Varias personalidades han expresado que el diálogo es el mejor camino para resolver diferencias. Parten del supuesto de la buena fe entre interlocutores.
Dialogar por dialogar no necesariamente trae buenos resultados. En el caso de Colombia, a raíz de unas declaraciones absurdas del jefe de la banda de las FARC alias Alfonso Cano, algunas de esas personalidades han dicho que hay que mantener abiertas las puertas del diálogo.
Pero, ¿para qué el diálogo? Alias Cano está acusado de todos los crímenes imaginables, incluidos los de lesa humanidad. ¿Cuál sería, entonces, la motivación para dialogar? ¿Perdonarle a él y a sus compañeros los innumerables crímenes que han cometido y lograr a cambio que dejen de delinquir? Y de paso, ¿transar con ellos sobre los modelos políticos y económicos que deben implementarse en Colombia?
Las FARC tuvieron la ocasión de lograr perdón y olvido en el proceso de paz que emprendió el gobierno de Andrés Pastrana, con el triste resultado que ya se conoce. Desperdiciaron esa oportunidad y asaltaron la buena fe del ex Presidente, quien comprometió el prestigio de su gobierno y el propio en esa aventura.
Sencillamente el interlocutor de Pastrana no era de fiar. Las dos partes buscaban objetivos muy distintos e irreconciliables. En el caso de las FARC, aprovechar el diálogo para fortalecerse económica y militarmente con el secuestro, la extorsión, el narcotráfico, y las asonadas y asaltos a poblaciones, y para eventualmente tomarse el poder por la fuerza.
Ese diálogo de paz durante el gobierno de Pastrana trajo consigo resultados catastróficos para Colombia. Ese gobierno (e interlocutores de la comunidad internacional) confiaron en las buenas intenciones de las FARC, pero esa organización narcoterrorista tenía otras muy diferentes.
Por ejemplo, la entrega de una zona de distensión, que fue un muy generoso gesto de buena voluntad por parte del gobierno para infundir confianza al inicio de los diálogos, fue interpretado por las FARC como señal de debilidad y oportunidad caída del cielo para consolidar su poder.
O sea que dialogar por dialogar no es algo bueno en sí mismo cuando de delincuentes se trata. Por eso no se entiende que cada vez que le preguntan a un monseñor de la Iglesia Católica o a un político de izquierda sobre las FARC sale con el trillado cuento de que “dialogar es bueno porque esa es la única forma de entenderse”. Con los criminales, la mayoría de las veces, hay que entenderse de otras formas.
En general, tal como lo ha demostrado la larga historia de diálogos en Colombia entre el gobierno y grupos delincuenciales de todo tipo, dialogar no necesariamente es lo mejor. El problema de fondo es que con esos grupos es muy difícil, sino imposible, establecer unas bases mínimas de confianza y un lenguaje común que permitan siquiera empezar un diálogo.
Y entre más curtido e involucrado en crímenes horrendos el grupo delincuencial, menores las probabilidades de que puedan alcanzarse esas mínimas bases que han de anteceder a cualquier diálogo que tenga sentido.
Pero, ¿para qué el diálogo? Alias Cano está acusado de todos los crímenes imaginables, incluidos los de lesa humanidad. ¿Cuál sería, entonces, la motivación para dialogar? ¿Perdonarle a él y a sus compañeros los innumerables crímenes que han cometido y lograr a cambio que dejen de delinquir? Y de paso, ¿transar con ellos sobre los modelos políticos y económicos que deben implementarse en Colombia?
Las FARC tuvieron la ocasión de lograr perdón y olvido en el proceso de paz que emprendió el gobierno de Andrés Pastrana, con el triste resultado que ya se conoce. Desperdiciaron esa oportunidad y asaltaron la buena fe del ex Presidente, quien comprometió el prestigio de su gobierno y el propio en esa aventura.
Sencillamente el interlocutor de Pastrana no era de fiar. Las dos partes buscaban objetivos muy distintos e irreconciliables. En el caso de las FARC, aprovechar el diálogo para fortalecerse económica y militarmente con el secuestro, la extorsión, el narcotráfico, y las asonadas y asaltos a poblaciones, y para eventualmente tomarse el poder por la fuerza.
Ese diálogo de paz durante el gobierno de Pastrana trajo consigo resultados catastróficos para Colombia. Ese gobierno (e interlocutores de la comunidad internacional) confiaron en las buenas intenciones de las FARC, pero esa organización narcoterrorista tenía otras muy diferentes.
Por ejemplo, la entrega de una zona de distensión, que fue un muy generoso gesto de buena voluntad por parte del gobierno para infundir confianza al inicio de los diálogos, fue interpretado por las FARC como señal de debilidad y oportunidad caída del cielo para consolidar su poder.
O sea que dialogar por dialogar no es algo bueno en sí mismo cuando de delincuentes se trata. Por eso no se entiende que cada vez que le preguntan a un monseñor de la Iglesia Católica o a un político de izquierda sobre las FARC sale con el trillado cuento de que “dialogar es bueno porque esa es la única forma de entenderse”. Con los criminales, la mayoría de las veces, hay que entenderse de otras formas.
En general, tal como lo ha demostrado la larga historia de diálogos en Colombia entre el gobierno y grupos delincuenciales de todo tipo, dialogar no necesariamente es lo mejor. El problema de fondo es que con esos grupos es muy difícil, sino imposible, establecer unas bases mínimas de confianza y un lenguaje común que permitan siquiera empezar un diálogo.
Y entre más curtido e involucrado en crímenes horrendos el grupo delincuencial, menores las probabilidades de que puedan alcanzarse esas mínimas bases que han de anteceder a cualquier diálogo que tenga sentido.