Jorge Ospina Sardi
Primer Gran Ensayo Libertario en el que se analizan las relaciones entre valores tribales, libertades individuales, progreso económico, derechos de propiedad, creencias religiosas y otros aspectos relacionados con la política.
VALORES TRIBALES, LIBERTADES INDIVIDUALES Y LA GRAN SOCIEDAD
La humanidad ha vivido prácticamente toda su historia organizada en tribus. Las sociedades tribales, que por miles y miles de años dominaron la escena, se volvieron obsoletas en poco tiempo. No compaginan con la creciente complejidad, movilidad, velocidad e interacción de la vida moderna. Pero como lo tribal se cimentó a lo largo de una experiencia que fue de miles y miles de años, no nos abandona con facilidad.
Las tribus surgieron como respuestas a la multiplicidad de amenazas que circundaban al ser humano. La reacción defensiva del individuo fue la de organizarse en forma compacta en tribus. La característica esencial de las tribus era eso, lo compacto de su organización social. Un jefe, unas pocas familias que se relacionaban entre sí, unos brujos encargados de las creencias religiosas, unas reglas de comportamiento incuestionables, y una estrecha y firme unidad con la cual se protegían de las amenazas externas.
Lo compacto de su organización social siempre fue elemento esencial para la supervivencia de la tribu. No se podían admitir corrosivas disidencias que pusieran en tela de juicio la unidad del grupo. La unión alrededor de la supervivencia implicaba fuertes lazos entre las familias, y a su interior. Unas definidas jerarquías eran esenciales para el funcionamiento y éxito de la tribu.
Durante miles de años el entorno poco cambió. Los procedimientos productivos que habían probado ser exitosos se repetían sin cuestionamientos. La experimentación resultaba costosa e inoficiosa. La introducción de técnicas nuevas era recibida con escepticismo. La aceptación de extraños con costumbres y creencias diferentes y lealtades poco claras, era vista con profunda sospecha. Poca tolerancia con lo desconocido, fue y es una de las características importantes del sistema tribal.
En el entorno tribal hay poco espacio para la libertad individual, tal como se ha conocido y practicado en tiempos recientes. La lealtad del individuo es para con la tribu. Todas sus actividades están determinadas por la supervivencia de la tribu. Todo su pensamiento se concentraba en los requerimientos de la tribu. No estaba a su alcance el lujo de actuar en contra de la voluntad tribal. Quien lo hacía era de inmediato rechazado y abandonado a su suerte, lo que implicaba ser esclavizado por otra tribu o incluso perecer.
Siendo las tribus grupos pequeños compactos, no había mucho campo para la división del trabajo. Las divisiones eran básicamente por género y por edades. La mayor fuerza bruta de los hombres era básica para la caza y la guerra, dos labores que ocupaban parte importante del tiempo. Las mujeres se especializaron en el la crianza y en la atención al hogar. Y así fue por miles y miles de años.
El paso de la vida nómada a la sedentaria, con el surgimiento de la agricultura, de una industria elemental y del avance de comercio, impulsó la división del trabajo, pero sin alterar mayormente las divisiones básicas por género. Los hombres mantuvieron su rol en la obtención del sustento y en cuestiones militares y la mujeres a cargo de la crianza y del cuidado de la casa.
Sobrevivieron las tribus que lograron mantener su cohesión interna. Algunas evolucionaron hacía formas más sofisticadas, pero sin perder su carácter de organizaciones sociales compactas, tanto en el obrar como en el pensar. El jefe de la tribu era básicamente un dictador con un poder sin otro límite que su bondad o generosidad. Los brujos estaban subordinados al interés del poder temporal, y las familias enlazadas las unas con las otras bajo un solo propósito, el de mantener la unidad por medio de una identidad cultural y genética. Dentro de las familias, una nítida división del poder y del trabajo según género y edades.
Declinación de los valores tribales
Sería un desatino establecer fechas exactas sobre cuándo entraron en crisis las sociedades tribales. Se ha tratado de un proceso gradual, más intenso en unas regiones del planeta y menos en otras. Lo que se puede decir al respecto es que fue el progreso económico, la creciente división del trabajo y la expansión del comercio, lo que finalmente sacó a la luz las limitaciones de las sociedades tribales y especialmente, su poca capacidad de adaptación a un entorno que empezó a cambiar aceleradamente.
O sea que la balanza empezó a inclinarse en contra de las sociedades tribales —y de sus instituciones más representativas— a medida que se hicieron evidentes (¡y de qué manera!) las ventajas de una mayor complejidad económica, de una creciente relación entre tribus y regiones y, en últimas, de una mayor y superior división del trabajo. Sencillamente ellas eran demasiado inflexibles para moverse a gusto en ese entorno. La combinación de unas rígidas jerarquías de poder, una precaria división del trabajo y el predominio de una visión mágica poco conducente a la experimentación y a la implementación de innovaciones, debilitó la inserción de lo tribal en el nuevo mundo.
Las sociedades de creciente complejidad e inter relaciones, lo que F. A. Hayek denominó la Gran Sociedad, trajo consigo la reducción de la xenofobia, el establecimiento de límites al poder de los gobernantes, y una inclinación a favor de aplicar esquemas racionales en lugar de mágicos en la solución de los problemas de la vida diaria (en Law legislation and Liberty: The Political Order of Free People, Volume 3, Routledge and Kegan Paul, 1973). Más recientemente, trajo consigo la reformulación de las relaciones entre hombres y mujeres y de las relaciones familiares en general.
Esa Gran Sociedad exige, para su buen funcionamiento, el rompimiento de las barreras que las sociedades tribales imponen a las relaciones con extraños y en contra de la libertad para experimentar e innovar. En la Gran Sociedad no son operativas las rígidas estratificaciones tribales. No le son amigables las barreras artificiales a la división del trabajo. Cada quien debe especializarse en aquello que más le gusta y para lo cual esté más predispuesto y no lo que otros decidan por él.
En términos generales, en la Gran Sociedad los grados de libertad individual tienden a ser cada vez mayores. Ahí es el individuo quién define sus intereses y cómo alcanzarlos, dentro de un marco jurídico de reglas de conducta que entre más generales y abstractas sean, mayor libertad permiten. El ideal en esta sociedad es la igualdad en grados de libertad, lo que por supuesto será por siempre un ideal, pero por el cual vale la pena luchar.
Los valores propios de la Gran Sociedad se contraponen abiertamente a los de la sociedad tribal, desde cualquier punto de vista que se analice. La Gran Sociedad supone una autonomía que no existe en la vida tribal. Implica una responsabilidad que es la propia y no la del grupo. En la Gran Sociedad es el individuo el que disfruta de la libertad para escoger sus lealtades y adhesiones y no el grupo el que escoge a los individuos que lo conformarán.
En este último sentido, el ideal de la Gran Sociedad es una sociedad con competencia abierta entre grupos y organizaciones de todo tipo (incluyendo gobiernos) para lograr el apoyo de los individuos. Es con este ideal que se avanza en niveles de civilización, un avance que no consiste en la artificiosa sofisticación de las relaciones sociales, sino en la coexistencia pacífica de un creciente número de grupos y organizaciones compitiendo por atraer la voluntaria vinculación de individuos. ¡Nada más ajeno a la naturaleza de las sociedades tribales!
Coletazo de los valores tribales
Miles y miles años de historia no pasan en vano. A pesar del tremendo progreso económico y del desarrollo de sistemas políticos mas respetuosos que en el pasado con las libertades y derechos de los individuos, reacciones típicamente tribales han aflorado permanentemente en el mundo contemporáneo. Una de ellas es la inefable presencia de dictadores a lo largo y ancho del planeta. Jefes de tribu administrando sociedades complejas e inter relacionadas como si tratara de un grupo compacto compuesto por individuos ajustables a unos pocos prototipos.
En las sociedades tribales el poder es jerárquico y el de sus jefes es absoluto. Tanto jefes como súbditos se acostumbraron a esas relaciones de mando y obediencia. Esta práctica, durante miles y miles de años llevó a una actitud de reverencia hacia el poder político (y hacía los distintos poderes) fundamentada en una visión mágica del mundo. Se incrustó en la psiquis humana un sentido de subordinación al poder político sólo posible dentro de un sistema de valores que lo mitifica y lo engrandece más allá de toda lógica y racionalidad. El inmenso poder que persiguen muchos líderes políticos, es una distorsión heredada de las épocas tribales.
Fenómenos como el nazismo y el comunismo tuvieron sus raíces en una especie de nostalgia colectiva que resucitó instintos no superados procedentes de la vida tribal. Esos sistemas políticos, que se caracterizan por el desmedido poder que se le concede al liderazgo político, se convirtieron en maquinarias devastadoras de guerras y opresiones. Utilizaron la avanzada tecnología de sociedades no tribales, para la imposición de sistemas tribales de mando. Se trató de intentos por recuperar formas de un pasado que duró miles y miles de años. Representan un retroceso hacia esquemas organizativos más primitivos, menos elaborados y sin posibilidades de éxito en la Gran Sociedad.
