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Jorge Ospina Sardi

 

 

Segundo Gran Ensayo Libertario en el que se explica el papel crucial de la libertad de emprendimiento y de las utilidades en el funcionamiento de los mercados y en la creación de riqueza, y se examinan errores conceptuales al respecto.

 

 

MERCADOS, REGULACIONES Y PECADOS CAPITALES

 

Con posterioridad a la crisis económica global de 2008–2009, políticos analistas centraron su atención en la fiebre, en vez de la enfermedad.

 

Las regulaciones al sistema financiero y a otros aspectos de la vida económica han sido invocadas como causa y como solución a la crisis. Hubo crisis porque no existían suficientes y adecuadas regulaciones. Supuestamente la salida a la crisis sólo era posible con mayores y mejores regulaciones. ¡Qué fácil la tienen estos analistas!

 

Al igual que con los términos “justicia social” y “educación”, el de “regulación” tiene la virtud que cada quien le puede darle el sentido que cuadra con su entendimiento del problema objeto del análisis. Es una expresión comodín. Cada quien quiere “regular” lo que no le gusta y piensa que esa es la solución a diferentes males. A la hora de la verdad, “regulaciones” las hay infinitas, y como decía alguien, el diablo se esconde detrás de los detalles.

 

Lo que ha llevado a la creciente utilización de la palabra “regulación” es la añeja creencia según la cual los mercados sólo funcionan cuando se restringe la libertad individual. Las regulaciones estarían, entonces, dirigidas a frenar los desafueros de la conducta individual que son los que originan las crisis. Con la imposición de más regulaciones a los mercados, se acabarían los bajones económicos y se aseguraría una prosperidad indefinida. Con apropiadas regulaciones, la avaricia y codicia dejarían de causar estragos. Con mayores regulaciones, los agentes económicos no se equivocarían en sus decisiones de gasto e inversión.

 

Toda esta falaz argumentación desconoce, en primer lugar, que la naturaleza humana es imperfecta. Que así como se favorece con la excelencia y los aciertos, así también está expuesta a la negligencia y los errores, sea cual sea el esquema legislativo que la regula. Pero no sólo eso. Que lo bueno y lo menos bueno de la naturaleza humana conviven en forma tal que la interacción de lo uno con lo otro es lo que genera avance y progreso.

 

Por ejemplo, el interés propio, sin el impulso que le imprimen los siete pecados capitales (lujuria, gula, pereza, ira, envidia, soberbia y avaricia), no contribuiría mayormente al desarrollo de los mercados, o sea a la innovación, creación y difusión de la riqueza que ellos traen. Quien quiera aproximarse al tema puede acudir a La Fábula de las Abejas de Bernard Mandeville o a Las Siete Columnas de Wenceslao Fernández Flórez. Eliminar mediante regulaciones a la avaricia y codicia —y a los demás pecados capitales— para convertir a la humanidad en virtuosa, ha sido el utópico programa de mentes estrechas y controladoras. Los intentos de implementación de esas utopías han traído resultados catastróficos, tanto económicos como políticos.

 

Los filósofos de la libertad de mercados

 

El escocés Adam Smith, los franceses Jean Baptiste Say, Frédérick Bastiat y Gustave de Molinari, y los fundadores de la Escuela Austriaca Carl Menger, Eugen Bohm-Bawerk, Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek, para citar sólo algunos, demostraron que la búsqueda del interés propio (y el de las personas más próximas) es la principal fuerza que mueve la conducta individual, y que entre mayores sean los grados de libertad con los que se hace esa búsqueda, mejor le va a la sociedad. De acuerdo con esta visión, todo el esfuerzo legislativo debe estar encaminado a aumentar los grados de libertad en la operación de los mercados y en otras esferas de la vida social, antes que a reglamentarlos o regularlos.

 

Era claro para estos filósofos economistas, que el nivel de civilización de una sociedad iba en relación directa con los grados de libertad individual que lograba incorporar en su seno. Entre más avanzada una sociedad, menor la necesidad de someter la conducta individual a toda clase de poderes tutelares, ya fueran políticos, religiosos o de otro tipo. Con el avance de la civilización, tienden a languidecer los vínculos opresivos entre individuos y poderes tutelares, y que son tan fuertes en la vida tribal. El arte de la política debe orientarse al desarrollo de instituciones que protejan las libertades básicas del individuo, incluidas las que garantizan la independencia de los mercados frente a la acción arbitraria de esos poderes. E igualmente, a la promoción de otras instituciones, preferiblemente de carácter voluntario, de ayuda mutua.

 

Para estos filósofos economistas, el logro de altos grados de libertad individual requiere de un sistema de mercado regido por claras reglas de protección a la propiedad privada y de defensa en contra de acciones delictivas o criminales (de origen interno y externo). En este sentido, la función principal de los gobiernos es la de establecer unas reglas generales de conducta individual y la de velar por su cumplimiento. No es su función reprimir los siete pecados capitales, negando su inextricable presencia, sino crear las condiciones propicias para encauzarlos hacia comportamientos que beneficien y no perjudiquen a la sociedad.

 

Combatieron con firmeza la concesión de facultades a los gobiernos para intervenir arbitrariamente en los mercados y cobrar excesivos impuestos a las transacciones que en ellos se realizan, así los objetivos detrás de esa intervención fueran los más loables. Nunca se hicieron ilusiones sobre la capacidad de los gobiernos para administrar eficazmente recursos, pero sobretodo estaban convencidos de que los abusos de los gobiernos eran imparables, sin la presencia de unos límites muy específicos y concretos a su poder. Según ellos, estos límites no son otros que un estricto respeto y cumplimiento de normas que protegen la libertad en todas las esferas de la actividad humana y muy especialmente, por su importancia, en aquellas que tienen lugar en los diferentes mercados.

 

Pero volviendo al tema de las regulaciones, los filósofos economistas nunca dijeron que los mercados eran perfectos, ni nunca insinuaron que no habría engaños y atropellos en una sociedad que disfruta de altos grados de libertades individuales. Sin embargo, combatieron con fuerza la aspiración de lograr el cielo en la tierra porque consideraron que ella era excusa para que los enemigos de las libertades individuales las socavaran y les asestaran un golpe demoledor. Si bien las imperfecciones de todo tipo nunca desaparecerán, consideraron que son más agudas y destructivas cuando los gobiernos ejercen un asfixiante poder de regulación que marchita y entorpece la búsqueda del interés propio.

