobierno como en el caso de sistemas tribales o de sistemas modernos mas sofisticados de corte totalitario o de un socialismo asfixiante. Especialmente en los últimos dos siglos, a pesar de retrocesos ocasionales y transitorios, la esfera de la iniciativa individual se ha ampliado sustancialmente, lo que ha traído consigo un crecimiento económico y un avance cultural de las grandes mayorías como nunca antes se había visto en la historia conocida de la humanidad.
La decadencia de sistemas autoritarios de gobierno es un logro de la civilización actual. Sin embargo, es un logro permanentemente amenazado por las pretensiones de control de grupos adictos al poder político, cuya motivación es convertirse en líderes paternalistas que determinan a su capricho la suerte y el avance de las comunidades que gobiernan.
Mientras que en el caso de poderes económicos se compite solamente por ganar compradores y clientes con ofertas en precios y calidades de unos productos o servicios, en el caso de los poderes políticos no hay límites en especificaciones y alcances. En este último caso la gran tentación es la de aplicar la fuerza para eliminar la competencia, para someter voluntades a punta de intimidaciones, o para expoliar a unos y con esos recursos comprar, con toda clase de dádivas, las mentes y corazones de otros.
La gran tentación es la de conformar gobiernos paternalistas que se envuelven en el manto de unos inexistentes intereses generales o comunales (que algunos llaman el bien común y otros la justicia social). Gobiernos que ven con hostilidad las libertades individuales porque menoscaban sus pretensiones de control. Gobiernos que propagan la idea de que la actividad de los individuos debe supeditarse a las directrices que promulgan porque esa es la única forma de alcanzar unos supuestamente "superiores" pero, a la hora de la verdad, indeterminados objetivos comunales.
El legítimo egoísmo de los individuos frente a sus comunidades
Es así como políticos, y sus acólitos en la academia y en los medios de comunicación, difunden sin cuestionamiento alguno la idea de que las comunidades (o las “sociedades” o los “estados”) son como seres vivientes pensantes, con personalidad e identidad, cuando en realidad no son mas que una ficción imaginada por quienes se auto proclaman como sus voceros y representantes.
Las comunidades no tienen existencia propia. No “piensan” de tal o cual manera. No “actúan” de tal o cual forma. No son sujetas a derechos y deberes porque no son “organismos” con voluntad y libre albedrío. Las comunidades son apenas el resultado aleatorio de las actuaciones de los individuos que la conforman.
Si esas actuaciones son esforzadas y respetuosas de los derechos ajenos lo mas probable es que la comunidad prospere y sea una en la que deseen residir un número creciente de individuos. Pero no es la comunidad la que es “buena” en si misma sino que lo son los individuos de carne y hueso que la conforman.
Así también, no existen comunidades “malas” en si mismas, sino que lo son porque están compuestas por individuos de conducta indolente y tramposa, por ejemplo. Son ellos, los indolentes y tramposos, sobre quienes recaen las responsabilidades, y no sobre la comunidad a la que pertenecen.
De manera que los individuos no le deben obediencia o sometimiento a las comunidades, mas allá de lo que estén dispuestos a hacerlo voluntariamente y que dependerá de los beneficios que reciben por vivir en ellas. Este en realidad siempre será un cálculo de carácter egoísta en el sentido de que es el interés propio el que prima. No hay nada malo al respecto a pesar de las frecuentes e hipócritas rasgaduras de vestiduras de quienes se erigen como dueños de la moral pública.
Se trata de un cálculo utilitarista que es a la vez un mecanismo de supervivencia de los individuos (y por lo tanto de la especie) y que contribuye a que las comunidades se organicen mejor en la promoción de los intereses de sus miembros, lo que constituye su primigenia razón de ser.
La transición hacia gobiernos menos paternalistas
Es por todo lo anterior que hay rechazar abiertamente el argumento de que son los intereses de las comunidades los predominantes y que hay que rodear y empadronar a sus intérpretes como si fueran unas especies de páter familias que todo lo saben y conocen. Caer en ese paternalismo es devolverse a esquemas de gobierno donde se imponen los peores abusos y arbitrariedades contra individuos y sus familias.
Es mas, el grado de libertad, de auto gestión y en últimas, de madurez de una civilización, está en relación inversa al nivel de paternalismo reinante en ella.
Las comunidades mas compactas y cerradas, donde el interés individual poco o nada cuenta, son las tribales. Luego vienen aquellas donde el poder despótico de sus jefes o reyes se diluye básicamente por efectos del comercio y el intercambio con otras tribus, y por el surgimiento de fuentes de riqueza alternativas no vinculadas a distintas formas de expoliación y pillaje. Posteriormente están aquellas donde se le imponen límites al poder de los gobernantes y donde es creciente la esfera de las libertades individuales de todo tipo.
Y por último, habría que mencionar a las comunidades bajo la égida de lo que hemos llamado “gobierno ideal”. Uno en el cual la esfera del poder político queda circunscrita a la administración de la justicia, de la policía, y de la defensa frente a enemigos externos; a la provisión de un mínimo de servicios de salud y educación básicamente; a la protección de quienes se encuentran en situación altamente vulnerable; y a la labor legislativa de evaluación y afinamiento de las reglas generales de conducta que han de encausar la conducta de sus miembros.
Este gobierno solo es alcanzable en comunidades abiertas y extendidas, y cuando se rechazan frontalmente esquemas paternalistas que cohiben y restringen las libertades individuales con el pretexto de promover los intereses “del todo”, pero que no son mas que arreglos institucionales que permiten la usurpación y malversación de poderes por parte de algunos en detrimento de los intereses de los demás miembros.
LA FICCIÓN DE LA ECONOMÍA NACIONAL Y SUS FUNESTAS IMPLICACIONES
Muchos son los que creen que la economía de un país es un ente con vida propia. La asemejan a la economía de un individuo o de una organización. Nada mas equivocado y conducente a tremendos errores de apreciación.
La llamada “economía nacional” no es susceptible de ser enmarcada y plasmada en un retrato o en un balance contable. El hecho que puedan medirse algunos resultados de las actividades que tienen lugar en un territorio, no significa que con esa medición le damos vida a un organismo con identidad propia. Lo que se obtiene con esas mediciones, como por ejemplo con los estimativos de las cuentas nacionales u otras estadísticas como las relacionadas con el empleo, no es lo mismo que lo que se aprecia cuando se examina un organismo vivo cualquiera, o cuando se describe la situación de una economía individual o singular.
Diferencias entre la economía nacional y las economías individuales
La primera y mas fundamental diferencia es que en el caso de la economía nacional las partes (individuos y organizaciones) no están indisolublemente unidos a un todo. Son autónomos. No actúan en función del todo sino básicamente en función de sus propios intereses. Puede que pretendan en ocasiones actuar en beneficio de un todo imaginado, pero se trata de un todo inexistente en el que está de por medio el comportamiento impredecible, desconocido y autónomo de las demás economías individuales o singulares que allí intervienen.
