Jorge Ospina Sardi
Muchas economías europeas están infladas con deuda y la gente se engaña al creer que el problema es del sistema capitalista y no de la irresponsabilidad de los políticos y de otros grupos beneficiados.
La gran mayoría de los gobiernos europeos han gastado durante décadas mucho más de lo que reciben, hasta endeudarse por encima de 100% del PIB. Grupos numerosos de la población obtienen beneficios de toda clase sin un solo aporte productivo a las comunidades donde habitan. Los bancos, cuyo negocio lo han diseñado las autoridades para prestar sin respaldo, están ahogados con una cartera morosa y completamente descapitalizados. Multitud de hogares y empresas asumieron créditos bajo supuestos absurdamente optimistas sobre la evolución futura de sus ingresos y de los precios de sus activos.
Al sumar las deudas de los gobiernos con las de hogares y empresas se llega a la escandalosa circunstancia de que en la mayoría de las economías europeas la deuda total se aproxima o supera 300% del PIB. Si una persona o una empresa empieza “a pasar aceite” cuando su deuda sobrepasa el 40% de su producido anual, no es difícil imaginarse la situación con tan exorbitante endeudamiento total. Ningún país genera los excedentes suficientes para servir semejante deuda y para eventualmente reducirla a niveles razonables.
Los políticos y muchos economistas consideran que la solución es darle vueltas adicionales a la deuda, es decir, refinanciarla en mejores condiciones de plazos y tasas. La cuestión es contra intuitiva puesto que a un deudor financieramente quebrado y de alto riesgo se lo premia con condiciones mas favorables que la que se le otorga a deudores mas responsables y con capacidad de pago.
Obviamente, para estos países sobre endeudados el costo de acceder al mercado voluntario de capitales se mantiene elevadísimo, tal como debe ser. Pero los políticos, como siempre, han metido la cucharada. Quieren evitar lo inevitable. Entonces, en el caso europeo, decidieron “sacar de la manga” recursos para refinanciar en condiciones supremamente subsidiadas a gobiernos y bancos quebrados.
¿De dónde salen estos recursos? De los impuestos de los contribuyentes, básicamente. Dentro de este esquema, unos gobiernos quebrados refinancian a otros gobiernos mas quebrados y fondean a unos sistemas financieros que también están quebrados. En estas idas y venidas se termina con frecuencia acudiendo al impuesto de la inflación, el que está detrás de las emisiones monetarias no respaldadas con ahorro.
Lo interesante de todo este proceso en términos de sicología colectiva es que la gran mayoría de la población no considera que el problema reside en el exceso de gasto, uno que viene de tiempo atrás. Sin duda han sido convincentes los políticos de todos los colores al promover la idea de que la riqueza es un “algo” que cae milagrosamente del cielo, a la cual todos tienen derecho independientemente de cómo se genera.
Sin embargo, no hay nada gratuito en la creación de riqueza. En primer lugar, se requiere de esfuerzo y buen cálculo. Es resultado de recursos que se ahorran para ser invertidos en procesos productivos que no rinden frutos inmediatos sino al cabo de cierto tiempo. Los recursos que se destinan a la inversión no pueden destinarse simultáneamente al consumo. En otras palabras, para los malos entendedores, los recursos no son infinitos y si queremos proveer por las necesidades futuras es imprescindible sacrificar consumo en el presente.
En segundo lugar, la creación de riqueza no es un proceso automático que solamente implica el acto de abstenerse de consumir en el presente y de utilizar caprichosamente los recursos provenientes del ahorro resultante. Para garantizarla, hay que emplear con eficiencia esos escasos recursos disponibles para la inversión. Si la inversión es mal ejecutada o se realiza en actividades sin una demanda efectiva, no se crea riqueza. Si, por ejemplo, los gobiernos despilfarran los recursos que invierten, se le asesta un golpe al progreso futuro.
Para que la inversión se realice eficientemente y contribuya al progreso futuro se requiere de un entorno favorable de señales que recompensen la oportuna y eficiente utilización de los recursos, y que castiguen errores, retrasos, desenfoques y derroches.
Una de las formas mágicas para “pasarse por la faja” el conflicto entre consumo e inversión, que no es otro que el de consumo presente versus consumo futuro, es mediante la utilización de crédito. Con grandes cantidades de crédito irrigando el sistema productivo se puede consumir e invertir más allá de los recursos disponibles. Se crea, entonces, la ilusión que se tiene más de lo que se tiene. Pero más grave aún, se modifica la valoración del costo de la abstinencia y del esfuerzo requerido en el presente para garantizar el crecimiento y el mayor consumo a futuro.