 

Fue así como los filósofos economistas llegaron a la conclusión de que era preferible un sistema de libertades individuales con regulaciones de un alcance general limitado, que uno con unas regulaciones pormenorizadas dirigidas a modificar los resultados finales. Para ellos, cuando los seres humanos actúan en un entorno de libertades, los resultados finales de su actividad son impredecibles. Los intentos por alterarlos radicalmente por medio de regulaciones o de altos impuestos, conducen a la consolidación de regímenes políticos totalitarios. La enemiga mortal de la libertad es la pretensión de regular hasta los más recónditos aspectos de la actividad humana, con el pretexto de lograr unos resultados predeterminados.

 

Una cosa es la fiebre y otra la enfermedad

 

En el caso de la crisis económica reciente de 2008-2009 se precisa la aclaración de que nunca como antes los gobiernos han detentado tanto poder y nunca como antes los mercados, incluyendo los financieros, han estado tan regulados. Nunca como antes los impuestos han sido tan altos y nunca como antes los gobiernos han tenido tanto poder de intervención sobre distintos aspectos de la vida social.

 

En el campo económico, hoy es mayor que nunca la capacidad de los gobiernos para emitir circulante sin respaldo y para financiarse con el regresivo impuesto de la inflación. Para generar ciclos que traen consigo prosperidades inflacionarias y recesiones correctivas. Nunca como antes los sistemas financieros, las monedas con las que operan y los carteles que los administran, han estado tan sometidos a la supervisión, vigilancia y control de las respectivas autoridades.

 

Lo que ha fallado en la economía en estos últimos tiempos es el exceso de reglamentación y regulación. En Estados Unidos, por ejemplo, las regulaciones llevaron al sector financiero hipotecario a prestar irresponsablemente a usuarios sin capacidad de pago. Sin esas regulaciones y las presiones políticas que las acompañaron, el mercado de los préstamos hipotecarios nunca se hubiera extendido tan masivamente, produciendo los negativos resultados que están a la vista.

 

Pero los gobiernos irresponsables, que abusaron de su poder y causaron la crisis reciente, han utilizado como chivos expiatorios a los agentes económicos argumentando que se extra limitaron en su avaricia y codicia y que se aprovecharon sin escrúpulos de la laxitud propia de las buenas épocas. Políticos, funcionarios y analistas no aclaran que fueron los gobiernos los que crearon la burbuja especulativa con sus políticas monetarias y crediticias expansivas. Y de la manera más descarada, proponen como solución la creación de otra burbuja especulativa todavía de mayor escala, emitiendo sin respaldo en una proporción superior a la de años anteriores. 

 

Afirman que una crisis como la de 2008-2009 fue resultado de una deficiente regulación o de la falta de ella, y solicitan que se les otorgue mayores poderes de intervención, como si ya no los poseyeran en exceso.

 

La mayor regulación que proponen no está dirigida a evitar que períodos de recesión se prolonguen o vuelvan a aparecer al poco tiempo como secuelas de nuevas burbujas inflacionarias. Esa mayor regulación no impedirá que la avaricia y la codicia se manifiesten en todo su esplendor durante la próxima burbuja. 

 

Las manifestaciones extremas de la avaricia y la codicia nunca desaparecerán: resurgirán nuevamente cuando se presente un entorno favorable, caracterizado por el exceso de liquidez  y la abundancia de dinero fácil. Ninguna legislación impedirá que los seres humanos continúen conviviendo con la avaricia y la codicia, como inseparables compañeras de viaje durante su paso por este mundo. 

 

En épocas de burbujas inflacionarias, los excesos de codicia y avaricia, así como de soberbia, son la fiebre y no la enfermedad. El origen de la enfermedad es el poder en manos de los gobiernos para crear a su antojo burbujas, en medio de una regulación que impide la sana competencia en el sistema financiero y que permite el otorgamiento de préstamos sin el respaldo de suficientes reservas o capital. Son los carteles financieros regulados por los gobiernos, los que, en su condición de tales, ante la ausencia de competencia, se lucran desmedidamente durante los ciclos expansivos, hasta el extremo de perder los estribos, más allá de toda razonable prudencia.

 

A los mercados no hay que salvarlos de sí mismos

 

Cada vez que se presenta una crisis económica saltan a la palestra los partidarios de concederle más poder a los ya todopoderosos gobiernos. Como si los gobiernos hubieran administrado correctamente el poder que han tenido. Como si los funcionarios gubernamentales tuvieran la sabiduría, el conocimiento y la entereza moral para hacer un buen uso de ese poder. Como si la actuación de cada agente económico actuando en libertad y con pleno conocimiento de su situación específica pudiera ser moldeada a control remoto por medio de unas pormenorizadas regulaciones de papel. Como si el costo directo e indirecto de implementar las regulaciones fuera deleznable.

 

Si los mercados no están funcionando constructivamente, es por cuenta de las trabas y los obstáculos de una legislación hostil. No son los mercados en sí mismos los que fallan, sino que el problema radica en un entorno desfavorable para el desarrollo de su función, que no es otra cosa que la de permitir la fluida interacción de una infinidad de agentes económicos en búsqueda de promover sus intereses propios (y los de las personas más próximas).

 

Lo que realmente interesa para el buen funcionamiento de los mercados es el marco general en el que se desarrolla la actividad económica. Lo único que necesitan los mercados para cumplir eficientemente con su tarea de asignación de recursos es que la competencia sea la mayor posible (que no haya restricciones a la entrada de nuevos competidores), que sus participantes se acojan a un código de buena conducta, que se castigue con eficacia la violación a las normas de ese código, que el entorno monetario sea uno de relativa estabilidad y que el nivel de tributación no sea muy elevado. Es decir, unos parámetros muy diferentes a los que se dan hoy en día en la mayoría de los países. Todo lo demás sobra, incluyendo las propuestas de quienes pretenden salvar a los mercados de sí mismos.