Y se llega así a otra fundamental diferencia. El todo representado por un concepto abstracto llamado “economía nacional” no es propiamente un ente real. En otras palabras, la suma de las actividades autónomas y libres de las economías individuales o singulares que allí residen, y sus relaciones con economías individuales o singulares que residen en otros ámbitos territoriales, no conforman un todo con vida propia. No es un todo que pueda ser considerado y tratado como sujeto económico.
Los resultados de las actividades de las economías individuales o singulares son pincelazos escurridizos acerca de una realidad que nunca podrá retratarse porque no existe como tal. Esos resultados son ante todo relevantes por sus consecuencias para los mas directamente involucrados, pero se salen de su contexto cuando se los pretende incorporar a un todo que no es un sujeto económico.
Y finalmente, hay que hacer mención a una tercera radical diferencia. En una economía individual o singular de lo que se trata es que sus partes y componentes actúen armónicamente para la consecución de unos objetivos específicos. En la economía nacional no existe ni es deseable esa armonía.
El crecimiento y la actuación de cada una de las economías individuales o singulares depende de unos objetivos concretos que están relacionados con su condición de sujetos económicos. En algunos casos sus intereses las lleva a aliarse con otras economías individuales o singulares, pero en otros casos a competir abiertamente entre sí en la satisfacción de necesidades insatisfechas. Existe la emulación entre ellas, así como enfrentamientos para el logro de un posicionamiento estratégico y para el aprovechamiento de ventajas que les permita realzar su situación.
Algunas economías individuales o singulares están en condiciones de crecer mas aceleradamente que otras, y eso es una situación deseable pues facilita identificar y propagar procedimientos productivos exitosos, a la vez que permite la creación de excedentes que pueden redistribuirse para mejorar las condiciones de vida o de trabajo de otras economías singulares o individuales.
En una economía individual o singular el desempeño de cada una de las partes depende de las órdenes impartidas por un cerebro o desde una dirección ejecutiva. En la economía nacional este tipo de coordinación y sometimiento a unas directrices únicas es imposible, ni siquiera dentro del mas totalitario de los sistemas de gobierno.
Los intentos para manipular y supeditar a un imaginario holístico los esfuerzos de las economías individuales o singulares tienen un impacto funesto sobre el progreso económico del territorio donde residen. Implican, por lo general, igualar por lo bajo, anular las diversidades en talentos y dones, y frenar las oportunidades de ahondar en la división del trabajo.
Dicho en otras palabras, la economía nacional, al no ser sujeto económico, no se puede manipular de la manera como lo pretenden los economistas y gobernantes actuales. Las economías individuales o singulares si son, por el contrario, sujetos económicos y actúan como tales. En cambio, la economía nacional no es una unidad actuante, con voluntad y objetivos propios.
Uso y abuso de la ficción de la economía nacional por parte de los gobiernos
Carl Menger, el fundador de la Escuela Austríaca de economía, fue de los primeros en criticar la idea según la cual de la yuxtaposición de economías individuales o singulares surge una economía nacional (en Problems of Economics and Sociology, University of Illinois Press, 1963). Sostiene que la relación entre las economías individuales o singulares con la economía nacional es la misma que la relación de una cadena con sus eslabones: la cadena se presenta como una unidad consistente en la unión de varios eslabones, pero sin que llegue a ser ella misma un eslabón.
El análisis de Menger va mas allá en relación con el error que lleva a los economistas a mirar a la economía nacional como si se tratara de una gran economía individual y no como debería ser, como un complejo conformado por innumerables economías individuales o singulares. Menciona el caso de una serie de individuos que en determinado momento pasan de satisfacer sus necesidades en forma aislada a satisfacerlas mediante el intercambio de bienes y servicios con otros individuos (por la sencilla razón de que eso es lo que mas les conviene). Sin embargo, ese evento no significa el paso de unas economías aisladas a una gran economía común, o a una gran economía que se superpone a las economías individuales o singulares.
Lo único que aconteció en este caso fue que las economías individuales o singulares previamente aisladas experimentaron una reorganización para permitir el intercambio con otras economías individuales o singulares, pero sin perder su carácter de tales.
Solamente si a las economías individuales o singulares se les despoja de su naturaleza de sujetos económicos, solamente si sus actuaciones se subordinan a objetivos y mandatos que no son los suyos, entonces, solo en esa circunstancia, se podría afirmar que ellas se desvirtuaron. ¿Para convertirse en qué? En instrumentos de unos objetivos y mandatos ajenos a su naturaleza que se disfrazan con el manto del “interés de la economía nacional”, pero que al final de cuentas solo buscan el engrandecimiento del poder de quienes se han auto nombrado sus personeros, y que no son otros que los gobernantes de turno.
La influencia de los gobiernos en las economías individuales o singulares, sean ellas buenas o sean malas, no cambian para nada lo que hasta aquí se ha dicho. Según Menger, el hecho de que exista un gobierno con poder para redistribuir costos y beneficios no lo convierte en una supra economía que encarna a un todo unitario. Su presencia no tiene porque traducirse en la pérdida de identidad de las diferentes economías individuales o singulares o su conversión en piezas constitutivas de un engranaje llamado “economía nacional”.
Por supuesto que el aparato administrativo de los gobiernos podría considerarse como una mas de las tantas economías individuales o singulares de un determinado territorio. En la medida que su tamaño sea grande el impacto de sus actuaciones lo será también. Pero esto es lo máximo que puede afirmarse.
Por ejemplo, si un gobierno está financieramente quebrado (lo que es el estado natural de la gran mayoría de ellos), de ahí no se puede concluir, en estricto sentido, que el territorio donde actúa está quebrado, o que la “economía nacional” está quebrada. La única conclusión válida es la de que una de las economías individuales o singulares de ese territorio está financieramente quebrada, así se trate de una relativamente importante.
Si su quiebra es de grandes proporciones, y si su tamaño es significativo, entonces tendrá un impacto negativo de consideración sobre las otras economía individuales o singulares. Pero las habrá que de todas maneras prosperarán en medio de semejante situación. Como la economía nacional no existe como sujeto económico, nadie puede concluir que la suerte de la agencia del gobierno (o de cualquier otra economía individual o singular) es la misma que la de esa ficción llamada “economía nacional” y que por lo tanto, todas las otras economías individuales o singulares deben obligadamente sacrificarse para rescatarla de su crisis.
Burdas simplificaciones de realidades complejas
La ficción de la economía nacional tiene la particularidad de hacer supuestamente fácil el entendimiento de fenómenos sociales que son en su esencia muy complejos. Alguien diría que con esta ficción los ignorantes se convierten en sabios, sin necesidad alguna de profundizar en el tema bajo discusión.
El orden económico como tal (o para tal efecto, el orden social en una acepción mas amplia), es el resultado de la actuaciones autónomas de una infinidad de economías individuales y singulares. El resultado final de esas actuaciones es en realidad impredecible. Nunca estaremos en capacidad de comprenderlo enteramente ni de orientarlo de acuerdo con una voluntad o un pensamiento único.
