Jorge Ospina Sardi
Poderes públicos limitados e independientes proporcionan el sentido seguridad que distingue a las comunidades que disfrutan de libertades políticas. Unas en las que sus miembros disponen de autonomía en las decisiones de su directa incumbencia.
En 1748 el barón de Montesquieu publicó El Espíritu de las Leyes en donde planteó la necesidad de la separación de poderes como remedio al absolutismo que caracterizaba las monarquías de su época. Su obra sirvió de inspiración en lo constitucional a las democracias que se establecieron años después, y muy especialmente en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
Importancia de la independencia de la rama judicial
En esta separación de poderes la mayor importancia la tiene la independencia de la rama judicial, pues es ella la que, al final de cuentas, protege al individuo frente a los atropellos de los gobernantes de turno. Sin esa independencia no hay resguardo frente a las arbitrariedades y caprichos de quienes administran desde los gobiernos el monopolio de la fuerza bruta.
También Montesquieu argumentó a favor de la necesidad de la independencia del legislativo frente al poder ejecutivo. Después de todo, sin independencia el legislativo no puede ejercer sus funciones de control a los desafueros del ejecutivo y de aprobación de leyes que consulten el interés general y no el exclusivo de los gobernantes de turno.
Sin embargo, para Montesquieu las libertades políticas se apoyan sobre todo en un sistema judicial imparcial, que opere con reglas conocidas y que sea administrado por jueces predecibles. En otras palabras, un sistema judicial completamente independiente de las otras agencias del gobierno. Uno en el cual los fallos obedecen a consideraciones de justicia y no a los caprichos y preferencias políticas de quienes los emiten o de quienes ejercen funciones públicas.
Los individuos, si son libres, deben temer a la ley y no a los magistrados que la implementan. El poder que se deposita en manos de los jueces es tan temible, especialmente en el caso de la justicia penal, que su alcance debe ser muy limitado en lo que respecta a aquellas acciones objeto de ser criminalizadas.
Por ejemplo, temas de interpretación en materia de creencias religiosas o políticas, o temas relacionados con conductas sexuales y gustos personales, no deben ser asunto del derecho público. Solamente se deben criminalizar los actos de violencia en contra de personas y propiedades.
No incumbe a leyes o jueces castigar malos pensamientos o palabras indeseables cuando no hay de por medio daños visibles y demostrables a terceros.
Lo importante es definir claramente la naturaleza de los crímenes que deben ser castigados en forma tal que se reduzca a un mínimo la arbitrariedad en la aplicación de las sanciones. Por otro lado, deben evitarse castigos muy duros o severos, torturas y la pena de muerte. La crueldad en los castigos y el miedo que ellos inspiran se prestan a abusos de toda clase y traen consigo perjuicios sicológicos a las poblaciones amenazadas con lo que puede considerarse una especie de Espada de Damocles.
El principal requisito para garantizar las libertades políticas en una comunidad es el de que sean solo unas pocas fechorías las que puedan ser criminalizadas. Si un gobierno tiene la potestad de criminalizar lo divino y lo humano, las puertas del camino a la servidumbre quedan abiertas de par en par, y la tan anhelada separación de poderes se convierte en un simple saludo a la bandera
En contravía de tendencias políticas actuales
Como lo señala Judith N. Shklar, el énfasis de Montesquieu era, por encima de cualquier otra consideración, evitar gobiernos opresivos o despóticos (en Montesquieu, Oxford University Press, 1987). Eso se logra con el imperio de la ley: con gobiernos cuyos miembros no estén subordinados los unos a los otros y con poblaciones que disfruten de un alto grado de seguridad.
¿Qué es entonces la libertad para Montesquieu? No es la independencia de hacer lo que a la persona se le venga en gana. Es, antes bien, la condición de tener seguridad en relación con la integridad personal y la propiedad. Ese sentido de seguridad es lo que distingue a los pueblos libres. La libertad es el resultado de arreglos institucionales que en estos dos frentes protegen a las personas de las inclinaciones despóticas de los gobernantes y a estos de eventuales mutuas agresiones.
El pensamiento de Montesquieu pertenece a un liberalismo que podríamos llamar “clásico” y que difiere sustancialmente del que surgió con la Revolución Francesa y posteriormente, con los movimientos políticos socialistas. Estos últimos han echado por la borda la preocupación central del liberalismo clásico de imponerle límites a la autoridad de los gobiernos, cualesquiera que sean los formatos bajo los cuales operan.
En parte por la influencia de estas corrientes de pensamiento socialista, la tendencia de los últimos cien años ha sido la de asignarle unas crecientes funciones y responsabilidades a los poderes públicos, sin deparar en sus consecuencias negativas desde el punto de vista del respeto a las libertades políticas y a la protección de los derechos individuales.
Es así como estas corrientes de pensamiento pregonan que todos los males que aquejan a una comunidad deben ser atendidos y resueltos a través de acciones políticas promovidas por los gobiernos. Las responsabilidades individuales, que son las determinantes, han quedado relegadas a un plano secundario.
La proliferación de funciones tiene el efecto de exacerbar el poder de los gobiernos y de los políticos que los administran. Es la excusa perfecta a su disposición para hacerse a unos poderes que envidiarían los monarcas absolutistas que desvelaron a Montesquieu.
Sin límites en deberes y encargos, la separación de poderes se diluye en medio de patronazgos y reparticiones de prebendas. La corrupción se expande como maleza. Una cómplice e interesada cohabitación de los poderes lleva, en la práctica y por conveniencia de las partes, a su confluencia en uno solo de carácter omnímodo.
Tributación y separación de poderes
Es reconocido que el absolutismo de los gobiernos conduce a una abyecta subordinación de poderes intermedios como son los que tienen a su cargo la actividad empresarial y económica. Como mecanismo de defensa, estos poderes intermedios se pliegan al chantaje de unos gobiernos de cuyas arbitrariedades no pueden protegerse.
Un aspecto al que Montesquieu le asignó una especial atención fue el de la tributación. Aunque es cierto que en el caso de comunidades en las que se respetan las libertades se acepta que nadie puede tener un control total de su propiedad, ello no obsta para que la gente solo delegue parcialmente ese control si existen buenas razones para hacerlo.
Shklar resume la posición Montesquieu sobre este complejo tema de la siguiente manera: “la gente no debe ser privada de la atención de sus necesidades para satisfacer las caprichosas querencias de los gobernantes, como lo serían la búsqueda de la gloria, carreras armamentistas y proyectos fastuosos y extraordinarios, o para pagar por la codicia y la incompetencia de los funcionarios”.
Y continúa su resumen: “Los mejores impuestos son los que recaen sobre las ventas y que los comerciantes trasladan a sus clientes sin que ellos siquiera sepan que los están pagando. En general, es menos peligroso si alguna gente no tributa los suficiente que si toda la gente se ve obligada a tributar en exceso”.
El punto central de la argumentación de Montesquieu es que los impuestos excesivos son una forma de esclavitud, y una especialmente denigrante si ello hace parte de un esquema perverso a través del cual se le vende a ciudadanos libres la idea de que hay que pagar impuestos muy altos como condición necesaria para preservar sus libertades.
No se puede desconocer la vigencia de estas ideas. Ponen en evidencia las inclinaciones despóticas de aquellos políticos que promueven una creciente tributación sin medir las consecuencias. Pero además no hay que perder de vista que antes no existía la maraña de impuestos de hoy en día y que por la información requerida para sus recaudos, y con el soporte de las nuevas tecnologías, los gobiernos han adquirido la capacidad de invadir en forma total y abusiva la esfera de la vida privada de las personas.