 

 

ENTREPRENEURS, DESTRUCCIÓN CREATIVA Y PROCESOS DE MERCADO

 

Cada vez que se presenta una crisis económica el concepto de Joseph Schumpeter de “destrucción creativa” se pone de moda. Muchos lo usan sin entender lo que el economista quiso decir cuando lo utilizó.

 

Crítica de Schumpeter a los economistas neoclásicos

 

Schumpeter planteó este concepto como respuesta a su inconformidad con otro concepto, el de equilibrio en condiciones de competencia perfecta de los economistas neoclásicos (en Capitalism, Socialism and Democracy, George Allen & Unwin, 1979). En la visión neoclásica, la competencia produce equilibrios en los mercados, en los que, por definición, se alcanzan unos niveles “óptimos” de producción y consumo. Una vez alcanzados los equilibrios, la sincronización entre la oferta y la demanda, entre productores y consumidores, es tal que no hay lugar a variaciones en los precios y en las maneras de producir. Cuando en equilibrio, la economía se asemeja a una laguna, donde nada altera la quietud de las aguas.

 

Obviamente el mundo real no es ese, y Schumpeter se dio a la tarea de analizar por qué las aguas no permanecían en el reposo que planteaban los modelos neoclásicos. Su respuesta fue interesante: quienes alteran los equilibrios en las economías son, ni más ni menos, los emprendedores o entrepreneurs.

 

Para Schumpeter, los agentes del cambio en las economías son los entrepreneurs. Con su búsqueda de nuevas tecnologías y nuevos productos, modifican las condiciones de oferta y demanda. Ellos son quienes desequilibran los mercados. Son quienes inician cambios que vuelven obsoletas las anteriores formas de producir y consumir. Son quienes destruyen los equilibrios existentes.

 

No es muy claro, en la explicación de Schumpeter, las razones por las cuales los entrepreneurs hacen lo que hacen. Después de todo, en los equilibrios de los neoclásicos, todos los protagonistas, productores y consumidores, están satisfechos con lo que ganan y con lo que gastan. Pero démosle el beneficio de la duda a la teoría de Schumpeter y supongamos que hay unos pocos, los entrepreneurs, que nunca están conformes con lo que tienen y siempre andan a la caza de destruir los equilibrios existentes porque piensan que así ganarán más de lo que cuestan sus esfuerzos.

 

Entonces, en virtud de los golpes exógenos que los entrepreneurs le propinan al sistema económico, los equilibrios desaparecen. La turbulencia o alteración resultante no es otra cosa que readaptaciones en la oferta y la demanda propiciadas por las innovaciones que ellos promueven. En el esquema de Schumpeter, una vez que las turbulencias o alteraciones han sido asimiladas, todo vuelve a una aburrida normalidad: nuevos equilibrios que duran hasta el momento en que los mismos u otros entrepreneurs se resuelven a actuar y a provocar otras turbulencias o alteraciones. 

 

Schumpeter concluye que la forma de avanzar en una economía es a través de la acción perturbadora de equilibrios de los entrepreneurs, a lo que llamó la “destrucción creativa”. Se trata de una destrucción creativa porque se reemplaza lo anterior, lo obsoleto, por formas más avanzadas o convenientes de producir y de hacer las cosas. (No son obvias las razones por las cuales esa “destrucción” es siempre positiva, pero olvidémonos de esta discusión). Según Schumpeter, los intentos por detener estos procesos de “destrucción creativa”, frustran el progreso económico.

 

Ahora bien, estas ideas de Schumpeter no son del todo antagónicas con las de la Escuela Austriaca. A diferencia de los neoclásicos, ambos le asignan un rol fundamental a los entrepreneurs como agentes de las transformaciones positivas en las economías.

 

En la teoría neoclásica, la que todavía enseñan en las universidades, los entrepreneurs son como unos robots. Salen del closet cada vez que surgen desequilibrios en los mercados. Su sola presencia corrige, como por encanto, los desfases entre la oferta y la demanda. Y una vez restablecidos los equilibrios, vuelven al closet.

 

Crítica de los economistas de la Escuela Austriaca a Schumpeter y a los neoclásicos

 

No fue realmente Schumpeter quien le asestó el más duro golpe al andamiaje teórico de los neoclásicos. Los mayores y más sagaces críticos de los modelos de equilibrio y del abuso de conceptos como el de competencia perfecta fueron los economistas de la Escuela Austriaca, con Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek a la cabeza. Según ellos, nunca es dado alcanzar en los diferentes mercados los equilibrios y las condiciones de competencia perfecta que esbozaron los neoclásicos.

 

Para los economistas austriacos los mercados son procesos. Los mercados nunca pasan de una situación de equilibrio a una de desequilibrio y viceversa. Los mercados están en permanente desequilibrio, sometidos a la influencia de una infinidad de fuerzas que constantemente los modifican.

 

En la visión de la Escuela Austriaca, la función de los entrepreneurs no es la de desequilibrar lo que está en reposo (como en Schumpeter), ni la de equilibrar lo que no lo está (como en los neoclásicos), sino la de visualizar y buscar equilibrios que nunca se alcanzan. En esta visión no hay unos equilibrios predeterminados. No hay equilibrios, punto. Pero si hay mercados más o menos equilibrados que otros, mercados que funcionan mejor o peor que otros, mercados en donde los entrepreneurs actúan en condiciones más favorables o menos favorables y donde pueden desempeñar un rol más positivo o menos positivo.

 

Según los economistas de la Escuela Austriaca, los mercados son procesos competitivos, donde predomina la incertidumbre y la ignorancia sobre la conducta presente y futura de consumidores y productores. La función de los entrepreneurs es la de lograr que los procesos de mercado sean los más fluidos posibles. Si se dan condiciones favorables, esos procesos tienden hacia unos equilibrios que nunca se alcanzan, pero que están localizados en planos superiores de producción y consumo.