En la vida tribal el jefe (y su consejo de ancianos) asignaba trabajo, distribuía recursos y repartía consumo. Todas las decisiones se concentraban en el poder político. El mismo modelo que aplicaron dirigentes nazis y comunistas para asumir un poder que hubieran envidiado los jefes de tribus primitivas y salvajes.
Pero hay otros aspectos del control tribal que resurgen permanentemente. Es un tema no superado la dominación de los hombres sobre las mujeres y de los padres sobre los hijos, basada en la fuerza bruta y en costumbres y tradiciones que promueven la obediencia ciega.
Capítulo aparte merece el tema de la religión, el que está ligado a la supervivencia tribal. Primero que todo, la religión explicaba el origen de las adversidades de todo tipo a que estaba sometida la vida tribal. Por otro lado, proporcionaba consuelo en el dolor y esperanza en la superación en esta vida —y en otra real o imaginaria— de las terribles aflicciones y grandes desventuras de la vida tribal. Por último, las religiones reforzaban identidades y lealtades, en aras de la compacta unidad de la tribu. Por necesidad, la vida tribal promovió valores opuestos al de la tolerancia en temas como el de las creencias religiosas, lo que contribuye a la propagación de odios y enemistades.
La Gran Sociedad
En la Gran Sociedad, no hay necesidad de un control social como el tribal. El control que le es funcional, es de otra naturaleza. Implica el cumplimiento de reglas generales de conducta y un adecuado sistema judicial y policial que las haga cumplir. Implica mecanismos de reparación de daños y perjuicios. Favorece el uso de arbitrajes para la resolución de conflictos. El énfasis es en el perfeccionamiento de las reglas generales de conducta y en los mecanismos para hacerlas cumplir. La Gran sociedad prospera en un ambiente no solo de tolerancia, sino de aceptación a la diversidad de formas de vida y pensamiento.
En la Gran Sociedad el sistema de control es impersonal. Las subordinaciones son voluntarias y la división del trabajo está en continúa evolución porque es fruto de la actividad libre y descentralizada de una multitud de individuos en la búsqueda de su mejor interés. Estos individuos tienen éxitos o fracasos. Nunca se sabrá si el resultado final fue el “justo”. Cualquier intento de hacerlo “justo” a posteriori produce un divorcio entre las acciones individuales y sus consecuencias.
La libertad individual y la propiedad privada son ejes fundamentales de la Gran Sociedad. Allí el éxito es ante todo individual, con el reconocimiento de que el avance personal va en beneficio del resto de la sociedad. Las remuneraciones escapan del ámbito del poder político. Responden, al igual que en el caso de otros precios, a un sistema descentralizado de toma de decisiones, y que no es otra cosa que el conformado por los diferentes mercados.
En la Gran Sociedad no cabe la pretensión de dirigir la economía desde los escritorios de unos funcionarios subordinados al poder político. Por el contrario, allí la economía y otros aspectos de la vida en sociedad no son diseñadas por un poder político, sino que surgen de una multiplicidad de decisiones y acciones individuales libres y descentralizadas. Y es mejor que así sea. ¡Nadie es lo suficientemente inteligente para diseñar los aspectos clave de la vida económica y social!
La Gran Sociedad está en permanente ebullición, experimentación e innovación, sin que realmente se sepa cuáles serán los resultados finales. Esa falta de conocimiento sobre resultados es consecuencia directa de la libertad individual. En el momento en que el poder político se entromete a alterarlos profundamente, se convierte en farsa la libertad individual fundamentada en la búsqueda pacífica y constructiva del interés propio. Se rompe el vínculo entre esfuerzo y remuneración, que es la base para orientar la conducta individual hacía los más altos y exigentes logros.
La Gran Sociedad no tiene un futuro fácil. Como bien lo señalaba Hayek, la conducta requerida para la preservación de una tribu no es la misma que se necesita en una sociedad abierta, basada en el intercambio. La humanidad tuvo miles de años para adaptarse a la vida tribal. Le ha tocado, en muy poco tiempo, formular y acoger unas reglas distintas de conducta que incluso han servido para reprimir reacciones instintivas tribales que no son apropiadas en la Gran Sociedad.
No es de extrañar, entonces, que la humanidad tenga sentimientos encontrados en relación con las conductas y formas sociales que se han desarrollado en la Gran Sociedad. Sin embargo, es un hecho que la Gran Sociedad ha traído un impresionante avance en las condiciones de vida. Esa eficacia de la Gran Sociedad para elevar el bienestar de la población en todos sus componentes, ha sido el principal argumento a su favor. Los mejores resultados están tan a la vista, que la balanza no se ha inclinado hacia su destrucción, sino antes bien hacia su gradual consolidación. Después de todo, la gente no es tan miope como para no darse cuenta bajo cuáles condiciones es preferible vivir.
Pero los hay quienes no han logrado familiarizarse del todo con los valores conducentes a un sistema de libertades, extendido e impersonal. Están vivos los fanatismo tribales basados en emociones primarias. Desafortunadamente no faltarán los políticos que continuarán explotando el recurso fácil de exacerbar esos latentes sentimientos atávicos. Así será, por lo menos hasta que la población escoja asignarle al liderazgo político un rol menos ambicioso, más limitado en su alcance, sin carta blanca para hacer y deshacer.
PROGRESO ECONÓMICO, TRIBALISMO, DERECHOS DE PROPIEDAD Y SOCIALISMO
En lo que sigue se expone una hipótesis sobre la evolución y progreso de la humanidad que replantea teorías anteriores sobre este intrincado tema.
El punto de partida de este ensayo es el interrogante que plantea el economista e historiador Gary North (en “The Most Important Question about Human History”, Ludwig von Mises Institute, marzo 2013) de por qué la humanidad entró en una trayectoria de crecimiento económico compuesto a partir del año 1800, o sea en los últimos dos siglos.
Se trata ciertamente de un fenómeno reciente. Hasta antes del Siglo XIX el crecimiento económico había sido intermitente, interrumpido por continuos retrocesos. Pero no se había dado un proceso continuo a una tasa anual de crecimiento compuesto de 2% o 3% y que ha traído consigo una elevación sin precedentes en los niveles de vida de poblaciones enteras, primero en Europa y Estados Unidos, pero después en los demás continentes del planeta.
Hasta antes del Siglo XIX el conflicto entre crecimiento de la población y el aumento de los medios de subsistencia estaba presente todo el tiempo. De hecho, Thomas Malthus en los albores del Siglo XIX publicó su Ensayo sobre el Principio de la Población en el que sostenía que la población tendía a aumentar en progresión geométrica mientras que los medios de subsistencia lo hacían en progresión aritmética. Este ensayo de inmediato se convirtió en un best seller de la época porque puso el dedo en la llaga sobre lo que en ese momento era un motivo de gran preocupación en las conversaciones sobre políticas públicas.
El ensayo de Malthus reflejaba el fatalismo que imperaba sobre la imposibilidad de un progreso económico sostenido. Si no se empleaban medidas preventivas para controlar el crecimiento de la población los medios de subsistencia escasearían hasta el extremo de llegarse a hambrunas, plagas y guerras como una final salida a la disyuntiva planteada.
Esta visión fatalista no contradecía mayormente a la experiencia histórica hasta inicios del Siglo XIX. Incluso fue la que dio lugar a teorías como las de la selección natural de Charles Darwin. La lucha por la supervivencia, el triunfo de los mas fuertes en ese entorno permanentemente hostil y repleto de limitaciones, y la transmisión de las cualidades o variaciones genéticas de los mas fuertes a su descendencia, eran los determinantes de la evolución de la especie humana (y de las demás especies).
Pero al poco tiempo que Malthus publicara su Ensayo empezó a desdibujarse el conflicto entre población y medios de subsistencia en el que basaba sus premisas. El crecimiento económico compuesto que se inició por esa época en Inglaterra, Escocia y otros países europeos, permitió no solo la supervivencia de una creciente población sino simultáneamente un mejoramiento significativo en las condiciones de vida. Casi como por arte de magia los medios de subsistencia empezaron a crecer geométricamente a tasas anuales consistentemente superiores a los de la población.
Y qué fue lo que produjo este milagroso crecimiento económico compuesto y que según North es el interrogante mas importante de la historia de la humanidad. Su respuesta es la configuración de un ordenamiento político en el que se reconoce y acepta explícitamente los derechos de propiedad de los individuos sobre su riqueza, proceso este que en su versión moderna se inició en Holanda en el Siglo XVII y que se extendió a Inglaterra y Escocia en el Siglo XVIII.
No es esta la oportunidad propicia para analizar los orígenes precisos de los cambios en la formas de pensar en relación con los derechos de propiedad privada. Pero si la de esbozar una explicación sobre la naturaleza de esos cambios que han tenido tan grande impacto en el crecimiento económico reciente de la humanidad.
Para entender la naturaleza de lo sucedido en los últimos siglos con los derechos de propiedad privada habría que echar por la borda algunas interpretaciones sociológicas recientes. En ellas, a grosso modo, se parte de la idea que la humanidad pasó de unas épocas tribales a otras dominada por señores feudales, y de ahí a otras regidas por monarquías nacionales, seguida por otras con sistemas administrados por oligarquías burguesas, y últimamente por otras caracterizadas por democracias mas amplias e inclusivas. Y que esas transiciones de sistemas tribales a sistemas mas sofisticados fueron el resultado de fuerzas económicas y luchas de intereses y de poderes entre diferentes grupos.