Es un orden espontáneo y complejo que surge de la interacción de los esfuerzos y relaciones entre sí de las economías individuales o singulares, conectadas por el comercio o por otro tipo de intercambios. Pensar que el resultado de todo ello es similar al de una economía individual o singular y buscar de esta manera hacerlo entendible a mentes no discriminatorias, para lo único que se presta es para equívocos, como el de creer que se trata de un orden manipulable y moldeable a gusto de oportunistas con poder político.
Pero además todo este enfoque lleva al planteamiento de que existen unas leyes que determinan el comportamiento de la economía nacional, cuando de hecho lo único científicamente válido y comprobable son las regularidades que se encuentran en los comportamientos de las economías individuales o singulares tanto en sus esfuerzos productivos como en sus consumos. Y cómo a partir de estas regularidades se pueden extraer algunas conclusiones apenas muy generales sobre los eventuales resultados finales de tales comportamientos.
Este último enfoque científico lleva a concluir que los gobiernos deberían ante todo concentrarse en crear condiciones favorables para el buen desempeño de las economías individuales o singulares, por ejemplo en términos de reglas de juego que protejan la propiedad privada y los frutos del éxito económico, de la implantación de un sistema adecuado y eficiente de justicia, del establecimientos de unos estándares mínimos de seguridad, y de la transferencia eficiente de fondos para financiar la satisfacción de unas necesidades básicas consideradas como prioritarias.
De este enfoque se concluye que es fundamental el estímulo al esfuerzo productivo de las economía individuales o singulares, evitando las tributaciones excesivas y protegiendo debidamente el derecho a la privacidad.
Con la adopción de este enfoque se descarta esa ingenua pretensión racionalista de sacar del cubilete leyes generales en relación con el comportamiento de una inexistente economía nacional, y de hacer y deshacer como locos de barrio con la disculpa de la búsqueda de unos resultados finales que solo son obtenibles en la imaginación de quienes los propugnan.
DERECHO DE PRIVACIDAD, IMPUESTOS, LAVADO DE DINERO Y TERRORISMO
Es una inadmisible violación del derecho a la privacidad la información que extraen los gobiernos por razones de cobro de impuestos, de control al lavado de dinero y de protección contra el terrorismo.
Son diversas las excusas que han utilizado los gobiernos para meter sus narices donde no les corresponde. Pero entre las que se destacan están la recopilación de información para garantizar el cumplimiento de las normas tributarias, y el control a delitos como los de lavado de dinero y actos terroristas de todo tipo. Empecemos por la primera.
Entre mas impuestos mayor es el fisgoneo por parte de los gobiernos
Hoy en día los individuos y sus empresas están sujetos a toda clase de impuestos. Los de renta, los de patrimonio, los de ventas, los de aduanas, los prediales, para solo citar algunos de los principales en la mayoría de los países. Es una cascada tributaria de apocalípticas proporciones, que ha aumentado con el paso del tiempo, y que demanda una detallada información sobre las cuentas y las transacciones de quienes los pagan.
Con el avance de la tecnología de la información se le ha facilitado a los gobiernos la recopilación de los movimientos financieros de sus contribuyentes (o expoliados). Y es así como se han constituido unas burocracias gigantescas encargadas de chequear las inconsistencias de sus declaraciones de impuestos. Los gobiernos han forzado a los sectores financieros a proporcionar el detalle de todas las operaciones monetarias que realizan sus usuarios.
¿Cuál es el propósito de obtener toda esta información y qué se hace con ella? Lo primero, es asegurar que se pague hasta el último centavo de los impuestos. Pero lo segundo es disponer de unas inmensas bases de datos sobre personas y empresas que pueden ser utilizadas para toda clase de fines que con frecuencia van mas allá del recaudo tributario.
Lo que está en juego es el derecho a la privacidad
La pregunta que surge es si los gobiernos por razones estrictamente tributarias deben tener acceso a tan exhaustiva información. Después de todo, el derecho a la privacidad no es propiamente uno que los desvele. Ni siquiera es reconocido en muchas legislaciones, aunque es uno que se menciona en la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Roger Scruton (en Dictionary of Political Thought, Palgrave Macmillan, 2007) trae a colación la definición que en 1967 proporcionó la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Presidencia de Estados Unidos: “El derecho a la privacidad es el derecho que tiene el individuo a decidir acerca de cuánto de sus pensamientos, sentimientos y hechos de su vida personal compartirá con el resto de la gente”. Para Scruton esta definición, aunque es muy general, es difícil reemplazarla por una mas precisa.
Pues bien, lo que aquí se plantea es que el derecho a la privacidad es uno que adquiere especial relevancia en estas épocas dado el avance de la tecnología de la información. Sin este derecho, los individuos corren el riesgo de perder el control de sus vidas. O puesto en otras palabras, con la violación de este derecho personas extrañas quedan en capacidad de asumir el control de aspectos sustantivos de esas vidas.
Sin el derecho a la privacidad los individuos pierden la coraza que impide que extraños y hostiles conozcan acerca de sus flaquezas. Sin su existencia se dificulta la defensa y promoción de sus intereses y la protección de sus integridades físicas y mentales.
Nada justifica, ni siquiera el cobro de impuestos, el registro en bases de datos de la información sobre cuánto y en qué gana una persona y sobre cuánto y en qué gasta. Eso hace parte de su fuero mas íntimo. Y siempre y cuando no sea un delincuente o criminal, la exposición ante extraños de esa intimidad conlleva una vulnerabilidad y desventaja que no es el resultado de su accionar o de su voluntad, sino del “robo” o de la extracción contra su voluntad de información que solo a él le pertenece.
Se trata, entonces, de una pérdida que es significativa a pesar de su intangibilidad, mas aun en tiempos en los que la información es un insumo de crucial importancia en las actividades de individuos y organizaciones. Es como despojarlos de una parte de sí mismos, de unos activos que son un componente integral de sus identidades ya sea como personas naturales o como personas jurídicas.
En la literatura universal está suficientemente ilustrada la indignación que ocasiona la lectura de la correspondencia ajena, como un acto que aunque no da lugar a cárcel constituye un rompimiento imperdonable de la confianza que se ha depositado en alguien no autorizado a acceder a las intimidades consignadas en dicha correspondencia. Esto en el caso de un acto ocasional o fortuito. Qué decir, entonces, del caso de los gobiernos y de la información que comprehensiva y sistemáticamente extraen a la fuerza relacionada con las actividades de sus contribuyentes (o expoliados).
Un sistema de tributación amigable con el derecho a la privacidad
Un gobierno ideal, o sea uno relativamente respetuoso de la intimidad de sus contribuyentes (o expoliados), uno para el cual fuera importante el derecho a la privacidad de sus gobernados, implementaría un régimen tributario que minimizara los requerimientos de información.
Este régimen se basaría en un impuesto generalizado a las transacciones, con la aplicación de una tarifa única. Los encargados de las retenciones del tributo serían las personas jurídicas en el momento de la venta de sus productos y ellas mismas en el momento de la compra de bienes y servicios a las personas naturales, así como cuando pagan dividendos a personas jurídicas y naturales. Con este tributo lo único que interesa es el monto total de las transacciones y no quienes las ocasionaron o cómo se originaron.