 

Serán exitosos los entrepreneurs que sean los más perceptivos sobre cómo atender mejor las necesidades de los consumidores al menor costo posible. Pero el éxito nunca está asegurado y nunca habrá éxitos definitivos. Y la razón es que sus actividades, si bien equilibran en el sentido de remediar necesidades insatisfechas, producen reacciones y contra reacciones inmediatas entre competidores y consumidores, lo que lleva a nuevos y diferentes desequilibrios, en una historia que es de nunca acabar.

 

Si los mercados son vistos como procesos competitivos, en los cuales permanentemente se corrigen y se crean nuevos desequilibrios, el rol de los entrepreneurs es opuesto al que les asignó Schumpeter. Los entrepreneurs que participan en los procesos de mercado pueden contribuir a equilibrarlos o desequilibrarlos, mientras que en la visión de Schumpeter son agentes que destruyen los equilibrios alcanzados en situaciones de perfecta competencia.

 

¿Qué decir, entonces, de aquellos entrepreneurs que al introducir innovaciones e inventos cambian profundamente la manera de producir o de consumir? ¿Acaso no introducen grandes desequilibrios en los mercados? En realidad lo que ellos hacen, al final de cuentas, es introducir mejoras importantes en los procesos competitivos, que traen consigo la operación de nuevas fuerzas cuyos impactos en términos de la alteración de unos imaginados equilibrios son imposibles de determinar. Es decir, los procesos siguen siendo procesos: nunca dejan de serlo por más grandes que sean los cambios que los entrepreneurs introduzcan.

 

Entrepreneurs como catalizadores de los procesos de mercado

 

Ahora bien, esas mejoras en los mercados, grandes o pequeñas, sólo pueden darse como resultado de la actividad de diferentes entrepreneurs compitiendo entre sí. Y es en este punto donde sale a la superficie la importancia de la competencia. Porque es a través de la competencia que ellos se informan acerca de si lo que están haciendo es o no es benéfico para los consumidores y para la sociedad donde actúan.

 

La competencia permite cotejar la efectividad de sus esfuerzos, premiar al que lo hace mejor y castigar al que se sienta sobre sus laureles. Sin competencia los mercados dejan de ser procesos que tienden a elevar el grado de satisfacción de los consumidores. Sin competencia los mercados dejan de ser útiles para visualizar equilibrios en niveles superiores y para orientar su acción hacia esa elusiva pero provechosa búsqueda.

 

Si los mercados son los procesos competitivos que describen los economistas de la Escuela Austriaca, nunca conducirán a satisfacciones “óptimas” (en el sentido de los textos neoclásicos). Sencillamente “lo óptimo” es irrelevante porque se trata de procesos continuos, de nunca acabar, que están influenciados por una infinidad de fuerzas que operan de manera simultánea e independiente.

 

En esos procesos, siempre existirá la posibilidad de mejoras o desmejoras y de mayores o menores satisfacciones. No es dable hablar de un equilibrio definitivo o de una meta final. No hay metas rígidas porque ninguna situación es definitiva. Las percepciones tanto de los entrepreneurs como de los consumidores no son las mismas antes o después, en cualquier punto que se escoja del proceso.

 

El rol de los entrepreneurs es el de visualizar puntos de equilibrio en niveles mas altos de ingresos y satisfacciones, y el de ejecutar planes para lograrlos, así esos equilibrios no sean alcanzables en la forma originalmente concebida debido a las fuerzas que alteran constantemente la evolución misma de los procesos.

 

En esa visualización de posibilidades de equilibrio más provechosas para ellos mismos y para la sociedad, los entrepreneurs se convierten en catalizadores (favorecedores o desarrolladores) de los procesos de mercado. Son ellos quienes permanentemente, o están introduciendo cambios o están respondiendo a los cambios, en dichos procesos. Y si al hacerlo acrecientan sus utilidades es porque su acción fue positiva, tanto para consumidores como para la sociedad en general.

 

Las innovaciones tecnológicas y los nuevos productos, si bien pueden representar quiebres más o menos importantes en los procesos competitivos de los mercados, no son otra cosa que los resultados de esfuerzos de los entrepreneurs por equilibrar aspectos específicos de esos procesos. A veces esos esfuerzos concluyen en resultados espectaculares que cambian radicalmente el curso mismo de los procesos. Otras veces simplemente permiten que los procesos sean más fluidos. Pero también sucede con frecuencia que sus acciones no producen los resultados deseados. En fin, todas las combinaciones de resultados son posibles.

 

Creación de riqueza en los procesos de mercado

 

Que los esfuerzos exitosos de algunos entrepreneurs llevan a la desaparición de competidores, es apenas normal. En todos los procesos de mercado los menos exitosos tienden a cederle el paso a los más exitosos, ya sea de manera lenta o gradual o de manera rápida o abrupta. 

 

Para que los procesos de mercado rindan los mejores frutos se requiere que se premien los esfuerzos de los entrepreneurs que logran avances en sistemas de producción y grados más elevados de satisfacción de los consumidores. Y que los que no tuvieron éxito en orientarlos en la dirección más conveniente sufran las consecuencias. Sólo de esta manera las comunidades pueden asegurar que los procesos de mercado resulten en una mayor creación de riqueza.

 

Los fracasos de algunos entrepreneurs, sus retiros de los procesos productivos, no deben interpretarse como una “destrucción creativa”, al decir de Schumpeter. No es esa necesariamente la manera de crear riqueza. Esa destrucción no garantiza el éxito de los entrepreneurs que a ella sobreviven. No es dable conclusiones definitivas a este respecto, tal como lo pretendió Schumpeter.

 

Se puede concebir una situación en la cual algunos procesos, por la naturaleza misma de los mercados que los circunscriben, tiendan a ser abundantes en éxitos y escasos en fracasos (por ejemplo, los negocios financieros durante un período expansivo de la economía). También puede darse el caso de procesos con muy pocos éxitos y muchos fracasos (por ejemplo, como sucedió con los negocios de Internet a comienzos del Siglo XXI).