La tesis que aquí se expone es que si bien la historia así contada, en sus distintos matices, se basa en lo que mas o menos aconteció en varios lugares del planeta, confunde porque esconde una realidad que es fundamental para lograr una mejor compresión de la trayectoria histórica de la humanidad. Estas visiones llevan a desconocer que el elemento tribal ha sido el predominante no solamente en las etapas mas primitivas sino en las posteriores y que, aunque su influencia recientemente ha declinado, se mantiene vivo.
Interpretada así la trayectoria de la humanidad se llega a la conclusión que lo que ha sucedido es, primero, la adaptación de formas y sistemas tribales de organización social a unas crecientes complejidades territoriales, sociales y económicas y, segundo, su declinación reciente ocasionada por sus propias limitaciones e incapacidades para administrar estas crecientes complejidades. Y que esa declinación, que fue muy lenta y gradual durante los siglos previos, y que se aceleró y se fortaleció en el Siglo XIX especialmente con la Revolución Industrial, fue la que permitió, ni mas ni menos, que la humanidad se encauzara por el sendero de un crecimiento económico compuesto.
Para comprender lo sucedido hay que tener presente que las formas y sistemas tribales han sido los prevalecientes a lo largo de la mayor parte de la historia conocida de la humanidad. Que por su vigencia de miles de años, sus valores están imbuidos o incrustados en la psiquis humana, por decirlo de alguna manera. Que esas organizaciones tribales fueron las que le permitieron a la especie humana sobrevivir ante entornos muy hostiles y adversos. Pero que son formas y sistemas compactos, defensivos, cerrados e inflexibles poco amigables a los requerimientos y exigencias de entornos caracterizados por un acelerado crecimiento económico.
Lo otro que hay que enfatizar y que ya se mencionó atrás es que estas formas y sistemas tribales nunca han desaparecido de la escena histórica. Han estado ahí siempre, y lo siguen estando, aun en las sociedades económicamente mas avanzadas. Es mas, los sistemas feudales y las monarquías nacionales o imperiales son en su esencia tribales, al igual que sistemas totalitarios modernos como en el caso del comunismo y del fascismo. Todos ellos constituyen adaptaciones de lo tribal a entornos complejos en lo territorial, poblacional y económico. Pero su mayor sofisticación no impide desconocer lo que hay detrás de su piel de oveja: su origen y naturaleza básicamente tribal.
Podríamos extendernos en las diferentes características que distinguen a las formas y sistemas tribales como lo relacionado con la importancia de la cohesión familiar y la necesidad de creencias religiosas únicas. Sin embargo, lo que mas interesa en el contexto de este ensayo son dos aspectos íntimamente relacionados entre sí: el grado de centralización del poder político y el sistema de propiedad resultante.
La centralización del poder político se manifiesta en las figuras de jefes, reyes, emperadores, caudillos, dictadores y presidentes (se diría que el título es lo de menos). Lo importante de destacar es que se trata de la personificación del poder en una sola figura poseedora de una autoridad tal que le permite disponer a su criterio de la vida y propiedades de los súbditos.
Durante miles de años la supervivencia de la especie humana se apoyó en esa centralización del poder, la que se requería especialmente para defenderse de innumerables y temibles enemigos externos. La unidad de la tribu era elemento fundamental para su supervivencia y expansión, para lo cual el miedo a la autoridad y una relativa igualdad en la distribución de la riqueza en la base eran requisitos necesarios. La propiedad era primordialmente colectiva o comunal. La tribu cumplía con la útil función de proteger a sus miembros mas débiles. Poco espacio había para la división del trabajo, excepto por una que era básicamente de género.
Con una división muy elemental del trabajo, y con los resentimientos y envidias que son propios de entornos reducidos y compactos, no había lugar al pleno desarrollo de dones, talentos y aptitudes que se encuentran latentes en la especie humana (sobre cuya gran diversidad, que nunca deja de sorprender, no se ha encontrado todavía una explicación plausible).
Esta centralización del poder político se mantuvo invariable durante siglos y siglos. Sólo muy gradualmente empezó a ser cuestionada y enfrentada. Fenómenos tales como la expansión del comercio, el descubrimiento de América, los adelantos tecnológicos en el transporte y las comunicaciones, y el crecimiento de centros urbanos donde era posible acumular y heredar capital propio, contribuyeron a erosionar los poderes centrales. El proceso tomó impulso, sin embargo, cuando aquellas sociedades donde se reafirmaron los derechos de propiedad privada se tornaron mas prósperas que aquellas donde esos derechos se desconocían o eran violados sistemáticamente.
Inicialmente las diferencias en progreso económico fueron pocas y sutiles. Pero con el paso del tiempo se agrandaron y se volvieron abrumadoras. La consolidación política y jurídica de los derechos de propiedad privada se reflejó en un crecimiento económico compuesto, y fue lo que en la práctica se constituyó en un formidable dique de contención a los alcances de los poderes políticos. La riqueza de personas y grupos ya no dependía exclusivamente de la voluntad de esos poderes sino de su interacción y desempeño en los mercados.
El surgimiento de nuevos mercados y la expansión de los viejos, la profundización de la división del trabajo y todo lo que ello significa desde el punto de vista del aprovechamiento de dones, talentos y aptitudes, impulsado por el interés propio, que no es otro que el interés en mejorar la condición propia y la del círculo mas próximo, se convirtió en palanca para el avance económico de un número cada vez mayor de individuos y de paso, de las sociedades que los albergan.
En este nuevo entorno las formas y sistemas tribales empezaron a languidecer. Con sus inflexibilidades y dogmas, se volvieron un obstáculo para el avance del nuevo orden económico y social. Pero la revancha del tribalismo no se hizo esperar. Jefes políticos de distintos orígenes y con diferentes y pomposos títulos se resistieron y todavía se resisten a perder sus atribuciones ancestrales. Y muchos de sus súbditos, bajo el hechizo aún de valores netamente tribales, los respaldaron y todavía los respaldan en ese empeño. Como si el destino de las sociedades donde habitan estuviera atado a los actos y la voluntad de un solo todopoderoso jefe.
La versión moderna mas sofisticada de la revancha del tribalismo es la ideología socialista. Esa que propugna por la centralización del poder político y la expoliación de la riqueza de personas y grupos mediante onerosos impuestos y expropiaciones. Esa que considera que países y comunidades son unidades homogéneas que deben ser guiadas por un poder político sabelotodo. Esa que lucha por convertir al gobernante en el dueño de los medios de producción. Esa que promueve la expansión de la esfera estatal y su burocracia sin medir sus funestas consecuencias sobre el progreso económico.
En un momento dado esta ideología socialista se propuso incluso crear a un “hombre nuevo”. A un ser humano dócil a los propósitos del gobernante. Una idea tribal sin duda que se opone al buen funcionamiento del nuevo orden en el que cada individuo no es creación ajena sino creación propia, en el que es permanente la búsqueda de un mejor estar, sin pedirle permiso al gobernante de turno antes de proceder con sus actividades y esfuerzos.
La socialista es una ideología que acude a los resentimientos y las envidias de origen tribal para conquistar adeptos. Al hacerlo socava uno de los pilares del nuevo orden que requiere que se estimulen los éxitos no obstante sus ostentosas consecuencias y que se acepten los fracasos a pesar de sus difíciles implicaciones. Por cualquier lado que se analice, constituye un enfoque político retrógrado que busca rescatar y reafirmar esquemas tribales en sociedades que se han embarcado en el nuevo orden.
Un nuevo orden que, en contradicción a las propuestas socialistas, se fundamenta en la descentralización del poder político y económico, en la separación de los poderes públicos, en la afirmación de las libertades individuales, en el respeto a los derechos de propiedad privada y en el apoyo a las esferas de la cooperación social autónoma y voluntaria. Pero además en el reconocimiento que los resultados finales de las actividades productivas son impredecibles y que para que rindan su mejor fruto deben tener lugar en entornos abiertos y favorables a la competencia.
Quizás valdría la pena preguntarse si el nuevo orden, tan reciente en la historia conocida de la humanidad, puede sobreponerse a los embates de lo tribal en su múltiples vertientes. O puesto de otra manera, si la humanidad es capaz de despojarse del ropaje tribal que ha usado a lo largo de prácticamente toda su historia y mantener el rumbo de los últimos doscientos años, uno en el que ni siquiera operan las fuerzas de la selección natural a las que Charles Darwin hacía referencia.
Se podría argumentar que las ventajas del crecimiento económico compuesto son tan sustanciales y evidentes que la balanza se inclinaría a favor del nuevo orden. Porque, al final de cuentas, este nuevo orden proporciona unos excedentes muy superiores que permiten elevar en corto tiempo la calidad de vida de poblaciones enteras. Por otro lado, daría la impresión al analizar la experiencia de los últimos dos siglos que una vez sembrada en el ser humano, por virtud del respeto a los derechos de propiedad, la semilla del disfrute y aprovechamiento de las libertades individuales, es muy difícil detener su florecimiento, no obstante la operación de fuerzas tribales contrapuestas.
