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En el año fiscal que cerró en septiembre de 2010 el déficit del gobierno federal ascendió a US$1.29 trillones, equivalente a 8,9% del PIB.
 
La aparente buena noticia es que no es tan alto como el del año fiscal de 2009, el cual totalizó US$1.42 trillones y representó 9,8% del PIB. Sin embargo, ese fue el año de los salvamentos del sector financiero e hipotecario y de la industria automotriz, los cuales no se hicieron para repetirlos más adelante. Es decir, la cifra de 2010 tiene poco o nada que ver con la crisis financiera de finales de 2008. Es un déficit estructural, resultado de la inercia que trae el gasto público.

Hay que tener en cuenta que el elevado déficit de 2010 es previo al mayor gasto que implicará la reciente reforma de salud de Barack Obama. Por otro lado, es evidente que los gastos por concepto de intereses de la deuda pública amenazan con tener un incremento explosivo en los próximos años

Estos gastos de intereses ascendieron a US$414 billones en el año fiscal de 2010, o sea aumentaron 8% frente al año anterior. Sin embargo, la deuda federal aumentó 20% y se aproximó a 95% del PIB. Con los déficit fiscales que se proyectan, al lado de lánguidos aumentos del PIB en los próximos años, los intereses de la deuda se convertirán en una creciente carga que, a su vez, dificultará aún más el manejo presupuestal. Y también el manejo monetario por cuanto el nivel de las tasas de interés de la Reserva Federal tendrá una notable incidencia sobre la situación fiscal.   

Lo más preocupante de todo esto, entonces, es que no se le ve final a la trayectoria de deterioro económico de Estados Unidos. Es más, la actitud de Obama y de los políticos que lo apoyan frente a la crisis fiscal es la propia de deudores irresponsablemente optimistas.

Con el aumento de la deuda pública, cuya trayectoria actual es similar a la de países como Grecia antes de 2009, Obama y compañía cifran sus esperanzas en una eventual recuperación económica que generaría recursos suficientes para pagar la deuda que se acumule durante estos años. Pecan de optimistas: se creen su propio cuento sobre la futura evolución de la economía. Le juegan a que ella será como ellos piensan que va a ser. Como le han prometido al pueblo de Estados Unidos que será.

Se trata solo de promesas que surgen de pensar con el deseo. No hay una sola política de la administración Obama que apunte a promover el crecimiento económico y el empleo. Por el contrario, lo que han esbozado, luego de aprobada una costosa y burocrática reforma a la salud, es más impuestos y más regulaciones. Parecen haberse contagiado de una mentalidad similar a la que prevaleció en los países del Tercer Mundo en los años ochenta.

No hay un solo indicio de que Obama rectificará el rumbo, tal como lo han empezado a hacer los agobiados gobernantes de los países de la Comunidad Europea. En este momento su situación particular es la del “dilema del prisionero”. Pierde con cualquier decisión que tome.

Si continúa como va le espera el precipicio. Si adopta políticas de austeridad, por ejemplo para sintonizarse con los resultados adversos de las elecciones para Congreso de noviembre, comprometerá el apoyo de sus más fervientes partidarios, sin garantía de cosechar frutos en los escasos dos años que faltan para las próximas elecciones presidenciales. Obama, con un enfoque de deudor irresponsablemente optimista, se colocó en este callejón sin salida.