En el caso de las transacciones que se efectúan entre personas naturales, solo pagarían el impuesto aquellas que requieran confirmación notarial o el registro de la posesión.
Para la vigilancia del cumplimiento de las normas tributarias solo se necesitaría el cruce de las ventas totales de las personas jurídicas, de sus compras totales a personas naturales y de sus pagos totales de dividendos, con el monto de lo retenido y transferido al fisco mensualmente.
Con este régimen impositivo el gobierno central no tendría por qué inmiscuirse en quién gasta y cómo gasta. Y en el caso de los responsables de las retenciones, tampoco se tendría que indagar sobre cuáles son sus utilidades o sus resultados netos. Nadie tendría que presentarle al fisco en cada período contable un balance detallado de sus ingresos y de sus gastos y un estimativo de su patrimonio. Eso solo sería de la incumbencia de los directamente interesados.
Los empresarios sabrían a qué atenerse. La discusión pública se centraría sobre el porcentaje de la tarifa única. No habría lugar a interminables debates sobre la diferenciación de las tarifas aplicables a distintos ingresos y actividades, o sobre lo permitido en términos de reconocimiento de costos, deducciones y exenciones.
Por su coherencia con el derecho a la privacidad, su transparencia y su facilidad de administración y recaudo, aventajaría de lejos a los actuales esquemas tributarios basados en una multiplicidad de impuestos, todos ellos engorrosos y caracterizados por la incorporación en sus diseños y estructuras tarifarias de distorsiones y arbitrariedades de todo tipo como resultado de presiones políticas y gremiales oportunistas e indebidas.
Controles absurdos al lavado de dinero
Con un régimen como el esbozado atrás se restauraría, en lo mas posible, el derecho a la privacidad en un aspecto fundamental como es el de la información financiera para fines tributarios. Un efecto muy positivo de esta restauración sería recobrar el secreto bancario y el principio según el cual “se es inocente hasta que se demuestre lo contrario” y que actualmente no se le aplica a los usuarios del sistema financiero.
Estos usuarios son considerados todos potenciales delincuentes. Su delito en ciernes es el del lavado de dinero, dentro del cual se incluye no solo el que tiene su origen en actividades ilícitas sino también el que evade o elude impuestos.
Hoy en día el sector financiero, para cumplirle a los gobiernos, suponen que todos sus usuarios son culpables de algún tipo de lavado de dinero y los tratan como tales. Los usuarios tienen que demostrarle todo el tiempo a las entidades financieras el origen de los fondos que allí depositan. Eso debería ser abiertamente ilegal en el caso del manejo de fondos legales, que son la gran mayoría de los que se mueven en el sistema financiero. Nadie tiene por qué estar todo el tiempo demostrando que no es un delincuente o criminal.
Los controles en esta área del lavado de dinero constituyen violaciones no solamente del derecho a la privacidad sino también del principio de la presunción de inocencia. La justicia debe identificar al delincuente o criminal y solo entonces debería tener la atribución de rastrear el manejo de sus dineros. Pero para la implementación de esa justicia no se debe suponer que todos usuarios del sistema financiero son sospechosos y que por lo tanto hay que vigilarlos hasta en sus mas pequeños movimientos.
Temores frente al terrorismo
Y así como sucede con lo que se ha tipificado como lavado de dinero, sucede igualmente con lo que se considera son “amenazas a la seguridad nacional”. Para defenderse de estas supuestas amenazas, los gobiernos acuden no solo a extraer información financiera, sino también acceden a otro tipo de información como lo relativo a correspondencias y conversaciones.
Utilizan sofisticados esquemas de espionaje. Parten del supuesto de que toda la población es una potencial amenaza y luego tratan de encontrar las agujas en el pajar, es decir a quienes deciden actuar como terroristas.
Parte del problema, por lo menos en países como Estados Unidos, es que no se pueden usar criterios como el de asignarle un tratamiento diferencial a grupos de la población que son objeto de mayores sospechas. No es lo que allá llaman políticamente correcto suponer que unos grupos están conformados por personas mas dispuestas que otros grupos a ejecutar actos terroristas, por ejemplo.
Pero el hecho es que recopilar información sobre la totalidad de la población viola los derechos a la privacidad de la gran mayoría que no se le ha pasado ni se le pasará por la mente ser terrorista. El supuesto detrás de la política seguida hasta ahora es que si se viola el derecho a la privacidad y la presunción de inocencia de todos, eso le quita gravedad al asunto. O todos en la cama o todos en el suelo, Y si todos en el suelo entonces no importa que la gran mayoría que tiene el derecho a dormir en la cama lo pierda.
Ningún funcionario público debería tener la autoridad de escudriñar y esculcar en las vidas personales, sin evidencia seria que comprometa la inocencia de los vigilados. No son los gobiernos ni sus administradores quienes pueden arbitrariamente decidir cuándo los derechos y las libertades básicas aplican y cuando no aplican. No son ellos los que deberían disponer de la última palabra en este delicado tema.
Carácter excepcional de la pérdida de derechos básicos
La pérdida del derecho a la privacidad y de otros derechos básicos solo debería darse por las actuaciones criminales de quienes sufren esta pérdida. Solo cuando esas actuaciones son inminentes y tienen lugar es cuando los gobiernos y sus funcionarios pueden suspenderlos. No deberían hacerlo sobre la base de suposiciones de que en cualquier momento bajo cualquier circunstancia a cualquier miembro de la comunidad se le ocurrirá cometer tal o cual delito o crimen.
Los gobiernos no pueden impunemente violar estos derechos a menos que se vean forzados a hacerlo como responsables que son del cumplimiento de las leyes. Pero no de leyes que de por si violan estos derechos, sino leyes exclusivamente dirigidas a castigar a quienes le hacen daño a otros individuos, a sus organizaciones o al patrimonio público, y en lo posible a obtener resarcimientos por las pérdidas ocasionadas.
En un sistema de justicia bien entendido, los encargados de administrarlo solo deberían en casos excepcionales usar atribuciones de carácter restrictivo sobre derechos y libertades individuales, como si fuera “un mal necesario” para evitar perjuicios o pérdidas superiores. Pero se trata de un “mal necesario” que solo debe afectar a delincuentes y criminales debidamente identificados y no a la población que nada que ver con las razones que llevan al uso de esas facultades especiales.
BOSQUEJO DE UN SISTEMA TRIBUTARIO NO TAN PERNICIOSO
No hay impuestos benévolos. Todos se administran con el uso de la fuerza y trastornan el buen funcionamiento de las economías. Pero por ser imprescindibles, hay que escoger entre los menos perniciosos.
Es a John Maynard Keynes a quien se le atribuye haber dicho que “evitar impuestos es el único emprendimiento que queda que produce beneficios”. Esto es mas cierto ahora que en la época de Keynes. Nunca como ahora (en la segunda década del Siglo XXI) han sido tan altas las tributaciones, nunca como ahora se cobran tan variados impuestos, y nunca como ahora los gobiernos cuentan con las herramientas tecnológicas para arrebatarle al contribuyente hasta el último centavo.