MAYORÍA DE EDAD, CAUDILLOS Y GOBIERNOS NACIONALES
Con el progreso económico y la elevación de los niveles culturales y educativos de las poblaciones se desvanece la necesidad de gobiernos nacionales que intervienen en lo divino y lo humano.
Los políticos y sus acólitos, incluida una academia y una tecnocracia obsecuentes, se han dado a la tarea de bloquear esta que debía ser la tendencia deseable en países y economías. En lo que puede considerarse como un desarrollo perverso de los acontecimientos, le han hecho creer a la gente que, no obstante los avances económicos y culturales, la omnipresencia gubernamental es necesaria para asegurar un mejor futuro.
Estos políticos y sus acólitos se rehusan a abandonar prácticas paternalistas que solo son provechosas en entornos cerrados y compactos, como por ejemplo los tribales, o en situaciones de grandes conflictos, o en sociedades económicamente muy atrasadas donde se necesita de un fuerte liderazgo para coordinar acciones dirigidas a resolver problemas muy graves.
Pero lo curioso es que en las sociedades mas avanzadas, o en aquellas que han superado situaciones de aguda pobreza y de bajos niveles educativos y culturales, los políticos se han reinventado sus funciones atribuyéndose la ilimitada potestad de expoliar ingresos y riquezas con la disculpa de atender un cada vez mayor número de objetivos, los que van desde la promoción de la siembra de algún cultivo exótico hasta la reducción de desigualdades económicas inevitables, no sin antes pasar por el rescate del planeta de sí mismo.
Políticos que no aceptan la mayoría de edad de los pueblos
La mayoría de edad consiste precisamente en alcanzar una cierta independencia frente a instancias de autoridad y convertirse así en responsable de las consecuencias de la conducta propia. Se pensaría que en los países cultural y económicamente mas avanzados no habría necesidad de acuciosos sistemas de control y manipulación por parte de los gobernantes. Después de todo, los gobernados están compuestos por unas poblaciones relativamente pensantes y conscientes.
Que a medida que se progresa en todas las áreas de la vida económica y social se tornan redundantes los poderes de las autoridades políticas centrales: en tales circunstancias las poblaciones son capaces de atender por su cuenta y riesgo sus asuntos y los temas difíciles y complejos que enfrentan.
Pero no es eso lo que ha sucedido. Los poderes políticos centrales de todos los países del planeta, sin excepción alguna, han extendido sus áreas de acción e influencia hasta los mas íntimos rincones de la vida económica y social. Los reyes mas absolutistas de siglos anteriores estarían moribundos de la envidia con los poderes a que han logrado hacerse los mandatarios de esta primera parte del Siglo XXI.
Con el uso y abuso de los avances tecnológicos a su disposición, los gobiernos nacionales han centralizado totalmente la información financiera y la de carácter privado y personal de sus gobernados, han establecido regímenes tributarios con la atribución y capacidad de fisgonear hasta los mas mínimos detalles de sus actividades económicas, y se han inventado toda clase de delitos imputables a quienes toman en serio su inalienable derecho a la privacidad.
Manipulan como nunca antes en la historia de la humanidad las monedas y sobre regulan a los sectores financieros. Prohíben transar con monedas no estatales, lo que constituye una abierta violación a otro inalienable derecho natural, el que posee todo ser humano a transar y comerciar con el medio de pago que mas favorezca sus intereses.
Tanto en las economías mas avanzadas como en las menos, la proporción de la actividad de los gobiernos nacionales sobre el PIB ha ido en aumento sin que se vea el final del proceso. Quien se atreva a cuestionar esta tendencia a la centralización política, y anti democrática desde bajo cualquier óptica con la que se analice, es tildado de enemigo del pueblo, cuando de hecho es todo lo contrario.
Los políticos se niegan a adaptarse a las nuevas circunstancias resultantes de la mayoría de edad que han alcanzado los pueblos que gobiernan, y al hecho de que hoy en día ya no son viables ni deseables las comunidades cerradas, compactas y autárquicas que fueron la regla en el pasado. No toleran perder la vigencia de su poder, uno que se basa en el anacrónico mito de que las soluciones a los problemas de sus gobernados han de ser tramitadas desde las oficinas donde despachan. Se trata de un monopolio que defienden a capa y espada.
La culpa, en últimas, reside en la pasividad de la mayoría de las personas frente a estos fenómenos, las que todavía sienten una atracción atávica por liderazgos de tipo tribal, que fueron necesarios y hasta cierto punto eficaces durante buena parte de la historia de la humanidad, pero que en las condiciones que caracterizan a sociedades abiertas y extendidas, conectadas las unas con las otras, y sobretodo mas educadas y despiertas, no son los mas aconsejables. Su elevado costo simplemente no se justifica.
Actualmente no se requiere que unos distantes y pretenciosos políticos sean guías y jueces de la conducta ajena, y se apropien de una proporción significativa de los frutos del trabajo de los demás. Pero los políticos no dan su brazo a torcer. Siguen en la tónica de tratar a la gente como menores de edad. Persuaden con chantajes, demagogias baratas y hasta con el uso de la fuerza bruta.
El ocaso de los caudillos
Los lejanos e inflados gobiernos nacionales deberían perder vigencia a medida que los pueblos aprenden a auto gobernarse. No así los gobiernos locales, aquellos mas próximos a las comunidades y mas expuestos a su control. Pero esta tendencia se ha visto truncada por el vil y oportunista aprovechamiento por parte de la clase política de los sentimientos atávicos de las poblaciones que gobiernan.
Hoy por hoy es la clase política la que se ha convertido en el obstáculo mayor para trasladar a las administraciones públicas los avances ya alcanzados en materia cultural y económica. Todas las manifestaciones en público de los políticos, toda su propaganda en los medios de comunicación, está encaminada a hacerle creer a la población que sin su intervención mesiánica prevalecería el atraso y la anarquía.
Sin embargo, para el recaudo de los tributos, para la asignación de fondos públicos entre grupos de la población o entre obras públicas, para la administración de la justicia y de la seguridad ciudadana, para acciones encaminadas a proteger el medio ambiente, no se necesita de unos visibles y vocingleros gobernantes que se auto proclaman salvadores de la humanidad.
Entre menos políticos haya que “quieran pasar a la historia” mejor para los pueblos. Querría decir eso que los problemas no son tan graves como para necesitar acudir a políticos de una raza superior, los que solo existen en nuestra imaginación. Querría también decir eso que los gobiernos no estarían en manos de unos políticos que se sienten con el derecho a hacer y deshacer, a expoliar y redistribuir según su antojo y capricho, solo por el prurito de plasmar su nombre en el recuerdo de algunos gobernados.
Pero sobretodo querría decir que los pueblos han llegado a su mayoría de edad. Que las labores propias de los gobiernos son apenas unas mas entre muchas otras. Que lo que importa es que sean atendidas con eficiente discreción. Que al final de cuentas, el progreso de una comunidad no es el resultado de la intervención milagrosa de un caudillo, o de unos ensoberbecidos políticos, sino de los esfuerzos y trabajos de una infinidad de seres humanos, que en condiciones de libertad y solo sometidos al cumplimiento de unas reglas de conducta general, se empeñan en la búsqueda de lo que consideran es su mejor provecho.
FANATISMOS, LEALTADES, DIVERSIDAD Y NOSTALGIAS ANACRÓNICAS
Las sociedades globales y expansivas se distinguen por la diversidad y la competencia entre lealtades de todo tipo. Son incompatibles con fanatismos tribales.
El principal enemigo de la libertad en las sociedades globales y expansivas es la tendencia de algunos miembros a imponerle a otros sus creencias y sistemas de vida. Con frecuencia estos dogmáticos se apoyan en proyectos quijotescos y en utopías. Otros se respaldan en interpretaciones de doctrinas religiosas. Se dicen depositarios de verdades absolutas y de unas aspiraciones que son inalcanzables en medio de las diversidades e imperfecciones inherentes a los seres humanos y a sus emprendimientos.
Una de los grandes retos que enfrentan las sociedades globales y expansivas es deshacerse de esquemas dogmáticos que vienen de épocas tribales anteriores. En las organizaciones tribales, cerradas y compactas como buscaban serlo para defenderse frente a amenazas externas, los dogmas políticos, culturales y religiosos constituían fuente de unión entre sus miembros y les proporcionaban un sentido de pertenencia y camaradería.
La imposición a cualquier costo de dogmas o “verdades” pone en jaque los fundamentos sobre los que se basa el ordenamiento global prevaleciente en esta segunda década del Siglo XXI. La creciente interacción de las diferentes economías planetarias, el progreso tecnológico en comunicaciones y transporte, la consolidación de una institucionalidad multilateral para la solución de conflictos y para la promoción de iniciativas y esfuerzos comunes de distinta naturaleza, entre otros, hacen inoperantes e indeseables las pretensiones de lograr consensos y enfoques únicos en los aspecto centrales de la actividad humana.
El gran desafío que plantea la diversidad
Por definición, las sociedades abiertas y expansivas son ricas en diversidad. Se caracterizan por su diversidad en culturas y moralidades. En opciones, gustos y preferencias. En costumbres, hábitos y tradiciones. Esta diversidad es fortaleza por las oportunidades que brinda, pero al mismo tiempo debilidad por la animadversión de quienes ven peligrar la vigencia de sus creencias y sistemas de vida.
