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Jorge Ospina Sardi

 

Los ermitaños del Siglo IV vivían en el desierto y desde allí se manifestaron sobre distintos aspectos de la vida humana.

 

Esa experiencia es interesante desde varios punto de vista. Nada mas opuesto a las aspiraciones de la modernidad que la experiencia de estos ermitaños. En el desierto en chozas, dedicados a la vida contemplativa, renunciando al mundo, a sus apetencias y a su frenesí. Poco contacto exterior para estos cristianos en los desiertos de Egipto, Palestina, Arabia y Persia. 

 

Esta renunciación tuvo lugar cuando el Imperio Romano entraba en su decadencia y siglos después de la desaparición de varias otras grandes civilizaciones. Cundía una especie de insatisfacción o cansancio sobre las cosas de este mundo, pero por sobretodo una inmensa curiosidad por formas alternativas de vida que condujeran a la búsqueda de caminos de plenitud espiritual.

 

En cierto modo, como lo destaca Thomas Merton en The Wisdom of the Desert (Sheldon Press, London, 1982), eran unos “anarquistas” que no creían que su cristianismo y el mundo de la política fueran compatibles. No que rechazaran a la sociedad por considerarse seres superiores. Antes bien, como lo señala Merton, “los Padres del Desierto declinaban ser gobernados por otros seres humanos, pero no albergaban la mas mínima pretensión de gobernar.”

 

“Lo que ante todo buscaban era encontrar su verdadero ser, en Cristo. Para lograrlo tenían que rechazar la falsa y hueca personalidad en la que se transforma la de quienes se someten a las exigencias y ordenanzas del mundo. Buscaban a un Dios que solo en solitario se podía encontrar y no uno impuesto por alguien mas…”

 

 

Racionalidad y animalidad en el ser humano

 

Hasta cierto punto, los Padres del Desierto hacían parte de una tradición, que aparece en varias religiones, en la que la racionalidad se sitúa en un plano muy superior al de la animalidad. En la que el único camino para “trascender” es domesticar, en este caso hasta el extremo, los instintos y las pasiones propias de un comportamiento que es determinado, o al menos muy influenciado, por el componente animal del ser humano.

 

En la época de los ermitaños y después en las Edades Medias en Europa cuando se desintegró el orden político que impuso el Imperio Romano, el mundo de lo material se tornó mas limitado y azaroso. Solo sobrevivir constituía una hazaña. Muchos se orientaron hacia lo espiritual y los monasterios se convirtieron en centros de refugio y meditación, pero también eventualmente en lugares de acopio y propagación de ideas y enseñanzas provenientes de una tradición intelectual que se remontaba a varios siglos.

 

Algunos dirán que ese escape del “mundanal ruido” era inevitable ante el retroceso que por esa época se dio en las condiciones materiales de vida. Que fue un mecanismo de defensa de algunos individuos frente a su precariedad existencial. Como sea, lo cierto es que los valores religiosos que se consolidaron en esas Edades Medias se constituyeron en pilares de lo que se conoce como la “civilización occidental”. 

 

Cuando esos valores religiosos se ‘mundanizaron’, por así decirlo, contribuyeron de manera determinante al progreso material que hoy disfrutamos. Por ejemplo, ha sido parte integral de esos valores el respeto y protección de la dignidad del ser humano por el carácter especial y único de su espiritualidad (de su racionalidad), lo que eventualmente impulsó el surgimiento de iniciativas individuales sin precedentes en diversas áreas del ámbito material de la existencia humana. 

 

Fue toda una revolución que todavía está en curso. El respeto y protección de esa dignidad trajo consigo la universalización del ser humano. Todos somos iguales ante Dios y por lo tanto también lo somos en temas como el de la igualdad ante las leyes y en otros que no pertenecen estrictamente a la órbita de lo religioso.

 

 

La germinación de una semilla

 

Los ermitaños se dedicaron primordialmente a la vida espiritual. Sus sucesores en los monasterios le dieron también prelación a lo espiritual, aunque empezaron a coquetearle a lo material. 