Pero además, nunca como ahora pululan los apologistas de los altos impuestos, entre los cuales se encuentran la gran mayoría de los economistas. Con base en toda clase de sofismas difunden la idea que con los impuestos se corrigen indeseables distorsiones de los mercados y que sin ellos no se alcanzaría la felicidad colectiva y la igualdad entre los seres humanos. Se devanan los sesos con explicaciones justificativas de su bondad.
Sin embargo, el interrogante de fondo que surge es por qué, si los impuestos son tan benéficos, se requiere de la coacción o de métodos coercitivos para cobrarlos. O puesto en otras palabras, ¿por qué no los paga la gente en forma voluntaria?
A diferencia de lo que acontece en ese espeso y empapelado mundo de la tributación, en el mundo de los mercados las decisiones son voluntarias. Su buen funcionamiento no está condicionado por amenazas o el uso de la fuerza. Pero a los apologistas les resbala las profundas diferencias y abiertas incompatibilidades entre el mundo de los mercados y el mundo de la tributación.
La imposible “neutralidad” de los sistemas tributarios
Todos los impuestos, sin excepción, reducen el ingreso de consumidores y productores. Por ejemplo, mucho se ha discutido sobre si los impuestos indirectos, aquellos que se recaudan al final de la cadena productiva, recaen solamente sobre los consumidores y no se trasladan a las remuneraciones de los factores originales de producción. Sin embargo, lo cierto es que al alterar los precios inciden en la demanda de los bienes y servicios gravados y de ahí para atrás en los ingresos de quienes son sus productores.
Igualmente en el caso de los impuestos que recaen sobre el ingreso de personas naturales y sobre las utilidades de personas jurídicas. Sus menores ingresos como resultado de esta tributación se traduce en cambios de sus patrones de consumo, ahorro e inversión, los que a su vez se extienden a los factores de producción.
Es un ejercicio teórico relativamente estéril este de hacerle un seguimiento a las consecuencias inmediatas y distantes de los distintos impuestos. El despojo por la fuerza, o lo que es lo mismo, la expoliación de los ingresos y riqueza de personas naturales y jurídicas, modifica su conducta en formas que solo ellas conocen. Es imposible predecir con precisión cómo reaccionarán las unas y las otras ante la menor disponibilidad de recursos como consecuencia del pago de los impuestos.
La única conclusión válida es la de que entre menor sea la tributación mayores son los ingresos con los que contarán consumidores y productores y viceversa. Hay quienes argumentan que los recursos de los que se apropian los gobiernos vuelven a la economía a través de sus gastos, pero cuando eso sucede se trata de unos patrones de consumo y producción diferentes a los que se darían en ausencia de la tributación y de sus mecanismos coercitivos de implementación.
Sin tributación, los patrones de consumo, ahorro e inversión son los resultantes de las acciones voluntarias de los agentes económicos. Con la tributación ese componente voluntario se encoge y es sustituido por un componente no voluntario conformado por las decisiones arbitrarias y discriminatorias de quienes administran los gobiernos de turno.
Adicionalmente, las tributaciones inciden negativamente de manera desigual en las funciones de bienestar de los individuos y en las funciones de producción de las empresas. Así se hable de “justicia” y “equidad”, por ejemplo, cuando se aplica un mismo impuesto a quienes ganan lo mismo, dado que esas funciones difieren según capacidades y preferencias, nunca su impacto será el mismo en cada uno de ellos o de ellas.
De manera que hablar de la “neutralidad” de la tributación es una aberración teórica. Quienes insisten en esta tesis lo hacen para hacer mas presentable el cobro de impuestos y la promoción de los intereses de los beneficiados con las desviaciones en el uso de los recursos inducidas por los gobiernos.
El espejismo de la “justicia” detrás de la tributación
Si la tributación no es el resultado de acciones voluntarias por parte de consumidores y productores, sino que se basa en el despojo por la fuerza de sus ingresos y riqueza por parte de los gobiernos, no es permisible referirse a ella como “justa”.
Un acto de despojo por la fuerza de ingresos o riqueza solamente es “justo” si se trata del resarcimiento de un acto “injusto” anterior. Por ejemplo, compensar a alguien por lo que perdió contra su voluntad y a lo cual tiene derecho. Pero la tributación no puede ser presentada como el resarcimiento de unas “injusticias” previas.
Algunos arguyen lo inaudito: sostienen que la tributación es justa porque le quita a los mas exitosos y ricos para dárselo como una especie de resarcimiento a los menos exitosos y pobres. Hablan incluso de una “deuda social” con los desposeídos. Sin embargo, casi siempre los mas exitosos y ricos nada tienen que ver con la situación de los menos exitosos y pobres.
Considérese el caso de una región rica localizada al lado de una región pobre (y que aplica a situaciones que se dan a nivel familiar o entre miembros de una misma comunidad). Es posible que los habitantes de la región rica, imbuidos por sentimientos de solidaridad y simpatía, resuelvan proporcionarle ayudas a los habitantes de la región pobre. Pero esto nada tiene que ver con la “justicia” propiamente dicha, o sea con resarcimientos de algún tipo.
Los habitantes de la región rica no ayudan a los de la región pobre porque su éxito y riqueza se fundamentó en actos injustos como lo hubieran sido robos o expoliaciones cometidas allí. No lo hacen como resultado de actos “injustos” y que hubieren hecho merecedores a los habitantes de la región pobre a un resarcimiento por los daños causados.
Puede que los habitantes de la región rica resuelvan embarcarse en esas ayudas por razones de conveniencia, especialmente para promover la armonía social y evitar actos de agresión por parte de los habitantes de la región pobre. Pero estas consideraciones tampoco tienen que ver con la “justicia”.
La conducta que busca paliar los temores al desorden social que podría darse con motivo de diferencias en ingresos y riqueza no puede catalogarse como “justa”, ni su ausencia como “injusta”. Se trata de una conducta que tiene primordialmente que ver con motivaciones egoístas relacionadas con la promoción del interés propio, y que en este caso se refiere a intentos de evitar los perjuicios de eventuales acciones hostiles provenientes de terceros.
Además, es lo usual que la menor riqueza de los habitantes de la región pobre sea de su propia hechura, consecuencia de una organización comunitaria y asignación de recursos menos eficiente que en la región rica. Echarle la culpa a los habitantes de la región rica de problemas cuya responsabilidad no es de ellos es un acto de “injusticia”, así derive en la reclamación de unos recursos para solventar situaciones de pobreza.
Por todo lo anterior se concluye que no hay principio ético alguno, imperativo de justicia alguno, que establezca la obligación de emplear los impuestos para redistribuir ingresos y riqueza entre la región rica y la región pobre. No solamente no es “justo” expoliar ingresos y riqueza como lo hacen los gobiernos a través de sus impuestos, sino que el eventual uso de lo recaudado con esos impuestos a favor de determinados grupos de la población no le quita la arbitrariedad ni transforma en “justo” al instrumento utilizado en dicha expoliación.