 

Los procesos de mercado no se caracterizan, entonces, por “destrucciones creativas”, sino por éxitos y  fracasos, relativos todos ellos. Los éxitos representan progreso y avance en formas de producir y consumir. Los fracasos son estancamientos o retrocesos. Si los procesos de mercado están funcionando más o menos adecuadamente, si los gobiernos no los atosigan con excesos de liquidez, si las señales de precios son las correctas, si no hay trabas o regulaciones asfixiantes sobre la actividad de los entrepreneurs, si la tributación no es excesiva, si se respetan las prácticas comerciales honestas, si las reglas de juego son claras y conocidas por todos, los éxitos tenderán a superar a los fracasos. Y en esas condiciones las probabilidades son las de que se genere una mayor riqueza de la que se destruya.

 

En resumen, el concepto de “destrucción creativa” es irrelevante desde el punto de vista del análisis de los procesos de mercado. Confunde antes que aclara. De lo que se debe hablar es de esfuerzos productivos exitosos o más exitosos y de esfuerzos productivos no exitosos o menos exitosos. Estos últimos proporcionan la vara para medir el alcance de los primeros. En eso tal vez radica su principal utilidad. Pero el hecho de interrumpirlos no es propiamente una “destrucción creativa”, sino una readaptación de los procesos de mercado hacia esfuerzos productivos más eficaces y provechosos.

 

 

EMPRESARIOS, CAPITALISTAS, UTILIDADES Y MORALISMO SOCIALISTA

 

Existe una gran confusión en la opinión pública sobre la función social de empresarios y capitalistas, así como sobre el rol de sus utilidades o pérdidas. Políticos y moralistas socialistas son los que mas han contribuido a la confusión.

 

Lo primero que hay que aclarar es que quienes administran las empresas a cambio de un salario no son empresarios ni capitalistas. Los presidentes de empresas son empleados y nada mas. Muchos creen que por la importancia de estos altos directivos, por las complejas responsabilidades que asumen, y por la cantidad de dinero que devengan en el cumplimiento de sus tareas, ellos son empresarios y capitalistas. Esta confusión se extiende a los dirigentes gremiales, por ejemplo.

 

Sin embargo, ninguno de estos altos ejecutivos califica como tales. Empresario es aquel que invierte trabajo y capital con la expectativa de obtener unas utilidades inciertas a futuro. Capitalista es aquel que solo invierte capital en el mismo empeño. De manera que, en esta concepción, todo empresario es capitalista, mas no todo capitalista es empresario.

 

El capitalista puede unir su suerte a la del empresario que despierta su confianza y compartir así los riesgos detrás de los futuros resultados de las empresa donde invierte. Son numerosas las alternativas en las que se pueden encuadrar las relaciones entre empresarios y capitalistas. Las juntas directivas y los comités de administración son apenas unas de ellas. Los campos de golf, las canchas de tenis o las reuniones sociales son otras posibilidades. Pero lo importante de señalar es que lo que los une son los resultados finales de los procesos productivos. Si se generan utilidades ambos se benefician. Si hay pérdidas ambos sufren las consecuencias.

 

Es decir, a diferencia de los administradores propiamente dichos, tanto empresarios como capitalistas son los que asumen el riesgo de las actividades que financian. Puede darse el caso que los capitalistas sean solo capitalistas y financien administradores para el manejo de sus aventuras de negocios. Pero no son los administradores los que asumirán las pérdidas si ellas se producen, así ganen menos si los resultados no fueren los deseados. Al final de cuentas, las pérdidas correrán por cuenta de quienes los contrataron y expusieron su dinero en la búsqueda de unos resultados inciertos, y esos son los empresarios y capitalistas.

 

Los empresarios que ganan salarios por los trabajos de dirección que ejecutan en el día a día del manejo de las empresas pueden, para sus adentros, considerar que esas remuneraciones son un suficiente pago por los riesgos de su inversión. Pero en este caso, si se auto remuneran excesivamente, o sea mas allá de su costo de oportunidad como administradores, simplemente agregan indebidamente a los costos de producción, hacen oneroso el funcionamiento de sus empresas, afectan negativamente el nivel de utilidades, frustran las posibilidades de reinversión y crecimiento, y terminan por incidir negativamente en la creación de riqueza a futuro.

 

Una última aclaración. Entidades financieras que prestan a empresarios y capitalistas, si bien comparten los riesgos que estos asumen, nunca serán los directos responsables de los resultados finales de las empresas y negocios que financian. No son los dueños de tales empresas o negocios. Puede que pierdan por el impago de los créditos si hubiere pérdidas. Pero no es su función administrar, ni tomar las decisiones finales sobre su rumbo. Reciben un interés como compensación al riesgo que asumen y porque el dinero que prestan puede ser empleado ventajosamente en financiar otros emprendimientos. Su responsabilidad central es la de los resultados de su actividad como prestamistas y no la de suplantar responsabilidades que solo corresponden a los empresarios y capitalistas que reciben sus préstamos.

 

El crucial papel de empresarios y capitalistas

 

En una economía de mercado, son los empresarios y capitalistas (y por encargo a quienes contratan como administradores) los que orientan los medios y factores de producción hacia las distintas actividades productivas de una economía. No como fruto de caprichos o gustos personales. Lo hacen siempre con el propósito de atender las necesidades mas urgentes de sus clientes, los consumidores. Si interpretan equivocadamente la intensidad y naturaleza de estas necesidades, si subestiman los costos requeridos para satisfacerlas, entonces sus esfuerzos productivos no serán adecuadamente remunerados.

 

Aunque se podría afirmar en forma caricaturesca que empresarios y capitalistas son los que “mueven los hilos de la economía” en realidad lo hacen supeditados y condicionados por las necesidades mas urgentes de los consumidores. En este sentido, no son dueños de su propio destino. Se deben a sus clientes, los consumidores. Si fallan en conectarse con ellos, corren el riesgo de perder parcial o totalmente su capital y el trabajo invertido.

 

En último término, son los empresarios y capitalistas quienes establecen el enlace entre los recursos y factores de producción disponibles en una economía y las necesidades mas urgentes de los consumidores. Son el eslabón que permite que los deseos de los consumidores se transmitan hacia atrás en las cadenas productivas. En su ausencia, los consumidores pierden su voz y voto, el que se solo se manifiesta con claridad a través de sus decisiones de compra en los diferentes mercados.

