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Es un bobo endiosamiento de la “madre” naturaleza y de una vida tribal que por fortuna una buena parte de la humanidad ha logrado superar. 
 
La película es en sí misma un derroche de dinero y tecnología. Ha sido la película más cara: costó US$400 millones. Su tecnología de tercera dimensión es impecable y se presenta en la víspera del lanzamiento de la televisión de tercera dimensión. Pero, irónicamente, su argumento constituye una crítica al capital de riesgo y a la tecnología que la hicieron posible.

Los “malos” del paseo son las corporaciones y quienes las administran. Estas corporaciones, no contentas con destruir el planeta Tierra, invierten capital de riesgo en otro planeta para obtener unas utilidades en la explotación de depósitos minerales. Si bien supuestamente la película tiene lugar dentro 50 años, para la explotación minera del otro planeta se usa una tecnología del Siglo XX, caracterizada por una torpe capacidad destructiva. Los seres humanos que dirigen la operación son unos despreciables malvados, que lo único que los desvela son las utilidades del próximo trimestre.

Los “buenos” del paseo, aparte de unos pocos humanos arrepentidos de su condición de tales, son los habitantes del otro planeta, unos seres con cola de simios que viven en condiciones tribales, en perfecta armonía entre ellos y en permanente comunicación con la “madre” naturaleza. Una “madre” naturaleza benévola, libre de enfermedades, que cura todos los males sin necesidad de tecnología alguna, y donde los animales y bichos que la habitan coexisten pacíficamente y se unen a los “buenos” en su batalla final contra los “malos".

Durante miles, sino millones de años, la humanidad ha luchado contra viento y marea para librarse de la tiranía de una cruel e implacable “madre” naturaleza. Una “madre” naturaleza plagada de enfermedades, de enemigos visibles e invisibles, y de despiadadas luchas de supervivencia. Es ese inhóspito y salvaje mundo que con mucho esfuerzo la humanidad ha logrado domesticar, que es presentado en Avatar como el idílico paraíso al cual debemos retornar.

Pero no sólo eso. La elaborada civilización actual, que se ha construido con el gran esfuerzo de unos y en contra de la incomprensión de muchos, y que ha permitido elevar la calidad de vida de billones de humanos a los altos niveles actuales, es caricaturizada en Avatar como intrínsicamente maligna. Y la vida tribal, de cuyas restricciones, supersticiones y sectarismos apenas recientemente ha podido más o menos liberarse la humanidad, es presentada como el ideal en términos de organización social.

¡Qué argumento tan mentecato! Sin embargo, esta línea de razonamiento ha sido recurrente a lo largo de los últimos siglos. Son millones quienes han añorado o añoran un inexistente paraíso perdido. Y que creen que ese paraíso se encuentra en un entorno donde milagrosamente se disfruta de todas las ventajas de la civilización sin los costos que ella conlleva. O mejor, que consideran que la civilización y el progreso que la acompaña son perversos y que la solución es volver a una especie de paraíso tribal donde reinan la paz y la armonía. El guión de Avatar recoge esta pueril añoranza.

Quienes se deslumbren con el argumento de Avatar deberían revisarse su trasero: no vaya a ser que ya tengan una cola de simio similar a la de los extraterrestres de la película.