Criterios para el diseño de un nuevo sistema tributario
Todos los impuestos inciden negativamente sobre la economía y ninguno de ellos sirve para administrar “justicia”. Sus objetivos desembocan en uno solo: fondear a los gobiernos para financiar sus actividades, cualesquiera que ellas sean. La discusión sobre la bondades de las distintas actividades gubernamentales es un tema ajeno al que aquí nos ocupa. Vamos a suponer que existe un mínimo consenso a nivel político sobre las áreas que deben ser financiadas con los recursos de los impuestos.
Así las cosas, los criterios para evaluar las ventajas de unos impuestos sobre otros impuestos deben referirse al exclusivo propósito del fondeo, y no a loables pero inexistentes criterios éticos. Desde este punto de vista, la discusión habría que llevarla al terreno de lo que verdaderamente interesa. Es decir, a la identificación de los tributos que menos daño ocasionan y que simultáneamente son los mas eficaces para fines de recaudo.
En lugar de los rimbombantes criterios a los que políticos y economistas acuden para despistar a la opinión pública, se aterriza en solo estos dos:
1) Los impuestos han de ser de fácil, inmediato y automático recaudo de tal manera que se minimicen los costos de su administración tanto para contribuyentes como para gobiernos.
2) Sus requerimientos de información han de ser tales que se proteja el derecho a la privacidad de los contribuyentes, así como la libertad de movimiento de sus recursos y capitales.
Para el cumplimiento de estos dos criterios es ineludible que la base impositiva sea objeto de una misma tasa para las distintas clases de contribuyentes y de actividades, y que ella se aplique a un valor bruto y no a un valor neto.
Se parte de la idea que en el momento en el que se introducen en un mismo impuesto diferencias en los niveles de tributación por clases de contribuyentes y/o de actividades se dificulta su administración, se estimula la evasión, y se le concede un poder arbitrario a gobiernos y legisladores para discriminar a favor de unos y en contra de otros.
De hecho, dado que los impuestos representan un perjuicio para quienes los pagan, que constituyen una expoliación de sus ingresos y riqueza, que representan un sacrificio no voluntario para sufragar el costo de unos bienes catalogados como públicos, deben aplicarse en la misma proporción sin distingo de condición u oficio.
Sacrificio en igual proporción para todos: solo así se podría hacer referencia a una distribución “equitativa” de las cargas que conlleva el pago de los impuestos. De todas maneras, hay que tener en cuenta que al aplicarse una misma tasa, los que mas ganan, o los que mas consumen, o los que mas poseen, terminan pagando mas que los que menos ganan, o menos consumen o menos poseen.
Por otro lado, los intentos por hacerlos mas progresivos a través de tasas desiguales siempre serán arbitrarios, discriminatorios y por lo tanto, no equitativos para quienes terminan pagando mas. ¿A título de qué unos deben sacrificarse proporcionalmente mas que otros? ¿Por la envidia que despierta el éxito ajeno? ¿Por ejercer tal o cual actividad que los políticos desprecian? ¿Por ser mas lindos? ¿Por ser menos simpáticos? Una vez abierta esta Caja de Pandora, sobrarán las razones demagógicas para golpear mas duro a unos y favorecer relativamente a otros.
A todo lo expuesto en párrafos anteriores se agrega el tema relacionado con el valor de la base al que se le debe aplicar la tasa única. Cuando se trata de un valor bruto no hay misterio sobre el monto a pagar. Pero si se permiten deducciones o descuentos a la base de los impuestos reaparecen por la puerta trasera los problemas de arbitrariedad y favoritismo, así como las dificultades de control y administración.
El crucial tema de la información tributaria
Entre mayor sea el volumen de información que requieren los gobiernos para el cobro de sus impuestos, mayores son los abusos de autoridad y las corrupciones a todos los niveles. No es solo un tema de costos administrativos. Es también un tema que toca con el poder de los gobiernos y con la importancia de circunscribirlo y limitarlo para salvaguardar las libertades económicas básicas.
En un sistema político de libertades, ningún gobierno debería tener la autoridad de indagar sobre las ganancias y riqueza de las personas naturales y jurídicas, a menos que se trate del esclarecimiento de crímenes o de infracciones a las leyes financieras.
Muy distinto a lo que sucede actualmente: los gobiernos y sus funcionarios invaden alegremente la esfera de lo privado con el argumento de que se trata de controles al cobro y pago de los impuestos.
Los gobiernos no solamente echan por la borda la presunción de inocencia y parten de la idea que los contribuyentes son infractores en ciernes, sino que además se han inventado unos impuestos cuya administración requiere esculcar y escarbar permanentemente en sus bolsillos y cuentas.
Gracias a los adelantos de la tecnología de la información los gobiernos tienen la capacidad de escudriñar hasta las mas íntimas transacciones financieras de los contribuyentes. Y lo hacen sin pudor alguno. Esto es claramente una violación del derecho a la privacidad de quienes cumplen con las leyes.
La intrusión gubernamental por razones tributarias en la vida financiera íntima de los contribuyentes es un retorno a sistemas de control económico propios de las sociedades cerradas y donde prevalecen valores culturales de tipo tribal. En estas últimas los gobernantes (reyes y reyezuelos) y sus acólitos se las arreglan para rastrear la trayectoria económica de sus súbditos y para expoliar sus riquezas en caso de sentirse amenazados con su tamaño.
Uno de los principales obstáculos para superar el atraso cultural e institucional que impide avanzar en el perfeccionamiento de un sistema de libertades en entornos abiertos y extendidos es precisamente el involucramiento de los gobiernos y sus funcionarios en la manipulación de los niveles de ingreso y riqueza de individuos y empresas. No es de su incumbencia conocer sobre esos niveles, ni alterarlos con legislaciones discriminatorias, ni impedir que los dueños hagan lo que se les venga en gana con lo que es de ellos.
Pero es el acceso de información para fines tributarios lo que actualmente ha servido de excusa a los gobiernos y sus funcionarios para arrogarse un poder que va mas allá de lo prudente y que nada tiene que ver con sus función primordial relacionada con la provisión de servicios públicos considerados como esenciales y prioritarios.
Aproximación a un sistema tributario menos pernicioso
Ya se dijo que todos los impuestos, no importa el sitio de su recaudo, reducen los ingresos de personas naturales y jurídicas a lo largo de la cadena productiva. Hacen menos óptimas sus decisiones de consumo, ahorro e inversión. Ni con tal o cual impuesto, ni con tal o cual combinación de impuestos, se puede evitar este negativo impacto.
Los intentos por “dorar la píldora” de parte de políticos y economistas, algunos muy sofisticados por cierto, no son mas que eso: artificios para tapar el sol con las manos.
Pues bien, si descartamos sofismas y tenemos en cuenta los dos grandes criterios atrás expuestos relativos a la facilidad y automatismo del recaudo, así como a la reducción de la información requerida del contribuyente, se llega a la siguiente propuesta:
1) Un impuesto con tasa única sobre todas las ventas brutas de bienes y servicios sin importar su lugar en la cadena productiva. Los responsables de las retenciones serían las personas naturales y jurídicas autorizadas a ejercer actividades comerciales e industriales.