La coexistencia pacífica en medio de tal diversidad es un desafío de grandes proporciones. En las sociedades actuales mas avanzadas, como lo anota Michael Oakeshott, vivimos con personas “que no necesariamente nos gustan, con las cuales no estamos de acuerdo, a las que incluso despreciamos, pero con las cuales tenemos que tener una relación porque vivimos al lado de ellas” (en Notebooks, 1922–86, Imprint Academic, 2014).
Luego de afirmar que en esta sociedades “lo que cada uno hace es menos importante que el cómo lo hace”, Oakeshott afirma que “la política es el arte de vivir juntos… no consiste en imponer sistemas de vida, sino en organizar vidas en común. El arte de la paz es el arte de acomodar diferentes moralidades en unas mismas comunidades”.
En realidad todavía la humanidad no ha descubierto del todo la fórmula ideal para lograr la coexistencia “en una misma canasta” de diferentes moralidades y visiones del mundo. Probablemente el principal requisito sea que en las comunidades pluralistas ninguna autoridad política, civil o religiosa le exija a las personas bajo su influencia niveles de lealtades que propicien la violencia y el odio en sus relaciones con otras lealtades.
Se requiere la toma de conciencia por parte de esas autoridades, y un abierto rechazo a las que no lo hagan, de que las lealtades que representan lo son solo hasta cierto punto. Que ojalá ninguna lealtad promueva la creación de guetos y lleve a la prohibición de cruces e intercambios con otras lealtades. Y por supuesto, que ninguna lealtad use la violencia para conseguir adeptos, para mantenerlos o para hacerle daño a quienes responden al llamado de otras lealtades.
Rehacer el caparazón tribal
¿Suena a un mundo ideal? Sin embargo, se trataría de un ideal alcanzable si se moderaran los prejuicios tribales extremos que tan incrustados están en las mentalidades de un no despreciable número de seres humanos. La propuesta no consiste en eliminar las lealtades, las que son necesarias para darle sentido y dirección a nuestras vidas, sino en encauzarlas por caminos no violentos y en asegurar que compitan las unas con las otras dentro de unas reglas de juego predeterminadas.
El caso del fútbol y otros deportes, con sus reglas de juego para los innumerables torneos internacionales y locales, constituye un muy interesante ejemplo. Como se sabe, en los deportes brotan a distintos niveles toda clase de fanatismos tribales, algunos de ellos muy primitivos. Sin embargo, se ha llegado a acuerdos sobre unas reglas de juego universales y sobre la necesidad de erradicar la violencia y conductas inapropiadas dentro y fuera de los escenarios deportivos. Nadie puede negar las ventajas que ha traído para los diferentes deportes las competencia entre lealtades con reglas previamente acordadas.
Así también en el mundo de los negocios y del comercio se aplican toda clase de reglas de aceptación universal y no solamente local. Si bien las unidades de negocios funcionan como centros de lealtades, en muchos casos cimentadas por vínculos de nacionalidad o lazos familiares, lo cierto es que el cumplimiento de reglas impide que aflore la violencia y que se negocie o comercie sin unas mínimas garantías.
El avance económico y del comercio en los últimos dos siglos, a pesar de las guerras que se han dado y de políticas gubernamentales hostiles, indica que la mayor parte de la humanidad prefiere los caminos pacíficos para promover sus intereses propios y que para tal efecto, no hay otra salida que someterse a una juridicidad favorable al desarrollo de competencias en condiciones de relativa igualdad.
El mejor funcionamiento de sociedades globales y expansivas exige que los procesos de interacción entre sus miembros y organizaciones, no solamente en lo económico o deportivo, se ajusten a reglas de juego de carácter general. El acuerdo a que debe llegarse es sobre ellas, y no sobre los grandes o pequeños objetivos que promueven cada uno de los diferentes centros de lealtades.
Sobre la naturaleza de los objetivos, sobre su alcance e importancia relativa, nunca habrá acuerdos definitivos. En cambio, son múltiples y se extienden a todas las esferas de la actividad humana los acuerdos sobre los caminos permitidos para buscarlos, sobre los procesos válidos para que cada quien alcance los suyos.
Nostalgias anacrónicas
Como es de esperarse por el arrastre que traen los valores tribales después de miles de siglos de vigencia, son muchas las personas que rechazan arreglos institucionales donde las lealtades tradicionales pierden poder decisorio y de convocatoria y se ven forzadas a coexistir con otras que les son extrañas.
El problema de fondo es que en las sociedades globales y expansivas es imposible el predominio de unas lealtades en la forma como lo es en entornos tribales, o en comunidades relativamente cerradas y compactas. Esas formas parten de la base de la exclusión de otras creencias o sistemas de vida y son abiertamente hostiles a cuestionamientos de cualquier tipo.
Ahí, la actitud es ante todo defensiva en el sentido de considerar a otras lealtades como amenazas a la unión monolítica que supuestamente se requiere para enfrentar enemigos externos. Pero esto último pierde su vigencia en los entornos donde operan las sociedades globales y expansivas actuales. Donde es inevitable un cada vez mas intensa relación o cohabitación con otras lealtades. Donde los beneficios de esas relaciones terminan por superar a unos sobrestimados costos.
Lo que distingue a estos entornos es la existencia de una diversidad de orígenes y nacionalidades, así como de intercambios culturales y económicos a todos los niveles y en todas las direcciones. Dentro de este contexto es inevitable un relajamiento de las lealtades. O visto de otra manera, se impone flexibilizarlas para integrarlas a un mundo cada mas complejo en su inter actividad.
Esto no quiere decir que quienes se sienten depositarios de creencias o sistemas de vida tradicionales intenten, en un entorno de competencia, demostrar la superioridad de sus propuestas. A algunos no les irá mal puesto que están respaldados por culturas que han demostrado con creces su capacidad de adaptación a diferentes entornos. El problema es con aquellas facciones o grupos acomplejados propensos a acudir al fanatismo como mecanismo de defensa para evitar competir con otras lealtades.
La competencia de lealtades, que es abiertamente reconocida como un factor de avance en lo económico, lo debería ser también en lo cultural y en lo político. Presupone reglas que faciliten la libre escogencia por parte de la gente de sus propias lealtades, o sea reglas que permitan a cada quien, en medio de las restricciones propias de su entorno, adoptar el tipo de vida de su preferencia.
De hecho, la única forma de evaluar fortalezas y debilidades en emprendimientos de todo tipo, en arreglos institucionales y ordenamientos jurídicos, en creencias y sistemas de valores, es a través de comparaciones que solo se dan a través de la competencia. Gracias a ella, y no obstante retrocesos y errores, es que se han logrado avances en prácticamente todos los frentes de la actividad humana.
Y si bien muchos nostálgicos menosprecian la bondad de los cambios que han tenido lugar porque supuestamente no se ajustan a sus valores y sistemas de vida, lo cierto es que solo en medio de la fluidez propia de entornos globales y expansivos y de la competencia que los caracteriza es que pueden demostrar, sobre bases concretas, que lo de ellos sigue vigente y que es efectivamente lo que mas le conviene a las comunidades donde habitan.
INSTINTO DE AGRESIVIDAD, COMERCIO, JUEGOS Y SOCIALISMO
La evolución del ser humano ha estado sometida a dos primordiales fuerzas contrapuestas: la del instinto de agresividad y la del instinto de cooperación en lo comercial (y en los negocios).
En épocas anteriores la vida humana era muy precaria y expuesta a toda clase de agresiones, entre las cuales se destacaban, por su ferocidad y poder de destrucción, la de los seres humanos entre si. A lo largo de miles y miles de años el ser humano desarrolló un muy elaborado instinto de agresividad en el que basó su supervivencia (como, por ejemplo, también lo plantea Konrad Lorenz en Sobre la agresión, Siglo XXI Editores, 1985).
Las unidades sociales que surgieron en ese entorno de predominio del instinto de agresividad fueron las tribus. Con el tiempo algunas alcanzaron un alto grado de sofisticación en organización social, pero nunca abandonaron su esencia fundamentada en unas relaciones que al interior eran cerradas, compactas, jerarquizadas y hostiles a lo extranjero, y que al exterior eran de sometimiento, expoliación y destrucción de los vecinos.
Tiempo de sobra tuvo el instinto de agresividad para consolidarse como un componente determinante de la personalidad de los seres humanos. La supervivencia de las tribus, y dentro de ellas de los miembros dominantes, dependió siempre de la fuerza bruta. Las reglas de la convivencia social protegían el accionar de los mas fuertes. Sobre ellos recaía la responsabilidad de la protección y defensa frente a las continuas amenazas externas.
Aquellos miembros de las tribus con un instinto de agresividad mas desarrollado se constituyeron en caciques y jefes. En los favoritos de las mujeres para efectos de procreación. Poco espacio en esos entornos para los inteligentes físicamente débiles. Pocas o ninguna posibilidad de supervivencia para aquellas tribus donde la crueldad y el capricho de la fuerza bruta no estuvieran a la orden del día para garantizar obediencia y unidad de criterios.