 

Ahora bien, en la medida en la cual la utilización de los recursos y factores de producción esté en sintonía con la satisfacción de las necesidades mas urgentes de los consumidores es que se puede hablar de eficiencia o eficacia en los procesos productivos. Sin esa sintonía se presenta una discordancia entre fines y medios en dichos procesos. Sin ese enlace no hay garantía de que lo que se produce sirva o tenga el valor esperado. 

 

Empresarios y capitalistas son, entonces, los intermediarios insustituibles en la orientación y adecuación del sistema productivo a la atención de las necesidades mas urgentes de la población. Su éxito es la clave para la creación de riqueza. Su éxito significa que los recursos y factores de producción a su disposición cumplieron con su propósito fundamental, que no es otro que el de la producción de bienes y servicios finales útiles para el consumidor. Y en virtud de tal situación, agregarle valor a los recursos y factores de producción así empleados.

 

Son los empresarios y capitalistas los determinantes del valor que se le reconoce a los recursos y factores de producción y no al revés. Son sus decisiones y actividades las que les otorga a estos últimos un valor en términos económicos.

 

Las imprescindibles utilidades y pérdidas

 

La única razón de ser de las actividades de empresarios y capitalistas son las inciertas utilidades que esperan recibir por su inversión. Si no perciben utilidades y por el contrario, sus negocios arrojan pérdidas, significa que van por el camino equivocado. Si obtienen utilidades significa que van por un buen camino. Sin utilidades o pérdidas pierden su sentido de orientación, por decirlo de alguna manera.

 

De aquí se desprende que todo lo que interfiera con sus utilidades o pérdidas (por ejemplo, impuestos o subsidios) distorsiona las señales que guían sus actividades. Las expectativas de recibir esas utilidades es lo que los motiva a poner y arriesgar su capital (y su trabajo) en la atención de las necesidades mas urgentes de los consumidores. Es el elemento que introduce racionalidad al manejo de los recursos y factores de producción a su disposición.

 

La base de esa racionalidad es la atención de las necesidades mas urgentes de sus clientes, y no la satisfacción de sus propias inclinaciones. La búsqueda de las máximas utilidades es el hilo umbilical que relaciona la esfera de la producción con la esfera del consumo. Es lo que induce a quienes dirigen las actividades productivas a trabajar en beneficio de los consumidores.

 

Las apreciaciones subjetivas de políticos y moralistas, sus juicios de valor sobre cómo deben atenderse las necesidades de la gente, no son mas que eso, globos al aire que no tienen asidero en el ámbito de lo práctico, que no generan vínculos de interdependencia entre las motivaciones de los productores y las preferencias y gustos de los consumidores.

 

La presencia de utilidades es lo que eleva el valor de los distintos componentes de la cadena productiva, incluido el de la mano de obra. Las pérdidas destruyen ese valor. Al final de cuentas, en un sistema donde no hay obstáculos mayores a la generación de utilidades, son los consumidores a través de sus decisiones de compra los que determinan cuáles son los procesos productivos exitosos y la magnitud de las adiciones al valor original de los recursos y factores de producción en ellos empleados.

 

Son precisamente esas adiciones en el valor de los distintos componentes de la cadena productiva a través del instrumento de las utilidades y pérdidas las que constituyen el fundamento detrás de ese fenómeno que llamamos “creación de riqueza”. Las utilidades son el único elemento objetivo que permite conocer que los esfuerzos productivos están sincronizados con los deseos manifiestos de los consumidores. Las pérdidas son evidencia de lo contrario.

 

Es la profundización y perfeccionamiento de esa sincronización la que sienta las bases para las adiciones al stock de capital y al aumento de la riqueza.  A mayores utilidades mejor la sincronización de esfuerzos productivos con las decisiones de los consumidores, y a mejor sincronización de esfuerzos mas generación de excedentes para financiar adiciones al stock de capital tanto físico como humano.

 

Esto último puede verse de distintas maneras. Una creciente sincronización de los esfuerzos productivos con los deseos de los consumidores permite utilizar recursos y factores de producción donde los resultados generan el mayor valor, liberar a algunos de ellos para atender otras necesidades insatisfechas, y conocer mejor sobre los caminos que llevan a elevar su eficiencia a futuro.

 

El costoso mito del “gobierno empresario”

 

Las utilidades solo hacen sentido económico cuando representan el retorno a la inversión de un capital propio, aquel con el que se pagan los recursos y factores de producción de los diferentes emprendimientos productivos, con la expectativa de recibir una retribución futura que exceda los costos en que incurrieron.

 

Si no existe propiedad privada del capital invertido se pierden las motivaciones que enlazan a productores con los consumidores y que es lo que permite el gradual perfeccionamiento de la sincronización de los esfuerzos de los unos con las necesidades mas urgentes de los otros. Cuando el gobierno se apropia de los medios de producción se rompe dicho vínculo y la razón es muy simple.

 

Nadie es dueño del gobierno, sino los grupos de poder que transitoriamente lo controlan. Esos grupos, durante el ejercicio de su poder, tienen bajo su encargo administrar lo que los socialistas llaman la “propiedad colectiva” de los recursos y factores de producción que no son objeto de propiedad privada. Pero los resultados de esa administración no recaen sobre nadie en particular. O mejor, recaen sobre todos en la comunidad, pero sin que nadie asuma directamente los riesgos de las inversiones. Se diluyen las responsabilidades en relación con los resultados finales y con la conservación y reproducción de los capitales invertidos.

 

Si los resultados de la gestión gubernamental de empresas y negocios son positivos, muchos saldrán a atribuirse el mérito. Si son negativos la responsabilidad recaerá sobre algunos funcionarios o políticos a los que los otros funcionarios o políticos les echarán la culpa. Pero todo esto es solo anecdótico. Lo importante es que nadie en un gobierno es dueño del capital invertido.

 

Algunos de quienes pasan por puestos públicos de importancia intentan ejercer un cierto control, pero ese control no se asemeja para nada al de los empresarios y capitalistas. Se trata de un control que se supedita a criterios relacionados con sus intereses políticos del momento o los de su grupo, los que por lo general nada tienen que ver con las necesidades mas importantes de los consumidores tanto a corto como a largo plazo.