2) El mismo impuesto sobre el valor de las transacciones de activos objeto de registro notarial. Los responsables de estas otras retenciones serían lo notarios o las oficinas donde se efectúa el registro.
3) El mismo impuesto sobre el valor de los dividendos provenientes de las utilidades de las personas jurídicas. Los responsables de estas retenciones sería la respectivas personas jurídicas.
Sería relativamente sencillo calcular el producido de este impuesto y la discusión en congresos y parlamentos se limitaría al nivel de la tasa única. Su administración por parte de los gobiernos, así como el control a la evasión, no sería cosa del otro mundo, a diferencia de lo que sucede con los sistemas tributarios que actualmente se utilizan a a lo largo y ancho del planeta.
Las informaciones requeridas serían las ventas de personas naturales y jurídicas dedicadas a las actividades comerciales e industriales, los movimientos de registros notariales, y los pagos de dividendos cuando ellos se dan. Nada mas.
El recaudo del tributo se daría en la fuente, o sea en el momento en el que se realiza la venta, o se materializa la transacción notarial, o se liquida el dividendo. Las retenciones se harían con base en reportes mensuales del total de sus ventas, transacciones y pagos, a los que se les aplicaría el porcentaje representado en la tasa única. Las evasiones recibirían castigos ejemplares.
Desaparecerían los impuestos a las renta, al patrimonio, a las ganancias ocasionales y toda esa maraña de tributos, de sumas y restas, de infinitos papeleos y requisitos contables que caracterizan a los sistemas tributarios modernos. Recuperarían los contribuyentes su derecho a la privacidad y se restablecería la reserva bancaria.
Se botarían a la caneca esos tratados de intercambio de información tributaria y financiera entre países que atentan contra la privacidad de individuos y empresas, que obstaculizan el libre movimiento de capitales y que impiden que aflore la competencia para atraerlos.
La magnitud del recaudo que se daría con el impuesto atrás esbozado permitiría eliminar a los impuestos de alcance regional y local, los cuales serían reemplazados por sistemas técnicamente diseñados de transferencias de recursos con cargo a los gobiernos nacionales. Quizás el único otro impuesto que valdría la pena conservar para la financiación de algunos gastos públicos de carácter local sería el de un predial de tasa única basado en los valores catastrales.
Sería de proporciones gigantescas la simplificación de la vida económica que traería la implementación del sistema tributario aquí propuesto. Habría un entorno tributario predecible y menos hostil a las libertades económicas y a la creación de riqueza. Adiós a las discusiones sin fin de legisladores y economistas, adiós a las arbitrariedades y discriminaciones contra determinados contribuyentes y actividades, adiós al burocratismo y a las corrupciones que se escudan detrás de las absurdas complejidades del mundo tributario actual.
Perdería vigencia aquel dicho popular que sostiene que “gobernar consiste en la búsqueda sin fin de nuevas formas de gravar con impuestos a las poblaciones”.
BOSQUEJO DE UN GOBIERNO IDEAL
Los siguientes son siete principios básicos que deben aplicarse en la conformación de gobiernos alineados con un sistema natural de libertades.
La propuesta se apoya fundamentalmente en los beneficios de la libre y ordenada operación de aquella fuerza incontenible que reside en lo mas íntimo de todo ser humano, su indeclinable propensión a la búsqueda de mejorar su situación actual, sea cual ella sea.
Se parte de la idea que la función central de los gobiernos es la de imponerle unos cauces a la operación de esa fuerza, sin menoscabar las libertades fundamentales a las que tiene derecho todo ser humano, dentro del marco de unas reglas generales que eviten que la libertad de los unos vaya en detrimento de los derechos de los otros.
Es en este contexto que se formulan los siguientes siete principios. El primero es uno de carácter muy general: En toda comunidad la libertad ha de ser la máxima posible y su control o regulación la mínima posible.
Para que la libertad sea la máxima posible, nadie podrá arrogarse el derecho de coartarla ni de imponerle talanqueras artificiales. Solo se puede privar de la libertad a los individuos que perjudiquen, en su integridad física o moral, a otros individuos, o que coarten o restrinjan arbitrariamente y sin su consentimiento sus libertades.
Sin embargo, nadie podrá ser privado de su libertad por incumplimientos en compromisos voluntariamente adquiridos entre personas naturales y/o jurídicas y que son de la exclusiva responsabilidad de las partes contratantes. Los gobiernos no deberán intervenir en la resolución de los conflictos que puedan presentarse por incumplimientos en este tipo de contratos.
De ahí que deberán establecerse sistemas de garantías en los contratos entre particulares, así como sistemas de arbitrajes, que garanticen el resarcimiento de los incumplimientos, así como la resolución de los conflictos que puedan presentarse.
Se llega así a un segundo principio: no es función de los gobiernos obstaculizar las acciones libres y voluntarias que tienen lugar entre los miembros de una comunidad, ni alterar sus resultados.
La corrección de las desigualdades que resultan de las acciones libres y voluntarias entre particulares no es excusa válida para la intervención de los gobiernos. Esas desigualdades en los resultados son necesarias para que cada quien conozca acerca de sus aciertos y errores y para que en la comunidad se sepa cuáles son las conductas socialmente mas convenientes y las menos útiles.
No es prerrogativa de los gobiernos, ni de nadie en particular, evitar que las personas incurran en equivocaciones en sus actuaciones personales o profesionales. Tampoco es el deber de nadie impedir que las empresas o asociaciones de diferente índole arrojen pérdidas o malos resultados en el desarrollo de sus actividades. Este es el precio que se paga por la libertad: son los protagonistas, y no los gobiernos o terceros, quienes responden por los resultados de sus acciones, tanto en las buenas como en las malas.
Es un sin sentido creer que los resultados de las innumerables actividades libres de las personas naturales y jurídicas de una comunidad deban ser tales o cuales. Cuando prevalecen condiciones de libertad, los resultados serán impredecibles.
Solo por la fuerza, violando los derechos de unos a favor de otros, podrán los gobiernos reajustar las tozudas realidades a unos esquemas mentales predeterminados. Pero estas abstracciones de lo que debería ser, son por lo general la expresión de caprichos racionales de unos seres humanos ególatras y demagogos, que pretenden ejercer un control tribal sobre el resto de la comunidad.
Cabe en este momento plantear un tercer principio: el objeto de los gobiernos no es hacer que prevalezca una justicia imaginaria sino prevenir que prosperen unas injusticias específicas y concretas.
A lo largo de la historia de la humanidad los gobiernos han sido utilizados por los unos como instrumentos para vivir a costa de los otros. El avance de la cultura y de la civilización, especialmente en los últimos dos siglos, ha consistido en el reconocimiento de que hay que superar este esquema tribal y controlador de gobierno y ahondar en uno donde florezcan las libertades individuales y se aprovechen las oportunidades que ese entorno ofrece a cada quien para progresar de acuerdo con sus dones y preferencias.
Los gobiernos deben ser apenas facilitadores en este proceso. No son un fin en si mismos. Dado que se financian con impuestos que son cobrados a la fuerza, y que ejecutan gastos que tienden a ser asignados arbitrariamente, deben ser objeto de unas muy estrictas limitaciones. La primera de ellas tiene que ver con los impuestos.
