Con sus políticas migratorias y su rechazo al multilateralismo, el nuevo Presidente de Estados Unidos reactiva corrientes nacionalistas que estaban adormecidas.
Tal como lo señala el comentarista Rich Lowry, las políticas migratorias de Trump parten del supuesto que los Americanos de Estados Unidos poseen la autoridad soberana de decidir quién puede llegar a vivir en su país. Que esa autoridad es para darle prelación a los intereses de sus trabajadores y a la seguridad de sus ciudadanos por encima de los intereses y de la seguridad de personas de otras nacionalidades. Y que lo prioritario es garantizar que quienes solicitan la ciudadanía no sean hostiles a los valores y las tradiciones políticas de Estados Unidos (“Trump Week One: The return of the nation–state”, New York Post, Enero 26 de 2017).
Aunque el resto del planeta se puede indignar porque el nuevo gobierno de Estados Unidos ha adoptado esta política migratoria, nadie pero nadie, sea europeo, asiático, africano o latinoamericano, puede reclamar que ella es violatoria de derechos humanos o de tratados internacionales. De hecho, diferentes países y los mismos Estados Unidos la han aplicado en distintas épocas y bajo diferentes circunstancias. En el caso de Trump, lo hasta ahora hecho en el frente migratorio es totalmente consecuente con lo que afirmó en su discurso de posesión de que “en el centro del movimiento (que lo eligió) está una convicción crucial: que una nación existe para servir a sus ciudadanos”.
Según Trump, así como Estados Unidos está en todo su derecho de poner sus intereses por delante de los de otras naciones o pueblos, así también “reconocemos el derecho de todas las naciones de poner los suyos como primeros”.
Todo esto implica un rechazo a la visión que busca borrar la identidad político–cultural tradicional de Estados Unidos y realzar identidades sub nacionales étnicas y raciales. Sin embargo, algunos opinan que la visión de Trump es la de una sub nacionalidad, la de los blancos, y que en el interconectado mundo actual de lo que se trata es de la convivencia en plano de igualdad de distintas culturas, religiones y valores.
Con todo, hay que subrayar que ni Trump ni sus partidarios pretenden desconocer la gran diversidad étnica o racial que ya existe en Estados Unidos, e impedir que las leyes y su aplicación sean respetuosas de esa diversidad.
Pero gobiernos como el de Iran y Arabia Saudita y una buena cantidad de organizaciones religiosas árabes promueven y financian grupos musulmanes radicales cuyo objetivo es la destrucción de Estados Unidos y todo lo que ese país representa. Así las cosas, es apenas lo normal que Trump se tome las amenazas en serio y que organice un mas seguro sistema de inmigración.
Así también parece lógico que Trump busque organizar en función de los intereses de su país la frontera sur, donde reina la anarquía y el poder de unas temibles mafias de tráfico de drogas y tráfico de personas (incluyendo menores de edad), con la cómplice pasividad del gobierno de México.
Todas las naciones del planeta están en su derecho de organizar sus fronteras de la manera como crean conveniente, siempre y cuando sus gobiernos no abusen o violen los derechos básicos de los inmigrantes. Estados Unidos no obliga a nadie a emigrar allí. Esta es una decisión voluntaria de quienes pretenden hacerlo. No es violación de ningún derecho que Estados Unidos niegue visa de entrada o de estadía a quien, por las razones que sea, considere que no es bienvenido. Es lo mismo que a su manera hacen cada una del resto de las naciones del planeta.
Mientras haya naciones hay fronteras. Y mientras haya fronteras hay naciones con identidad propia. Que cada nación se proponga defender su identidad es una posibilidad inherente a su misma existencia. Que aspectos de esa identidad varíen de acuerdo a desarrollos políticos internos es igualmente lo mas lógico.
Es una discusión válida la de si es preferible un planeta repleto de naciones con fronteras que reafirman identidades propias o si es mas recomendable uno donde las naciones son como provincias que siguen directrices trazadas por una élite transnacional (como la que administra la ONU y otras entidades internacionales multilaterales, asociaciones como la Unión Europea, o acuerdos como el reciente de París sobre cambio climático).
Se trata de decidir entre un planeta donde las naciones son fuertes y relativamente independientes a la hora de establecer sus propias políticas económicas y regulatorias o uno en el que decisiones importantes en estos y otros frentes se toman por fuera de sus fronteras.