El comercio como catalizador de un entorno mas amigable
La necesidad de comerciar para intercambiar aquello que se posee por aquello que hace falta se constituyó en la piedra angular de un progreso hacia formas de convivencia menos brutales, o lo que es lo mismo, mas civilizadas. El comercio se convirtió en una alternativa al saqueo y a la expoliación que fueron los métodos preferidos durante mucho tiempo para hacerse a bienes y propiedades.
La característica esencial del comercio, y una que es distorsionada en teorías políticas como las socialistas, es que consiste en un acto voluntario entre dos partes. Surge de la disparidad de valoraciones entre esas dos partes (lo que ofrezco vale para mi menos que lo que recibo a cambio y viceversa). De esa disparidad de valoraciones subjetivas resulta un intercambio en el que las dos partes salen ganando.
La reciprocidad es lo que caracteriza a las relaciones libres entre los seres humanos. En las relaciones de amor, en las de amistad, y en las comerciales aplica aquello de do ut des (doy para que me des). Si hay inconformidad de una de las partes con lo que se da o con lo que se recibe, no prospera la relación.
Es increíble que esto último no se entienda por quienes igualan el comercio a las actividades de saqueo o expoliación. O por quienes consideran que el comercio es una actividad redundante en los procesos económicos, al desconocer su rol como el eslabón que une a vendedores y compradores (a productores y consumidores). Es como si David Ricardo hace dos siglos no hubiera formulado la teoría de las ventajas comparativas.
En actos de saqueo o expoliación la fuerza bruta es la que decide. En el caso del comercio, así haya diferencias en niveles de riqueza entre las partes, está ausente ese elemento de la fuerza bruta como factor determinante. Si llegan a un acuerdo, las partes siempre recibirán algo a cambio de lo que entregan.
Puede que una de las partes se aproveche de la necesidad de la otra, pero eso no le quita la naturaleza voluntaria al acto comercial. Entre otras, en un entorno en donde hay competencia, así sea poca, llegarán eventualmente otros comerciantes a ofrecer lo mismo a un menor precio.
A diferencia de aquellas actividades en donde el instinto de agresividad es el que se impone, en el caso del comercio ninguna de las partes es aniquilada o esclavizada. Con el comercio, con el intercambio pacífico y voluntario de bienes y servicios, se produce ese milagro según el cual todos buscando su interés propio satisfacen las necesidades mas urgentes de sus semejantes.
Fue el perfeccionamiento de estos procesos comerciales con el establecimiento de reglas de juego que defienden la propiedad privada y que castigan prácticas non sanctas, lo que ha llevado en los últimos dos siglos a un progreso económico sin precedentes en la larga historia de la humanidad. Pero no solamente progreso económico: también a un intercambio de conocimientos sin precedentes y a una elevación en los niveles culturales en distintos lugares del planeta.
Condenas atávicas al comercio
Durante buena parte de la historia de la humanidad (y todavía hoy en día en algunos lugares del planeta) la actividad comercial fue vista con gran recelo por parte de los gobernantes de turno. La riqueza obtenida y acumulada por los comerciantes fue siempre motivo de envidia y considerada como amenaza. Muchos gobernantes, con la ayuda de intelectuales serviles, se dieron a la tarea de propagar la idea de que los comerciantes hacían su utilidad a costa del sufrimiento del prójimo.
Siempre hubo un desconocimiento del hecho de que gracias a los comerciantes las poblaciones podían atender sus necesidades en forma mas expedita y menos costosa. Muchos pensaban (y todavía piensan) que al pagarles a los comerciantes por la atención de esas necesidades perdían la oportunidad de gastar en la atención de otras necesidades y que por lo tanto ellos eran los culpables de sus carencias.
Muchos no se percataban (y todavía no se dan por enterados) de los inmensos costos y riesgos involucrados en la actividad comercial en entornos donde las arbitrariedades y las expoliaciones han sido la regla y no la excepción. Tampoco se daban cuenta (y todavía no se les pasa por la mente) que sin comercio no hay acceso hay una infinidad de bienes y servicios. Que esos bienes y servicios no es maná que cae milagrosamente del cielo.
Y fue así como se extendió la idea de que el comercio beneficia ante todo a los vendedores y perjudica a los compradores. Como bien lo explica Ludwig von Mises (en The Ultimate Foundation of Economic Science, Liberty Fund, 2006):
“Según este razonamiento, los médicos se ganan la vida con la enfermedad de sus pacientes y no con su curación. Las tiendas de comida prosperan con el hambre de la gente y no con la provisión de los medios para calmarla. Nadie puede ganar sino es a costa de alguien mas. La utilidad de alguien es igual a la pérdida de alguien mas… O sea que de acuerdo con este punto de vista falaz, las habilidades del comerciante (o del emprendedor) residen en el arte de ocasionarle el mayor daño posible a su enemigo que es el comprador. Los adversarios del comerciante son sus propios clientes…”
Se trata de una falaz creencia popular que se une a varias otras fruto de la ignorancia sobre fenómenos complejos como son los relacionados con el funcionamiento de la economía. En este caso, un desconocimiento sobre la naturaleza misma de las actividades comerciales en el que se confunde cooperaciones pacíficas y voluntarias que benefician a ambas partes con supuestos enfrentamientos en el que una de las partes necesariamente gana y la otra sale derrotada.
A diferencia de las guerras (y de los juegos), en la actividad comercial no hay derrotas. Ninguna de las partes tiene que ceder por la fuerza a la otra sus posesiones (si esto sucede cesa de existir el comercio). En la actividad comercial, aunque puede haber decisiones equivocadas como sucede con todo lo humano, no hay propiamente vencedores ni vencidos. Lo pactado es lo que subjetivamente las partes consideran como lo mejor para la promoción de sus intereses en ese específico momento. Si no fuera así, no habría trato o cierre de la negociación.
La actividad comercial no es un juego
Muchos colocan a la actividad comercial (y a la de los negocios en general) en un plano similar a la de los juegos (por ejemplo, John von Neumann y Oskar Morgenstern, Theory of Games and Economic Behavior, Princeton University Press, 1944). Pero, como lo pone de presente Mises, esa igualación se presta a toda clase de malos entendidos.
En todo juego hay un premio que es el que se lleva el vencedor. El objetivo es ganar para que el perdedor salga con las manos vacías. En los juegos hay ganadores y perdedores. Pero en las actividades comerciales (y en los acuerdos de negocios en general), las partes no buscan derrotar a las contrapartes. Tanto las unas como las otras llegan a acuerdos porque consideran que eso es lo mas ventajoso posible para sus intereses, dadas las circunstancias existentes.
Los juegos son pasatiempos, maneras de pasar el tiempo libre y de ahuyentar el aburrimiento. Pertenecen a la esfera del consumo. En cambio, el comercio (y los negocios en general) son medios para aumentar la cantidad de bienes disponibles, para preservar la vida y para hacerla mas agradable. Los juegos solo proporcionan entretenimiento, pero en si mismos no constituyen un medio para elevar las condiciones de vida de la gente, tal como si es el caso con las actividades comerciales.
En el comercio (y en los negocios en general) se requiere escoger entre distintos planes de acción. Al escoger una alternativa se pierde la oportunidad de embarcarse en otras alternativas disponibles. No existe el concepto de revancha que se aplica en los juegos. Pero además esas alternativas de acción no están dirigidas a derrotar o perjudicar a compradores o clientes. Entre mas los beneficien, entre mejor se atiendan sus necesidades, mas elevadas tenderán a ser las utilidades que los comerciantes perciben no solo en el presente sino también a futuro.
En el comercio (y en los negocios en general) no se trata de tomar decisiones por el prurito de tomarlas (como se plantea en la teoría de juegos), sino en tomarlas por su impacto concreto e irreversible en las condiciones de vida de todos los involucrados. Como lo indica Mises: “Los juegos son diversión, deporte y entretenimiento; los negocios son vida y realidad.”
Instinto de agresividad como arma política
No hay que caer en engaños. Después de miles y miles de años de predominio, el instinto de agresividad hace parte integral del DNA del ser humano. Su operación es antagónica a los instintos de cooperación que se materializan en la actividad comercial, la que solo prospera en condiciones donde prevalece la paz y donde se protegen las libertades individuales básicas. Donde no hay imposiciones externas que impiden que los individuos adopten las decisiones económicas que valoran como las de su mayor conveniencia y utilidad.
Dice mucho que poblaciones enteras hayan escogido los caminos pacíficos y voluntarios implícitos en las actividades comerciales y no los saqueos y expoliaciones que caracterizan a entornos donde predomina el instinto de agresividad. Dice mucho que no obstante el antagonismo y hostilidad que el comercio ha enfrentado a lo largo de la historia de la humanidad, su esfera de acción se haya multiplicado y expandido hasta prevalecer en distintos rincones del planeta.
Pero se trata de un balance que siempre ha estado en la cuerda floja. Son numerosas las ocasiones en las que una parte de la humanidad ha dado rienda suelta a la fuerza bruta para expoliar y esclavizar al resto de la población, apoyándose en teorías políticas y religiosas que endiosan a los gobernantes de turno y que los eleva a la condición de dueños del destino de otros seres humanos.