Para evitar excesos y abusos es que se enuncia el cuarto principio: Los impuestos que cobran los gobiernos, sean cuales sean, han de ser universales en su aplicación y con una tarifa única.
Ricos y pobres, todos sin excepción deben pagarlos, lo que es fundamental para erradicar el pernicioso concepto de que los gobiernos son un botín al que acceden algunos para su beneficio y en perjuicio de otros.
El criterio de la tarifa única no contraría la idea de que los ricos son los que deben pagar mas. Aunque lo hagan en la misma proporción, su mayor ingreso y mayor consumo se reflejará de todas maneras en pagos superiores. La expoliación a través de las tarifas impositivas debe ser en la misma proporción para todos. Las diferencias a este respecto son arbitrarias y discriminatorias. Sitúan a los unos en clara desventaja frente a los otros.
La tarifa impositiva única es la mejor garantía para evitar la demagogia y los abusos en las propuestas relacionadas con el poder de expoliación que se le concede a los gobiernos. Quienes propongan un nuevo impuesto, o un impuesto mas elevado, saben de antemano que tanto ellos como el resto la comunidad estarán sometidos a pagarlo y en la misma proporción que los mas exitosos.
Luego está el tema del gasto de los gobiernos. Sobre este particular, lo primero es lo que se expone en el quinto principio: Ningún gobierno debe gastar mas que sus ingresos por concepto de impuestos, multas o concesiones.
Se podría argumentar que los gobiernos están en capacidad de financiarse con préstamos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que ese financiamiento recae sobre generaciones futuras, las cuales no participan en las decisiones de gasto que así se financian. Este tipo de financiación no es mas que la expoliación, sin su consentimiento, del ingreso (o riqueza) que percibirán mas adelante seres humanos menores de edad o por nacer.
Desde este punto de vista solo es justificable la financiación con crédito de los gobiernos para suplir pequeñas deficiencias en el capital de trabajo requerido para su operación, las que no deberían exceder un mínimo porcentaje de sus necesidades cotidianas de gasto.
Se plantea el interrogante de la financiación de grandes obras, cuyos beneficios se recibirán en un distante futuro. En realidad no hay razón para que los gobiernos intervengan en la construcción de estas grandes obras, cuyo mantenimiento en todos los casos deberá ser pagado por los usuarios. El componente de la inversión, así como el riesgo de su retorno, deben ser asumidos por particulares a través de sistemas de concesiones que han de diseñarse de acuerdo con la naturaleza de cada proyecto.
¿En qué queda entonces el gasto de los gobiernos? El inicio de una respuesta es el sexto principio: la primera prioridad en el gasto de los gobiernos es la administración de la justicia y sus fallos, así como la defensa y protección de la comunidad y el manejo de sus relaciones exteriores.
La razón de fondo de esta que es la mas importante prioridad es que la supervivencia misma de cualquier comunidad depende de mantener a raya a sus enemigos internos y externos. Tanto los unos como los otros nunca faltarán mientras los seres humanos sean lo que son: criaturas objeto de pasiones y sentimientos constructivos pero también destructivos.
Más allá de esta primera prioridad, las hay numerosas otras según las preferencias de cada quien. Para unos lo mas importante es la educación y la salud, para otros la recreación y el cuidado del medio ambiente, y así las listas pueden ser interminables.
Haría parte de las decisiones políticas de una comunidad definir sobre estas que podrían denominarse segundas prioridades. Para atenderlas lo mas recomendable es que los gobiernos utilicen sistemas de subsidios a la demanda. No involucrarse en la prestación directa de los servicios que se subsidian, entre otras razones para no perder el control sobre la utilización de los recursos y no correr el riesgo de que una mala administración los merme significativamente en cuantía y eficacia.
Ahora bien, dentro del sistema de libertades aquí delineado es pertinente introducir un séptimo principio: Los subsidios de los gobiernos han de ser universales y otorgados a través de fondos que garanticen su correcta asignación.
La idea es la de que esos fondos se organicen en forma tal que faciliten su manejo transparente y con el menor número posible de intermediarios. El ejemplo de fondos de pensiones exitosos y de los que administran algunas instituciones de cubrimiento y prestación de servicios médicos, es relevante para estos efectos.
Por ejemplo, si se tratara de un Fondo de la Educación Básica, apenas nazca un individuo empezarían los aportes por parte del gobierno de lo que se estime será el costo de su educación en los primeros años de vida. Los padres podrán decidir en su debido momento en cuál institución proporcionarle educación a su hijo y si pagar o no un adicional para darle una mejor educación.
Así también operarían otros subsidios como lo podría ser un Fondo de la Salud Básica. O un Fondo de la Vivienda Digna. Pero lo importante es que a estos subsidios tengan derecho todos los miembros de una comunidad sin excepción, pobres y ricos. Todos deberían tener derecho a disfrutar por igual de los beneficios de los subsidios que los gobiernos concedan.
La cuantía de esos subsidios, su alcance, dependerá enteramente de los recursos que dispongan los gobiernos y de las decisiones políticas que se adopten sobre las segundas prioridades. En el esquema de gobierno ideal que aquí se plantea no caben los subsidios discriminatorios como es el caso de aquellos que favorecen a actividades productivas específicas, o sea los que privilegian a unos en detrimento de otros que nos los reciben y/o que son despojados de recursos para financiarlos.
Pero lo anterior no obsta para que los mas afortunados en forma voluntaria y por consideraciones de solidaridad renuncien al uso de los subsidios, en cuyo caso los recursos adicionales así generados se destinarán a capitalizar y ampliar el tamaño de los respectivos fondos.
Entre otras, la magnitud de las renuncias a los subsidios por parte de los mas exitosos, así como otros aportes voluntarios a causas nobles, se convertirían en un indicador transparente del grado de solidaridad que existe en cada comunidad. Desaparecería esa hipocresía demagógica que es tan común y que se basa en ser solidarios, no con el uso del dinero propio, sino con el dinero ajeno que los gobiernos expolian.
Una juiciosa aplicación de los siete principios aquí expuestos llevaría a gobiernos mas respetuoso de las libertades básicas, menos demagógicos y mas transparentes en el uso de los recursos, y menos costosos y mas eficientes en el cumplimiento de sus objetivos que los gobiernos actuales.
Sería, ni mas ni menos, gobiernos ideales para comunidades donde las expoliaciones y las discriminaciones arbitrarias son reducidas a un mínimo, y cuyos avances se fundamentan en esa insustituible fuerza que es el funcionamiento de la libre iniciativa de todos en la búsqueda de un mejor estar. Es decir, para comunidades donde lo mas importante es la creación de riqueza y la generación de oportunidades de progreso.
Al final de cuentas se trata del único ideal político consecuente con esa incontenible propensión de los seres humanos a mejorar su situación específica en medio de una creciente libertad y de un cada vez mas amplio abanico de oportunidades. Lo opuesto no es mas que un romanticismo demagógico: de ese que le sale barato a los gobernantes y caro a los gobernados.