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Jorge Ospina Sardi
 
Prevalece la confusión entre la mayoría de los analistas sobre el impacto del próximo gobierno de Donald Trump. No comprenden la naturaleza del cambio que se avecina.
 
Trump es un ejecutor. Los nombramientos de su gabinete antes de su posesión muestran a las claras que se propone cumplir con todas las promesas de su campaña. Y cuando se dice todas, es todas, y no como suele suceder con los políticos tradicionales que prometen y luego cuando son elegidos las dejan en la vera del camino como resultado de transacciones y compromisos con toda clase de intereses o por su incapacidad como administradores.

Entre las principales promesas de Trump se encuentran las siguientes:

1) Nombramiento de jueces conservadores que respeten el sentido original de la Constitución de Estados Unidos.

2) Fortalecimiento de las fuerzas militares y de los sistemas de seguridad y defensa, incluida la modernización de armamentos y equipos.

3) Construcción del muro en la frontera sur con México y reorganización del sistema de inmigración a todos los niveles (freno a la llegada de ilegales y extranjeros de desconocida procedencia, así como repatriación de aquellos comprometidos en actividades criminales).

4) Rebaja generalizada de tarifas impositivas y eliminación de regulaciones a todos los niveles del gobierno federal, incluidas las muy asfixiantes que recaen sobre el sector financiero. Facilidades para la repatriación de capitales que han abandonado el país en la búsqueda de entornos mas amigables.

5) Políticas dirigidas a convertir a Estados Unidos en potencia productora de todas las fuentes de energía, no solamente con miras a la auto suficiencia sino para la generación de excedentes.

6) Renegociación de tratados de comercio en donde Estados Unidos está en desventaja por prácticas comerciales desleales, como en el caso de China.

7) Replanteamiento de la política ambiental, no solamente desde el punto de vista regulatorio sino también en relación con sus prioridades. Los objetivos planetarios a muy largo plazo y los fondeos sin responsabilidad de resultados serán sustituidos por metas y proyectos concretos relacionados con la calidad del agua y del aire.

8) Descentralización e introducción de competencia en los sistemas de salud y educación.  

9) Impulso a las asociaciones entre el sector público y el privado para la financiación y ejecución de proyectos de renovación urbana y de modernización de la infraestructura.

10) Un estricto control al despilfarro y sobrecostos en el gasto del gobierno federal.

Hay otras promesas relacionadas con temas como el de la libertad religiosa y el rescate de valores culturales que han distinguido a Estados Unidos de tiempo atrás.

El énfasis es indudablemente la reafirmación del poderío del país en todos los ámbitos, pero especialmente el militar, el económico y el cultural. Este enfoque contrasta con el del gobierno de Barack Obama en los últimos ocho años, en el que la norma en política exterior ha sido el bajo perfil y las disculpas por el abuso en el pasado de dicho poderío. Por supuesto que otros países rivales prefieren un gigante dormido o somnoliento a uno “vivito y coleando”.

Pero la historia conocida del planeta indica que los vacíos de poder son ocupados por alguien. Que la desactivación de la fuerza del país mas poderoso del planeta simplemente lleva a que otras potencias de menor rango, u otros intereses o grupos, la sustituyan, y no necesariamente para fines nobles o benéficos.


Como sea, en el plano económico las políticas del gobierno entrante cuestionan el paradigma de las últimas dos décadas relacionadas con lo que se denomina “globalismo” a secas, o “globalismo socialista” como sería mas apropiado calificarlo. A comienzos de los años 90 este globalismo se basaba en criterios de libre mercado, pero con el paso del tiempo se convirtió en la herramienta de los gobiernos para imponer infinidad de regulaciones sobre la actividad económica y financiera, y para acrecentar los poderes de los políticos expoliadores a través de sistemas impositivos cada vez mas asfixiantes y hostiles a la creación de riqueza.

Este globalismo socialista manejado por una burocracia no electa ha tenido la pretensión totalitaria de unificar entre países políticas económicas y sociales estatistas, incluidas regulaciones financieras, impositivas, comerciales y ambientales de todo tipo, con un absoluto desprecio a consideraciones de soberanía, tradiciones y preferencias regionales.

Entre otras, con esta unificación se le asesta un duro golpe a la competencia entre gobiernos, especialmente aquella que induce innovaciones en materia de políticas públicas en áreas como la atracción de capitales y la creación de riqueza. Es precisamente esta competencia entre gobiernos y políticas públicas uno de los pocos frenos al insaciable burocratismo de los gobiernos y a la desbocada voracidad de poder de los políticos que los administran.

Ese rígido globalismo socialista ha traído consigo economías altamente endeudadas y zombis. Un sector financiero completamente supeditado al poder político y una partida de jóvenes, o “milenios” como los llaman, que han perdido la noción de cómo se crea riqueza en condiciones de una real libertad de mercados.


Si Trump tiene éxito en “soltarle las amarras” a la economía de Estados Unidos y en recobrarle su perdido dinamismo, si genera un entorno suficientemente amigable para atraer capitales, el impacto sobre otros países será realmente significativo y muy interesante. Las políticas que estimulan la competencia y que favorecen los esfuerzos productivos dentro de Estados Unidos, las políticas de bajar impuestos y de eliminar toda clase de anacrónicas e intrincadas regulaciones, llegan en un momento en el que las economías de Europa, Japón, China y los principales países emergentes, están estancadas y postradas bajo la carga de un exagerado intervencionismo estatal.

Podría entonces generarse un proceso similar al que ocurrió en los años ochenta cuando bajo el liderazgo de los gobiernos de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher el planeta tuvo un viraje a favor de la promoción de las libertades políticas y económicas. Fue cuando cayó el Muro de Berlín y se produjo un retraimiento de los gobiernos a favor de la iniciativa privada, con un efecto auspicioso en términos de crecimiento económico.

Es a través del efecto demostración y por consideraciones de competitividad frente a Estados Unidos que países como los que están amarrados a la Unión Europea, y varios emergentes, serán inducidos a echar por la borda sus actuales políticas estatistas y regulatorias.

Y dicho sea de paso, la posición de Trump en relación con China, un país sin libertades políticas que bajo los criterios de la Organización Mundial de Comercio (OMC) no califica como “economía de mercado”, podría eventualmente propiciar allá cambios a favor de políticas mas transparentes, incluidas las comerciales. Trump ya le mandó el mensaje al gobierno de China que está descontento no solamente con sus manipulaciones del valor del yuan y con la forma como restringe las importaciones provenientes de Estados Unidos, sino también con sus construcciones de bases militares en mar abierto y con su nula colaboración en frenar la carrera nuclear armamentista de Corea del Norte.


Lo cierto es que Trump no se siente atado al pasado en materia de política exterior. Se ha quejado repetidas ocasiones sobre la indebida alta carga que asume Estados Unidos en la financiación de instituciones como NATO y en la defensa de países como Alemania, Japón y Corea del Sur. Según su criterio, la Guerra Fría es historia superada y los esquemas de cooperación establecidos después de la Segunda Guerra Mundial no se ajustan a las realidades actuales.

Pero este cambio de paradigma en las relaciones internacionales no implica que Estados Unidos vaya a perder liderazgo a nivel global, como lo sugieren algunos despistados analistas. Por el contrario, un Estados Unidos mas fuerte en lo militar y en lo económico será objeto no solamente de una mayor emulación sino también de crecientes requerimientos de negocios y colaboraciones a lo largo y ancho del planeta.