Dicho en palabras simples, se llega a esa situación descrita como “la prosperidad al debe”, con un patético infeliz final. El final ocurre cuando se secan las fuentes de préstamos adicionales y de refinanciaciones. Eso sucede cuando la deuda es tan elevada que la velocidad con la cual circula el dinero se retrae ante la insolvencia o incapacidad de gobiernos, hogares y empresas de cumplir con los inmensos compromisos anteriormente adquiridos.
Pero el grueso de la población no entiende que la única salida no es seguirse endeudando o refinanciando sino ajustar el gasto a los recursos disponibles y buscar caminos para elevar la productividad y eficiencia en la utilización de esos recursos. Menos locha, cierre de lo inviable, y mas trabajo del verdaderamente productivo.
El problema con un sistema de “prosperidad al debe”, que no corresponde a un capitalismo bien entendido y que es solo posible gracias a las distorsiones que introducen los gobiernos en los mercados monetarios y financieros, es que altera fundamentalmente las señales que determinan cuáles deben ser los niveles de consumo, ahorro e inversión más apropiados en cada instancia histórica, así como el tipo de inversión mas conveniente para asegurar el progreso futuro.
Con grandes y permanentes expansiones monetarias y con un sistema financiero que solo tiene que respaldar con capital propio el 10% de lo que presta, es imposible que no se dispare el crédito mas allá de la capacidad productiva para repagarlo. Y unos de los grandes favorecidos con este sistema monetario y financiero irresponsablemente laxo son los gobiernos, que gracias a él logran aumentar sin control alguno sus burocracias y el número de beneficiarios de sus prebendas, hasta convertirse en una carga insostenible para los sectores verdaderamente productivos de los que extrae impuestos.
Se llega así a una situación en la que se sacrifica por años el crecimiento económico, hasta cuando nuevamente se alcanza un ajuste de los niveles de gasto concordante con los del ahorro y esfuerzo productivo, y en medio de una menor dependencia en el crédito.
¿Cuánto tiempo toma este proceso? Depende de cada circunstancia específica, pero es evidente que la política del avestruz, la de procrastinar y esperar que todo se resuelva como por arte de magia, la de refinanciar y volver a refinanciar, tiende a agravar el problema porque se agudizan las distorsiones ocasionadas por un gasto inviable que se hizo y continúa haciendo a costa de una impagable deuda.
Además, y esto es muy importante, porque se engaña a la población sobre la naturaleza del problema y sobre los sacrificios que se requieren para rectificar el catastrófico rumbo que se trae.
Al sumar las deudas de los gobiernos con las de hogares y empresas se llega a la escandalosa circunstancia de que en la mayoría de las economías europeas la deuda total se aproxima o supera 300% del PIB. Si una persona o una empresa empieza “a pasar aceite” cuando su deuda sobrepasa el 40% de su producido anual, no es difícil imaginarse la situación con tan exorbitante endeudamiento total. Ningún país genera los excedentes suficientes para servir semejante deuda y para eventualmente reducirla a niveles razonables.
Los políticos y muchos economistas consideran que la solución es darle vueltas adicionales a la deuda, es decir, refinanciarla en mejores condiciones de plazos y tasas. La cuestión es contra intuitiva puesto que a un deudor financieramente quebrado y de alto riesgo se lo premia con condiciones mas favorables que la que se le otorga a deudores mas responsables y con capacidad de pago.
Obviamente, para estos países sobre endeudados el costo de acceder al mercado voluntario de capitales se mantiene elevadísimo, tal como debe ser. Pero los políticos, como siempre, han metido la cucharada. Quieren evitar lo inevitable. Entonces, en el caso europeo, decidieron “sacar de la manga” recursos para refinanciar en condiciones supremamente subsidiadas a gobiernos y bancos quebrados.
¿De dónde salen estos recursos? De los impuestos de los contribuyentes, básicamente. Dentro de este esquema, unos gobiernos quebrados refinancian a otros gobiernos mas quebrados y fondean a unos sistemas financieros que también están quebrados. En estas idas y venidas se termina con frecuencia acudiendo al impuesto de la inflación, el que está detrás de las emisiones monetarias no respaldadas con ahorro.
Lo interesante de todo este proceso en términos de sicología colectiva es que la gran mayoría de la población no considera que el problema reside en el exceso de gasto, uno que viene de tiempo atrás. Sin duda han sido convincentes los políticos de todos los colores al promover la idea de que la riqueza es un “algo” que cae milagrosamente del cielo, a la cual todos tienen derecho independientemente de cómo se genera.