 

Nadie asume el riesgo de las utilidades o pérdidas en relación con las decisiones de inversión que realizan los gobiernos. Nadie se compromete con los resultados de la gestión gubernamental, nadie está en capacidad de asumir por su cuenta y riesgo las pérdidas resultantes de una impropia utilización de los recursos y factores de producción disponibles.

 

La motivaciones de quienes administran los gobiernos no son necesariamente de índole económica. Su mayor o menor poder depende del mayor o menor gasto que realicen, del mayor o menor empleo directo que proporcionen, del mayor o menor poder administrativo que logren. Nada de esto tiene que ver con la atención eficaz de las necesidades mas urgentes de los consumidores, sino muy indirectamente y eso si acaso. Después de todo el fundamento del poder de los gobiernos reside, en última instancia, en la imposición por la fuerza bruta de sus mandatos y no en la subordinación de sus actos a las preferencias y deseos ajenos, como es el caso de los empresarios y capitalistas frente a sus clientes, los consumidores.

 

Al romperse la interdependencia entre las motivaciones de quienes están a cargo de la esfera de la producción y las preferencias y deseos de quienes hacen parte de la esfera del consumo, se pierde el norte en la organización de los esfuerzos productivos. Ocupan un muy segundo plano, o incluso desaparecen del todo, los afanes por introducir mejoras y elevar la eficiencia de los procesos productivos. Se inhiben las actividades que acrecientan el valor de los recursos y factores de producción y que es lo que forja la creación de riqueza adicional.

 

La inapropiada condena moral a las altas utilidades

 

Las altas utilidades no son en sí mismas malas en términos morales. Como lo anota Ludwig von Mises: “Las altas utilidades nunca son normales. Aparecen cuando hay un desajuste, una divergencia entre la producción actual y la producción como debería darse cuando con los recursos materiales y mentales disponibles se logra una mas adecuada satisfacción de los deseos del público. Esas altas utilidades son el precio que cobran aquellos que remueven esos desajustes o divergencias. Desaparecen tan pronto como ellas son removidas… Entre mayores sean tales desajustes o divergencias mayores serán las utilidades obtenidas con su remoción. Aunque en este caso se podría decir que los desajustes o divergencias son excesivos, es inapropiado calificar como excesivas a las utilidades” (en Planning for Freedom, “Profit and Loss”, Libertarian Press, 1952).

 

Mises concluye que no es el capital empleado el que genera las utilidades o las pérdidas. El capital como tal no es el que “engendra utilidades”, como lo sostiene Karl Marx. Para Mises, los bienes de capital son objetos sin vida que por si mismos no logran nada. Es de las mentes de los empresarios y capitalistas de las que surgen las utilidades. Las utilidades son el resultado de actos mentales que anticipan exitosamente situaciones futuras en los mercados. Son un fenómeno netamente espiritual e intelectual.

 

Lo paradójico es que entre mas exitosos son los empresarios en la utilización de los recursos y factores de producción a su disposición, entre mas produzcan con los medios a su disposición, mas vilipendiados tienden a ser por políticos y moralistas de todas las pelambres. Lo que esta gente les pide es que despilfarren su capital. Lo virtuoso según ellos es que empresarios y capitalistas aumenten sus costos por unidad producida, sin deparar en las consecuencias negativas sobre la creación de riqueza.

 

Para estos moralistas, entre mas gente contrate las empresas, entre mas gasten en obras “sociales”, entre mas dádivas repartan por aquí y por allá, menos “capitalistas” y mas “virtuosas” son. No importa que al afectarse sus utilidades se comprometa su función social vital, que es la producción eficiente de bienes y servicios.

 

Detrás de este moralismo se encuentran sentimientos destructivos como el de la envidia. Pero también subyace la idea equivocada que considera que las utilidades y las pérdidas son unos componentes mas de los costos de producción y no, en palabras de Mises, “los instrumentos a través de los cuales los consumidores transfieren la dirección de las actividades de producción a las manos de aquellos que están mas capacitados para atender sus necesidades mas urgentes”.

 

Así las cosas, cualquier confiscación parcial o total de estas utilidades lo que hace es distorsionar la esencia de la función social de empresarios y capitalistas, y cercenar el control de los consumidores sobre los procesos productivos. La consecuencia es un sistema económico menos receptivo a las necesidades de los consumidores.

 

Tampoco se percatan los moralistas que lo que ellos consideran “utilidades excesivas” son indispensables para generar la respuesta que lleva a su eventual desaparición. Si no existen interferencias indebidas por parte de los gobiernos, esas altas utilidades inducen la entrada de otros empresarios y capitalistas y la mayor competencia termina por reducir los márgenes de ganancia. Así también, las pérdidas terminan por ahuyentar a empresarios y capitalistas y ocasionan la orientación de sus esfuerzos y capitales hacia otras actividades donde sus servicios son mas provechosos.

 

La condena moral a los empresarios y capitalistas no termina aquí. Muchos se regodean ante las debilidades y problemas de personalidad de los exitosos. Se “escandalizan” con los desatinos en las conductas personales de los mas prominentes. Pero esto realmente no viene al caso. Los exitosos son seres de carne y hueso que enfrentan los mismos trastornos físicos y sicológicos que el resto de la humanidad. Es mas, es conocido el mareo y la pérdida del sentido de las proporciones que produce el éxito. Es una solemne estupidez creer que el éxito en el manejo de empresas y capitales lleva como contraparte una conducta intachable en lo personal y social, como se refiere en la próxima sección de “La cándida inconsciencia de empresarios vergonzantes”.

 

Pero de vuelta a lo principal: las alteraciones artificiosas de los niveles de utilidades o pérdidas son nocivas para la salud del sistema económico. Desvirtúan las señales que llevan a la creación de riqueza y a la prosperidad. Quienes por distintas razones, personales o ideológicas, se empeñan en bloquearlas con el uso de los mecanismos coercitivos que otorga el poder político, les aplica con creces aquello de que “el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones”.