Con el ascenso de Trump, con el Brexit, con el No en Italia (y en cierta forma con el No de Colombia), y con la alta votación de partidos nacionales o populares en Europa, la balanza se ha inclinado últimamente a favor de la nación–estado. Da la impresión que se trata del inicio de un ciclo que apenas está empezando.
Aunque el resto del planeta se puede indignar porque el nuevo gobierno de Estados Unidos ha adoptado esta política migratoria, nadie pero nadie, sea europeo, asiático, africano o latinoamericano, puede reclamar que ella es violatoria de derechos humanos o de tratados internacionales. De hecho, diferentes países y los mismos Estados Unidos la han aplicado en distintas épocas y bajo diferentes circunstancias. En el caso de Trump, lo hasta ahora hecho en el frente migratorio es totalmente consecuente con lo que afirmó en su discurso de posesión de que “en el centro del movimiento (que lo eligió) está una convicción crucial: que una nación existe para servir a sus ciudadanos”.
Según Trump, así como Estados Unidos está en todo su derecho de poner sus intereses por delante de los de otras naciones o pueblos, así también “reconocemos el derecho de todas las naciones de poner los suyos como primeros”.
Todo esto implica un rechazo a la visión que busca borrar la identidad político–cultural tradicional de Estados Unidos y realzar identidades sub nacionales étnicas y raciales. Sin embargo, algunos opinan que la visión de Trump es la de una sub nacionalidad, la de los blancos, y que en el interconectado mundo actual de lo que se trata es de la convivencia en plano de igualdad de distintas culturas, religiones y valores.
Con todo, hay que subrayar que ni Trump ni sus partidarios pretenden desconocer la gran diversidad étnica o racial que ya existe en Estados Unidos, e impedir que las leyes y su aplicación sean respetuosas de esa diversidad.
Pero gobiernos como el de Iran y Arabia Saudita y una buena cantidad de organizaciones religiosas árabes promueven y financian grupos musulmanes radicales cuyo objetivo es la destrucción de Estados Unidos y todo lo que ese país representa. Así las cosas, es apenas lo normal que Trump se tome las amenazas en serio y que organice un mas seguro sistema de inmigración.
Así también parece lógico que Trump busque organizar en función de los intereses de su país la frontera sur, donde reina la anarquía y el poder de unas temibles mafias de tráfico de drogas y tráfico de personas (incluyendo menores de edad), con la cómplice pasividad del gobierno de México.
Todas las naciones del planeta están en su derecho de organizar sus fronteras de la manera como crean conveniente, siempre y cuando sus gobiernos no abusen o violen los derechos básicos de los inmigrantes. Estados Unidos no obliga a nadie a emigrar allí. Esta es una decisión voluntaria de quienes pretenden hacerlo. No es violación de ningún derecho que Estados Unidos niegue visa de entrada o de estadía a quien, por las razones que sea, considere que no es bienvenido. Es lo mismo que a su manera hacen cada una del resto de las naciones del planeta.
Mientras haya naciones hay fronteras. Y mientras haya fronteras hay naciones con identidad propia. Que cada nación se proponga defender su identidad es una posibilidad inherente a su misma existencia. Que aspectos de esa identidad varíen de acuerdo a desarrollos políticos internos es igualmente lo mas lógico.
Es una discusión válida la de si es preferible un planeta repleto de naciones con fronteras que reafirman identidades propias o si es mas recomendable uno donde las naciones son como provincias que siguen directrices trazadas por una élite transnacional (como la que administra la ONU y otras entidades internacionales multilaterales, asociaciones como la Unión Europea, o acuerdos como el reciente de París sobre cambio climático).
Se trata de decidir entre un planeta donde las naciones son fuertes y relativamente independientes a la hora de establecer sus propias políticas económicas y regulatorias o uno en el que decisiones importantes en estos y otros frentes se toman por fuera de sus fronteras.
Con el ascenso de Trump, con el Brexit, con el No en Italia (y en cierta forma con el No de Colombia), y con la alta votación de partidos nacionales o populares en Europa, la balanza se ha inclinado últimamente a favor de la nación–estado. Da la impresión que se trata del inicio de un ciclo que apenas está empezando.