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La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) pasó a una lista de paraísos fiscales grises a Costa Rica, Uruguay, Malasia y Filipinas.
 
Estos países habían sido incluidos en una lista negra, pero se comprometieron a seguir los estándares internacionales en materia de revelación de información bancaria. Otros países como Suiza y Luxemburgo habían expresado, antes de la reunión del G-20, que se acercarían a los estándares de la OCDE. La presión sobre los llamados paraísos fiscales hace parte de un esfuerzo concertado de los gobiernos de los países más poderosos del planeta para combatir la evasión de impuestos.

Pero a todas estas, ¿qué son los paraísos fiscales? En realidad, para los países que cobran altos impuestos lo son todos los países, ciudades o zonas con una menor tasa de tributación. Entre los paraísos se encuentran aquellos que no cobran impuestos, o que no lo hacen sobre el ingreso generado por fuera de su jurisdicción.

Hasta este punto los paraísos fiscales pueden ser considerados como positivos. Es sana la competencia entre gobiernos sobre el nivel y tipo de tributación y que individuos y empresas tengan libertad de escogencia. Cada país debe ser libre de imponer los impuestos que su población decida. La competencia a este respecto constituye un freno a las apetencias desbordadas de poder por parte de los gobiernos. Los paraísos fiscales son una válvula de escape para quienes viven y trabajan en países con impuestos confiscatorios.  

Pero está el tema de la privacidad o de la reserva bancaria. Los gobiernos de Estados Unidos y varios de Europa argumentan que debido a los paraísos fiscales sus ciudadanos dejan de pagar impuestos donde se produjo y generó el ingreso o la riqueza. En realidad, ese no es un problema de los países catalogados como paraísos fiscales. Es más bien un problema de los países que cobran impuestos demasiado altos. No hay una razón de peso por la cual los países que cobran bajos impuestos (o que no los cobran) deban entregar información sobre quienes allí invierten capitales obtenidos en actividades lícitas.

Si las autoridades de un país, ajustándose a las leyes de ese país, confiscan los bienes de un ciudadano de ese país, nadie las cuestiona. Pero si ese ciudadano se las ha arreglado para transferir parte de su capital a otro país, el país de origen, por solo ese hecho, perdió su jurisdicción sobre ese capital. Si el país de origen prueba que los dineros fueron mal habidos (resultado de un robo o fraude, por ejemplo), está en su derecho de pedir información y la eventual devolución. Pero si se trata de dineros bien habidos que significaron un menor pago de impuestos en el país de origen, entonces, no hay por qué informar sobre ellos. Lo que para ese país es un posible delito —la eventualidad de una evasión de impuestos— no lo es en el país receptor.

Si la salida de ingresos y riqueza sin pagar impuestos es un fenómeno muy extendido en un país, ello es simplemente un indicio de que el gobierno de ese país, o bien está cobrando tributos confiscatorios, o bien no ejerce un adecuado control sobre el recaudo. Pero el problema es de allá y no hay argumento válido por el cual el gobierno de otro país deba inmiscuirse en el proceso de cobro de esos impuestos.
 
Solamente hay argumentos de peso a favor de la colaboración entre países en el caso de delitos o crímenes reconocidos por ambas partes —en sus códigos penales— como graves. Pero en el caso de los impuestos no hay identidad de criterios: unos países los cobran altísimos, otros no los cobran; unos países castigan severamente la evasión, otros no lo hacen. Tampoco hay coincidencia sobre las actividades sujetas a tributación. De manera que en materia tributaria debería haber libertad entre países de colaborar o de no hacerlo; de abrir las reservas bancarias o de no hacerlo. No debería ser un tema de imposición de la voluntad de los gobiernos de países con sistemas tributarios confiscatorios.