 

 

 

LA CÁNDIDA INCONSCIENCIA DE EMPRESARIOS Y CAPITALISTAS VERGONZANTES

 

 

No hay espectáculo mas ridículo que aquellos empresarios y capitalistas que se las dan de que lo mas importante de su actividad no son las utilidades.

 

Alguien dijo por ahí que del capitalismo lo que mas le gustaba era la riqueza y lo que menos los ricos. No le sobra razón a este anónimo personaje. Con frecuencia los mas exitosos en los negocios son personas hábiles en sus oficios, pero limitados en sus conocimientos generales y sin mayor bagaje cultural. Muchos son toscos o torpes socializadores. Son realizadores antes que diletantes pensadores o conversadores y relacionistas públicos.

 

Que esto sea así, que con frecuencia no sean los carismáticos y atractivos personajes que cautivan las audiencias, no debería ser motivo de complejo para los empresarios y capitalistas. No es por lo general esta su vocación ni es por esto que perciben unos beneficios.

 

Intelectuales y empleados tienden a resentir el mayor éxito material de estos sagaces individuos dedicados a la satisfacción de las demandas y deseos del resto de la humanidad. Sin embargo, la perspicacia y el discernimiento para visualizar oportunidades de negocios, o sea para asumir riesgos con el dinero propio y hacer ganancias con la atención de las necesidades insatisfechas del prójimo, son dones escasos y socialmente muy valiosos.

 

Si no fueran dones escasos, el planeta estaría repleto de empresarios y capitalistas exitosos. Pero no es así. Sin importar el entorno, la gran mayoría de los candidatos a empresarios fracasan en sus empeños. Los muy exitosos casi que se cuentan en los dedos de las manos. El común de la gente considera equivocadamente que crear y administrar negocios es tarea sencilla, porque solo ven publicitados los éxitos cuando ya son realidad y porque ven que los exitosos son personajes de lavar y planchar, sin atributos o conocimientos especiales que los distingan y diferencien de sus vecinos.

 

Si no fueran dones socialmente muy valiosos, no dependería de ellos el progreso material del que se beneficia y ufana la humanidad. Los éxitos empresariales son los que proporcionan mas y mejores empleos y los que abren el camino a innovaciones tecnológicas que permiten elevar la calidad de vida de la población. Sin estos éxitos no habría aumentos en el ingreso real ni en los niveles de producción. No habría acumulación de riqueza y se consumiría y agotaría el stock existente de capital.

 

Y, ¿cuál es la única manera de medir los éxitos empresariales? No hay otra que las utilidades o ganancias. Lo demás es carreta. Ellas son las que le dicen a empresarios y capitalistas si lo que están haciendo es beneficioso para la sociedad donde desarrollan su actividad. Las pérdidas, o las utilidades insuficientes para reponer y ampliar el capital invertido, son una incontrovertible señal de que el camino adoptado es el erróneo. Portadas en revistas, obras sociales, manifestaciones de conciencia ambiental, todo ello es subsidiario frente a la responsabilidad central que es la de generar utilidades.

 

Sin embargo, la sociedad tiende a colocar a empresarios y capitalistas a la defensiva sobre la que es su función primordial. En primer lugar, están los envidiosos del éxito, que abundan en todas partes. Pero dejemos a estos a un lado. Es evidente que los empresarios deberían procurar manejar sin ostentación el perfil de sus éxitos para minimizar estos sentimientos derivados del pecado capital de la envidia y que hacen parte integral de la naturaleza humana.

 

Mas corrosivos que los envidiosos por naturaleza son los intelectuales y políticos que con distintas motivaciones se dan a la tarea de denigrar al sistema capitalista, sin el cual la actividad empresarial pierde su razón de ser y no rinde los frutos esperados. Se trata usualmente de unos personajes que sencillamente no entienden cómo funciona este sistema y que no ven mas allá de sus narices cuando intentan concatenar causas y efectos en temas de análisis económico.

 

Estos intelectuales y políticos describen a empresarios y capitalistas como villanos y al capitalismo como un sistema que ocasiona todos los males divinos y humanos que ven a su alrededor. Su propuesta es la de regular la actividad empresarial y gravarla con mas impuestos, al tiempo que expandir la esfera de la acción gubernamental. Creen, sin evidencia alguna, que una organización que nadie controla y que no es de nadie llamada Estado tiene la capacidad de resolver todos los problemas y de encauzar a las sociedades hacia un mayor progreso.

 

Ante estos embates, la reacción de muchos empresarios y capitalistas es la de adoptar una postura vergonzante. Declaran que el objetivo de sus negocios no son las utilidades o ganancias y enfatizan que su actividad se justifica ante todo por las obras sociales que al margen desarrollan. Salen con el cuento de que el empleo que generan y la adopción de tecnologías ambientalmente amigables son mas importantes que esas utilidades. No se atreven a decir frontalmente que si esto fuera así, incurrirían en pérdidas y tendrían que cerrar las puertas de sus empresas, lo que sin duda sería el peor de todos los mundos.

 

Con esta actitud vergonzante empresarios y capitalistas no solamente corren el riesgo de desviarse de su norte sino también de confundir a la opinión pública. Le hacen un flaco favor al entendimiento de cómo opera el sistema capitalista y al decisivo rol que desempeñan las utilidades dentro de este sistema. Entorpecen la comprensión por parte de la opinión pública de lo difícil y complejo que es generarlas y de la importancia que tienen no solamente como fuente de reinversiones y expansiones sino como señales para ellos y para nuevos empresarios acerca de hacia dónde canalizar los futuros esfuerzos productivos.

 

Empresarios y capitalistas tienen todo el derecho a estar orgullosos de sus utilidades y a solicitar apoyo para sus actividades. No tienen que pedir disculpas por sus logros en los negocios ni disfrazarlos con realizaciones que no son las de su actividad central.

 

En último término, en lo que concierne al progreso, nunca hay que perder de vista que lo mas importante es que las empresas crezcan y prosperen, y no que se estanquen o se quiebren bajo el peso de abrumadoras regulaciones y altos impuestos, o porque sus vergonzantes dueños, en medio de una crisis de auto estima, comprometen sus finanzas transformándose en hermanitas de la caridad para con sus empleados y para con la comunidad a su alrededor.