En épocas mas recientes, son varias las teorías políticas que se han aprovechado de la fuerte presencia innata del instinto de agresividad. Entre ellas sobresalen las socialistas por su aceptación en distintos círculos intelectuales. Son teorías que le entregan un gran poder a los gobernantes de turno. Que favorecen la concentración del poder político en manos de unos pocos autócratas y del aparato administrativo del Estado y que justifican su uso para expoliar los ingresos y riquezas ajenas.
En estas teorías políticas la vida económica y social es vista como si fuera un escenario de permanente guerra, donde los enemigos están siempre al acecho. Es un visión que desconoce el carácter benéfico del comercio (y del mundo de los negocios en general) para todas las partes involucradas. Que considera que todas las relaciones humanas se mueven bajo los mismos parámetros del mundo de la política en relación con el uso de la fuerza y la manipulación del instinto de agresividad.
Estas teorías solo se fijan en los conflictos y las discordias que caracterizan la evolución de la vida económica y social de los pueblos, sin asignarle la debida importancia a las fuerzas integradoras y civilizadoras detrás de la propensión de los seres humanos a mejorar tanto su situación específica como las de sus semejantes a través del intercambio pacífico y voluntario de bienes y servicios.
Una visión progresista de la evolución humana
Es así como una visión imparcial lleva a plantear que la evolución de los seres humanos ha dependido de dos fuerzas contrapuestas. Por un lado la relacionada con la supervivencia básica y para la cual instinto de agresividad ha sido apoyo fundamental, y por el otro lado la relacionada con el mejoramiento de las condiciones de vida y para la cual el instinto de cooperación en lo comercial ha sido punto de partida.
Lo interesante de todo esto es que a medida que la humanidad ha progresado económicamente, a medida que ya no se trata de la simple supervivencia, pierde vigencia el instinto de agresividad. En comunidades globales y expansivas lo que mas conviene es la cooperación pacífica y voluntaria que se da precisamente en entornos donde se ha institucionalizado la libre ocurrencia de las prácticas comerciales y de los negocios de todo tipo.
En las circunstancias actuales se convierten en retrógradas las teorías políticas como las socialistas que interpretan al mundo bajo la lógica operacional del instinto de agresividad. Estas teorías pudieron haber tenido una significativa relevancia en las épocas tribales, o aun cuando Thomas Hobbes escribió su Leviathan, pero la han perdido especialmente a partir del extraordinario avance económico que se ha dado en los últimos 200 años.
En el mundo económicamente mas avanzado y civilizado actual de lo que se trata es de mantener a raya el instinto de agresividad encauzándolo hacia la lucha contra el crimen al interior de las comunidades (instinto de agresividad regulado versus instinto de agresividad desbocado), así como hacia la esfera de los juegos como desahogo regulado en los deportes a nivel competitivo. Pero lo mas difícil, lo realmente desafiante, es imponerle límites efectivos a sus manifestaciones en esa otra esfera de la actividad humana donde tradicionalmente ha sido amo y señor, en la esfera del poder político.
Solo así se avanzaría en lograr que la cooperación social se base en sistemas de coordinación caracterizados por relaciones voluntarias y espontáneas en las que imperan los contratos y el respeto a la palabra empeñada y cada vez menos en sistemas de coordinación caracterizados por relaciones de fuerza y de status en las que imperan las órdenes y direcciones provenientes de quienes controlan el poder político.
CAPITALISMO, CONSUMISMO Y ANTAGONISMO RELIGIOSO
Son pocas las religiones que han asimilado las consecuencias de los profundos cambios económicos que han tenido lugar a partir del Siglo XIX.
Una de las curiosidades mas llamativas de la historia intelectual reciente es la renuencia de iglesias como la Católica a reconocer los beneficios desde el punto de vista espiritual del avance económico en los últimos dos siglos en buena parte del planeta.
Los personeros de varias de estas iglesias y religiones se han dado a la tarea de criticar y menospreciar lo que Adam Smith describió como el “sistema de libertades naturales”, y que otros llaman capitalismo, el mismo que ha traído un progreso sin precedentes en la historia de la humanidad.
En ese sistema, cuando viene acompañado de unas leyes y normas de carácter general que protegen la propiedad privada y que garantizan la libre competencia y los intercambios voluntarios honestos, cada quien, en la búsqueda de su propio interés, contribuye no solo a su bienestar sino al de la comunidad donde reside. Y lo hace en una forma que supera por lejos en resultados materiales y espirituales a los que se dan en sistemas alternativos que se basan en la imposición por la fuerza y el miedo de criterios netamente políticos y religiosos.
El sistema capitalista de libertades naturales premia de manera impersonal, sin caprichos y distorsiones, el esfuerzo productivo, la innovación y las decisiones afortunadas en relación con el riesgo. Pero sobretodo hay un aspecto que con frecuencia pasa desapercibido, y es el de que en este sistema personas y empresas solo progresan si atienden adecuadamente las necesidades mas urgentes del prójimo.
Se trata de un sistema que promueve la división del trabajo al conectar en los distintos mercados las demandas de personas y empresas con las ofertas de aquellas otras personas y empresas mejor capacitadas para atenderlas. Es el único sistema que en forma práctica y eficaz entrelaza los intereses propios de los consumidores con los intereses propios de los productores.
Es en los distintos mercados, con sus respectivas señales de precios, en los que tiene lugar ese entretenimiento de intereses propios. Pero es precisamente esta vital función del sistema capitalista de libertades naturales, estas sutiles relaciones entre demandantes y oferentes motivadas por el interés propio, las que producen indignación entre moralistas de casi todas las corrientes.
Doble moral en relación con el interés propio
Lo que mas les molesta de un sistema capitalista de libertades naturales a estos moralistas es que la búsqueda del interés propio sea explícita y en abierta competencia de los unos con los otros. En cambio, en otros sistemas económicos que se apoyan en la coerción y en las restricciones a las libertades individuales, se esconden y reprimen los motivos que impulsan la conducta humana, haciéndolos aparecer como lo que no son.
Se trata sin duda de una doble moral que tiene raíces muy asentadas en la historia de la humanidad. En las sociedades cerradas y compactas, como lo fueron y siguen siendo las tribales, se exige la subordinación de las conductas individuales a los objetivos del grupo. Allí, los valores religiosos apuntan al sacrificio o renuncia del interés propio, al que consideran un elemento perturbador no solamente en lo relacionado con la supervivencia del grupo, sino también como negativo desde el punto de vista de sus méritos en la esfera de lo espiritual.
En esas sociedades tribales se impone la doble moral como mecanismo para suavizar y limar asperezas en la convivencia de sus miembros. Ahí se exige mostrar apego y subordinación a los objetivos del grupo, sin importar si ellos son absurdos o irracionales. Nadie puede darse el lujo de ser rueda suelta, o de dar la impresión de que sus actuaciones se rigen por su interés propio y no por unas supuestas conveniencias del grupo.
En esas sociedades se desconoce cómo es que opera el mercado en beneficio del grupo y menos aun el vital rol que desempeña el interés propio para su adecuado funcionamiento.
La organización de las estructuras religiosas en estas comunidades compactas y cerradas es un fiel reflejo de las exigencias de la vida grupal. Se condenan los desvaríos individualistas y las conductas no obedientes a las exigencias del grupo. En las conversaciones colectivas se censura todo comportamiento individualista antagónico a los consensos del grupo.
Pero el tema no concluye aquí. Cuando el interés propio coincide con el interés del grupo, se lo racionaliza como si se tratara de una conducta dirigida a satisfacer los objetivos del grupo. Las religiones y sus voceros siempre han desempeñado un rol preponderante en tales racionalizaciones, con el argumento de que la autoridad del mas allá se congracia con todos aquellos seres del mas acá que “sacrifican” su interés propio al del grupo.
De esa experiencia de miles de siglos de vida en sociedades tribales compactas y cerradas, la humanidad se acostumbró a pensar en el interés propio como ominoso y perjudicial para la supervivencia del grupo. Era lo de menos que el interés propio fuera componente esencial del instinto de supervivencia del individuo. Sus manifestaciones debían ser reprimidas o en el mejor de los casos reconvertidas, así fuese artificiosamente, en expresiones de interés grupal.
Progreso económico reciente
Las sociedades tribales recibieron un golpe mortal definitivo en el Siglo XIX con lo que algunos han llamado la Revolución Industrial y con lo que otros han interpretado como el colapso de regímenes políticos feudales. Pero en realidad lo que sucedió fue que se liberaron fuerzas económicas que estaban inhibidas por las exigencias de una vida grupal cerrada y compacta.
La nueva etapa económica de la humanidad empezó con el descubrimiento de América y con la expansión mercantil de las potencias imperiales europeas en África y Asia. Sin embargo, fue en el Siglo XIX cuando se consolidaron los cimientos del mundo económico moderno, uno basado en el respeto a los derechos de la propiedad privada, en el surgimiento de un sistema de justicia fundamentado en la aplicación de reglas de conducta general, y en el libre movimiento de personas y bienes.