Sin embargo, no hay nada gratuito en la creación de riqueza. En primer lugar, se requiere de esfuerzo y buen cálculo. Es resultado de recursos que se ahorran para ser invertidos en procesos productivos que no rinden frutos inmediatos sino al cabo de cierto tiempo. Los recursos que se destinan a la inversión no pueden destinarse simultáneamente al consumo. En otras palabras, para los malos entendedores, los recursos no son infinitos y si queremos proveer por las necesidades futuras es imprescindible sacrificar consumo en el presente.
En segundo lugar, la creación de riqueza no es un proceso automático que solamente implica el acto de abstenerse de consumir en el presente y de utilizar caprichosamente los recursos provenientes del ahorro resultante. Para garantizarla, hay que emplear con eficiencia esos escasos recursos disponibles para la inversión. Si la inversión es mal ejecutada o se realiza en actividades sin una demanda efectiva, no se crea riqueza. Si, por ejemplo, los gobiernos despilfarran los recursos que invierten, se le asesta un golpe al progreso futuro.
Para que la inversión se realice eficientemente y contribuya al progreso futuro se requiere de un entorno favorable de señales que recompensen la oportuna y eficiente utilización de los recursos, y que castiguen errores, retrasos, desenfoques y derroches.
Una de las formas mágicas para “pasarse por la faja” el conflicto entre consumo e inversión, que no es otro que el de consumo presente versus consumo futuro, es mediante la utilización de crédito. Con grandes cantidades de crédito irrigando el sistema productivo se puede consumir e invertir más allá de los recursos disponibles. Se crea, entonces, la ilusión que se tiene más de lo que se tiene. Pero más grave aún, se modifica la valoración del costo de la abstinencia y del esfuerzo requerido en el presente para garantizar el crecimiento y el mayor consumo a futuro.
Dicho en palabras simples, se llega a esa situación descrita como “la prosperidad al debe”, con un patético infeliz final. El final ocurre cuando se secan las fuentes de préstamos adicionales y de refinanciaciones. Eso sucede cuando la deuda es tan elevada que la velocidad con la cual circula el dinero se retrae ante la insolvencia o incapacidad de gobiernos, hogares y empresas de cumplir con los inmensos compromisos anteriormente adquiridos.
Pero el grueso de la población no entiende que la única salida no es seguirse endeudando o refinanciando sino ajustar el gasto a los recursos disponibles y buscar caminos para elevar la productividad y eficiencia en la utilización de esos recursos. Menos locha, cierre de lo inviable, y mas trabajo del verdaderamente productivo.
El problema con un sistema de “prosperidad al debe”, que no corresponde a un capitalismo bien entendido y que es solo posible gracias a las distorsiones que introducen los gobiernos en los mercados monetarios y financieros, es que altera fundamentalmente las señales que determinan cuáles deben ser los niveles de consumo, ahorro e inversión más apropiados en cada instancia histórica, así como el tipo de inversión mas conveniente para asegurar el progreso futuro.
Con grandes y permanentes expansiones monetarias y con un sistema financiero que solo tiene que respaldar con capital propio el 10% de lo que presta, es imposible que no se dispare el crédito mas allá de la capacidad productiva para repagarlo. Y unos de los grandes favorecidos con este sistema monetario y financiero irresponsablemente laxo son los gobiernos, que gracias a él logran aumentar sin control alguno sus burocracias y el número de beneficiarios de sus prebendas, hasta convertirse en una carga insostenible para los sectores verdaderamente productivos de los que extrae impuestos.
Se llega así a una situación en la que se sacrifica por años el crecimiento económico, hasta cuando nuevamente se alcanza un ajuste de los niveles de gasto concordante con los del ahorro y esfuerzo productivo, y en medio de una menor dependencia en el crédito.
¿Cuánto tiempo toma este proceso? Depende de cada circunstancia específica, pero es evidente que la política del avestruz, la de procrastinar y esperar que todo se resuelva como por arte de magia, la de refinanciar y volver a refinanciar, tiende a agravar el problema porque se agudizan las distorsiones ocasionadas por un gasto inviable que se hizo y continúa haciendo a costa de una impagable deuda.
Además, y esto es muy importante, porque se engaña a la población sobre la naturaleza del problema y sobre los sacrificios que se requieren para rectificar el catastrófico rumbo que se trae.