 

Con el paso del tiempo un creciente componente de las energías espirituales de la “civilización occidental” se orientó a mejorar las condiciones de vida en lo material. La aceleración del proceso de creación de riqueza abrió un abanico inmenso de posibilidades en relación con iniciativas individuales de todo tipo dirigidas a mejorar esas condiciones.

 

El avance en lo material no hubiera sido posible de no ser porque el ordenamiento político-jurídico evolucionó, si bien con cierto rezago, hacia un reconocimiento de la importancia de la propiedad privada como una institución necesaria para la defensa de la dignidad del seres humanos al garantizarles que los frutos de sus iniciativas, esfuerzos y desvelos, o al menos una parte significativa de ellos, quedaran en sus manos y no en las de terceros oportunistas (como había sido la norma durante buena parte de la historia de la humanidad). 

 

Y a todas estas, en medio de la ‘mundanización’ de los valores religiosos, ¿qué ha sucedido con la vida espiritual propiamente dicha? Como se insinuó atrás, gran parte de las energías espirituales se volcaron hacia el mejoramiento de las condiciones materiales de vida, lo que, entre otras, propició el surgimiento de un entorno no muy favorable para la exploración de las posibilidades que ofrece el universo de lo espiritual (tema que analizo en mi ensayo Hacia la sociedad frenética).

 

 

De vuelta a los ermitaños

 

Los ermitaños renunciaron a los encantos de lo material como condición sine qua non para alcanzar sus anhelos espirituales. En su concepción, no hay nada mas importante que la vida espiritual de cada individuo. La salvación, entendida como una victoria sobre la muerte, es asunto personal e indelegable.

 

Para ellos, los valores del mundo circundante, los que se dan en la esfera de las relaciones sociales, dificultan el tránsito hacia los caminos de la salvación. Nada mas opuesto a esta visión religiosa que la creencia, bastante extendida actualmente, que la razón última de la existencia humana es la pertenencia y obediencia a unas determinadas colectividades políticas y económicas. 

 

En fin, para una mayor ilustración, he aquí algunas enseñanzas, de entre muchas, de los sabios del desierto:

 

Del abad Pastor: “Así como no puedes agarrar el viento, así tampoco puedes evitar que pensamientos nocivos lleguen a tu cabeza. De lo que sea trata es de decirles NO.”

 

Del abad Ammonas: “Puedes llevar una hacha toda tu vida y nunca cortar un árbol. O puedes con unos pocos hachazos hace caer el árbol. El hacha a la que hago referencia es LA DISCRECIÓN.”

 

De otro de los viejos abades: “Si te radicas en un lugar y no haces tuyos sus frutos, ese lugar terminará por rechazarte por ser alguien que no rindió frutos.”

 

Alguien visitó al abad Poemen y le preguntó, “¿qué puedo hacer que estoy muy triste?” A lo que el abad respondió: “Nunca desprecies a nadie, nunca condenes a nadie, nunca hables mal de nadie, y el Señor te concederá la paz”.

 

Otra del abad Pastor: “Aléjate de todo aquel que siempre argumenta cada vez que habla.”

 

Del mismo abad Pastor: “Un hombre debe respirar humildad y temor a Dios de la misma manera que inhala y exhala aire.”

 

Del abad Agatho: “Si furioso, aun cuando revivieras a un muerto, tu ira impediría que Dios sea complacido.”

 

Del abad Mathois: “Mas meritorio un trabajo ligero bien hecho que toma tiempo en finalizar que uno muy difícil hecho torpemente a las carreras.”

 

Del bendecido Macarius: “Esta es la única verdad: si acoges al desprecio como si fuera un elogio, a la pobreza como si fuera una riqueza, y al hambre como si fuera un festín, nunca morirás.”

 

Otra del abad Poemen: “Quien rechaza la maldad es quien odia sus propios pecados y no quien está pendiente de los pecados ajenos.”

 

Por último, nuevamente del abad Pastor: “Las pruebas que trae la vida pueden ser conquistadas por el SILENCIO.”