Aunque este proceso ha estado repleto de altibajos, la tendencia reciente ha sido hacia sociedades mas abiertas, en donde se han impuesto límites al poder absoluto de los gobiernos. Sociedades en las cuales el uso de la fuerza bruta para expoliar riqueza ajena, que en el pasado fue la forma predominante de adquirir fortuna, poco a poco se reemplazó por modalidades menos arbitrarias, apegadas a leyes y normas conocidas.
En últimas, fue a partir del Siglo XIX en el que se impuso un sistema económico en el que la búsqueda del interés propio de individuos y empresas se constituyó en la principal fuente de innovación y de creación de nueva riqueza.
Sin embargo, el sistema capitalista de libertades naturales que así surgió, y que desde entonces ha prevalecido en sociedades de superior avance económico, no ha sido del agrado de políticos e intelectuales absolutistas y controladores, así como de voceros de iglesias y religiones. Todos ellos a su manera se han sentido amenazados en su interés propio individual y grupal con el fortalecimiento de este sistema.
Condena religiosa al consumismo
Si algo ha traído el sistema capitalista de libertades naturales en los últimos dos siglos es la elevación del nivel de vida de grupos inmensos de la población a lo largo y ancho del planeta. En mayor grado en aquellas regiones donde el sistema de justicia, las reglas de juego y el desarrollo institucional han contribuido a que fructifiquen sus fortalezas.
Esto debería ser una buena noticia para todos, entre otras, porque de ese progreso económico se han beneficiado no solamente las sociedades capitalistas mas sofisticadas, sino también aquellas que lo han adoptado a medias. El crecimiento del comercio global, la inversión extranjera y la disponibilidad de financiamientos de todo tipo han sido fundamentales en la propagación de esos beneficios.
Como consecuencia, los niveles de consumo de ricos, de menos ricos y de pobres, se han elevado significativamente si se los compara con los existentes hace 100 años o hace 200 años. Todos los indicadores económicos y sociales como los relacionados con ingresos reales, expectativa de vida, y acceso a toda clase de bienes y servicios, atestiguan sobre una mejora sustancial generalizada en las condiciones de vida.
Pero ello no ha sido óbice para escuchar de parte de voceros religiosos, incluidos los mas representativos de la Iglesia Católica, toda clase de condenas al consumismo de las sociedades modernas. Muchos de ellos plantean el peregrino argumento de que el “exceso” de consumo aparta a los seres humanos de sus creencias religiosas.
En otras palabras, para estos voceros religiosos el elevado consumo que genera el sistema capitalista de libertades naturales lleva a un materialismo antagónico con un desarrollo espiritual como el que quisieran que hubiera. Creen que estos altos niveles de consumo apartan a los seres humanos de su origen y fin primordial, que no es otro que su compenetración en lo espiritual con una divinidad a la que se deben. A su modo de ver, el tránsito por esta vida no es mas que un peregrinaje en el que hay que hacer méritos para lograr, después de la muerte, el reencuentro con la divinidad.
Señalan estos voceros que el “pecado original” del capitalismo, lo que lo hace anti religioso, es la prelación que le asigna a la búsqueda de un interés propio que confunden con un burdo egoísmo. Exponen la tesis según la cual un sistema económico basado en la satisfacción del interés propio aparta a los seres humanos del camino hacia la salvación eterna. Quien busca su interés propio, quien se dedica a satisfacerse en lo material, corre el peligro de perder la noción de cuál es su fin último, uno que, según ellos, no es de este mundo.
Contradicciones de la postura religiosa
La primera gran contradicción de esta postura surge del desconocimiento por parte de estas iglesias y religiones de que la riqueza material tiende a elevar la condición espiritual de los seres humanos. A mayor riqueza material mayor disponibilidad de tiempo para atender necesidades e inquietudes diferentes a las muy primarias relacionadas con la supervivencia. A mas riqueza material mas amplio el abanico de opciones de vida.
Quienes están obligados a luchar por su supervivencia disponen de pocos recursos y fuerzas para embarcarse en la búsqueda de finalidades de índole espiritual.
Con mas riqueza material se alcanzan mas elevados niveles de educación y de salud, lo cual es conducente a una mas lúcida conciencia en lo espiritual. Con mas riqueza material se facilita el desenvolvimiento de toda clase de actividades culturales que conducen a visiones mas amplias y complejas de la realidad en la que se vive. Es temerario, por decir lo menos, afirmar que la posesión de una mayor riqueza material lleva a los seres humanos a dejar a la vera del camino inquietudes fundamentales como la finalidad última de su existencia y la razón de ser de su mortalidad.
Con mas riqueza material se generan innovaciones y excedentes para resolver problemas relacionados con la pobreza extrema de grupos marginados de la población y para enfrentar otros como el relacionado con el cuidado del medio ambiente. Incluso, con mas riqueza material hay mas recursos para llevar a feliz término las labores apostólicas de las diferentes iglesias.
Y así la lista de las ventajas en lo espiritual de los mayores niveles de riqueza podrían extenderse al infinito. ¿De dónde entonces esa actitud defensiva en relación con el progreso económico y con el sistema capitalista de libertades naturales que lo ha hecho posible?
La explicación no es otra que la incapacidad de adaptación de muchas iglesias y religiones, unas en mayor grado que otras, a las nuevas condiciones resultantes del surgimiento de sociedades abiertas y económicamente expansivas, condiciones estas muy diferentes a las vigentes durante miles y miles de siglos en comunidades tribales cerradas y compactas.
Errores de apreciación
Subyace, entonces, en el pensamiento religioso la idea que quien acumula riqueza le sirve al diablo y quien persigue su interés propio no “vive para servir”. Nada mas alejado de la realidad cuando se trata de un sistema capitalista de libertades naturales.
En este sistema la conducta de personas y empresas se subordina a la atención de las necesidades y demandas del prójimo. Se trata de un sistema en donde el éxito económico depende fundamentalmente de la eficacia y oportunidad con la que se sirve al prójimo. En ningún otro sistema económico conocido existe tan estrecho vínculo entre productores y consumidores.
En ningún otro sistema los productores se esmeran en servir los intereses de los consumidores como en el sistema capitalista de libertades naturales. Ahí la remuneración de los productores depende exclusivamente de la satisfacción de las necesidades del prójimo al cual se deben.
Servir al prójimo sin recibir remuneración solo esta reservado para seres humanos con vocación especial (como en el caso de Teresa de Calcuta), o para circunstancias especiales de urgencia, o para personas o instituciones que poseen suficientes excedentes como para hacer la diferencia en la financiación de causas sin fin de lucro. Pero para la gran mayoría de los seres humanos estas son alternativas por fuera de sus posibilidades o de sus inclinaciones.
La gran mayoría de los seres humanos están dispuestos a servir al prójimo, pero solo bajo el aliciente de recibir algo a cambio. Con la sola promesa de un incierto premio después de la muerte es difícil sino imposible mover sus voluntades hacia un servicio permanente a favor del prójimo.
Pero además, sin un esquema de remuneraciones como el que hace parte integral del sistema capitalista de libertades naturales, muchos quedarían a la deriva en cuanto al tipo de servicio al prójimo que podrían prestar. En su ausencia, el alineamiento de las ofertas y las demandas se torna caprichoso y queda condicionado a juicios de valor que no corresponden a las valoraciones reales de quienes reciben los servicios.
En otras palabras, solo el sistema capitalista de libertades naturales proporciona las motivaciones para que el ánimo de servicio al prójimo se extienda a todas las actividades humanas y para que el esfuerzo en prestarlo rinda sus mejores frutos (dentro de las limitaciones del entorno en donde tienen lugar). La razón fundamental de su éxito en lo material, y en la apertura de horizontes en lo espiritual, es precisamente que maximiza la calidad del servicio al prójimo.
La ausencia de motivaciones fuertes y persistentes para servir al prójimo constituye el talón de Aquiles de los otros sistemas económicos, los que a lo largo de la historia de la humanidad han probado ser ineficaces para elevar de manera significativa la calidad de vida de personas y comunidades.
Estos otros sistemas fallan en ese aspecto crucial que tanto subestiman iglesias y religiones y que no es otro que la armonización de los intereses propios de productores con los de los consumidores, sin necesidad de acudir a medios coercitivos o a interpretaciones cuyo móvil es justificar expoliaciones o ventajas indebidas.
Vale la pena retornar a la tesis de Max Weber en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Subraya este sociólogo alemán que en los orígenes de varias ramas del protestantismo el éxito económico fue visto como indicio de elección divina y como glorificación a Dios. Y que fue con ese fundamento religioso que surgieron hábitos e ideas que sirvieron de base para el advenimiento de los sistemas capitalistas mas prósperos.
Porque al final de cuentas de lo que se trata es que en esta vida los seres humanos tengan las mayores oportunidades de desarrollar sus potencialidades tanto en lo material como en lo espiritual, para beneficio propio y el de las comunidades donde habitan. Se trata de un proceso respaldado en avances tecnológicos y conductas que solo son posibles con los crecientes niveles de riqueza y consumo que genera el sistema capitalista de libertades naturales.
Imposible creer en la validez de la tesis opuesta: que la represión del interés propio y la anulación y negación de los beneficios que ofrece el avance en las condiciones materiales de vida, sea el camino religioso mas expedito a disposición de los seres humanos para alcanzar la tan anhelada felicidad.