Jorge Ospina Sardi
Supuestos dueños de la moral ponen en tela de juicio al capitalismo atribuyéndole defectos que hacen parte de la naturaleza intrínseca del ser humano y de su realidad existencial.
Desde tiempos inmemoriales han proliferado los dueños de la moral que pontifican sobre lo que está bien y lo que está mal. Muchos de esos moralistas han estado vinculados a causas religiosas. Otras veces a causas políticas. Muchos de ellos siempre en el plan de mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Por ejemplo, es frecuente escuchar a los mas viejos de cada época censurar a los mas jóvenes y a los tiempos presentes como carentes de moral. Pero resulta que en sociedades donde se ha registrado un crecimiento sostenido en el PIB per capita (en el ingreso por habitante), por lo general las generaciones presentes son mas civilizadas y cultas que las generaciones anteriores. Estos procesos económicos vienen acompañados casi sin excepción de mejoras en los ordenamientos jurídicos y de una elevación en los niveles educativos y de salud básica.
Y, sin embargo, muchos de los mas viejos en estas sociedades, en lugar de reconocer que los avances económicos crean condiciones mas propicias para el desarrollo moral, hablan como si, por el contrario, ocasionaran un deterioro en este frente en relación con una supuesta edad de oro en la que les correspondió vivir cuando jóvenes. Se hacen los de la vista gorda sobre la inmoralidad que reinaba en épocas anteriores.
Luego están los dueños de la moral religiosa. No hace mucho tiempo, los moralistas religiosos se concentraban en las fragilidades propias de la naturaleza humana y en las formas para superarlas o en los medios para aligerarlas. Pero mas recientemente varios de ellos dirigieron su atención al entorno económico y político. Adoptaron la cómoda posición de que es allí donde residen los problemas relacionados con la falta de moral.
Se volvió lo usual culpar al entorno, cualquiera que él fuese, por todo tipo de conductas impropias. Se politizó el tema, por decirlo de alguna manera. Aparecieron, entonces, como salidos de un cubilete los dueños de la moral política.
Son los que parten de la idea de que los seres humanos nacen puros e inocentes, pero la sociedad los corrompe. Son los que le achacan a los sistemas económicos y políticos las consecuencias que traen consigo las maldades y equivocaciones que brotan de una imperfecta naturaleza humana.
Últimamente le ha correspondido al “capitalismo” ser el chivo expiatorio de estas conductas impropias. Lo acusan de ser el causante de la destrucción de “la moral”.
Uno entre varios de esos moralistas críticos del capitalismo es el filósofo de la Universidad de Harvard Michael Sandel autor de What Money Can’t Buy: the Moral Limits of Markets (Ferrar, Straus and Giroux, 2012).
Este filósofo es un despiadado crítico de los valores que rigen los mercados (de los valores del capitalismo) porque considera que impregnan todas las esferas de la vida y corroe lo que él piensa son valores mas importantes, los que no pertenecen a los mercados.
Para Sandel la lógica de las compras y las ventas es la que se ha impuesto en la sociedad moderna. Esa lógica es la que regula la salud, la educación, la seguridad, la justicia, la protección ambiental, la recreación, la procreación y los demás “bienes sociales”. Al interrogante de por qué preocuparnos de que ello sea así, la respuesta del filósofo es que “cuando todo está para la venta, la vida es mas dura para aquellos con recursos modestos”, lo que acentúa la desigualdad.
Más adelante Sandel llega a la muy cuestionable conclusión de que los mercados no solamente son un mecanismo para distribuir bienes sino que crean actitudes hacia los bienes que son intercambiados. Dejan una marca que lleva a considerar a los seres humanos como mercancía y no como personas dignas y merecedoras de respeto. Los convierten en instrumentos de ganancia y objetos para ser utilizados.
Es así, entonces, como las buenas cosas de la vida son degradadas a la categoría de mercancías. Eso sucede, por ejemplo, con la educación, con la vida en familia, con la naturaleza, con el arte, con los deberes cívicos, y con todo lo que hace parte de “la moral“ y “la política”.
Estas críticas de Sandel a la economía de mercado (o al capitalismo) están completamente fuera de foco, no solamente porque no reconoce los grandes avances logrados con este sistema productivo en los últimos dos siglos, sino porque no explica cuál sería un mejor o mas adecuado sustituto.
En primer lugar, nunca como ahora en la historia de la humanidad la mayor parte de la población del planeta, incluidos los mas desposeídos, han disfrutado de las buenas cosas de la vida a las que el filósofo hace referencia. A medida que retrocedemos en el tiempo el acceso a esas buenas cosas era muchísimo mas limitado. Sin este contexto histórico, sin un reconocimiento de cómo se administró “la moral” y “la política” en otras épocas donde prevalecía un menos desarrollado capitalismo y cuando las escaseces eran mas crónicas, estas críticas pierden relevancia.
Sandel desconoce olímpicamente que el capitalismo, en virtud de la competencia que lo caracteriza, ha elevado consistentemente los estándares relacionados con la calidad de los bienes y servicios que provee.
Desconoce adicionalmente que el capitalismo, en virtud también de esa competencia, promueve el surgimiento de reglas de juego y la conformación de ordenamientos jurídicos cada vez mas imparciales y respetuosos de los derechos y las libertades individuales.
Y desconoce finalmente que hace parte de la dinámica del capitalismo la ampliación sistemática de los distintos mercados, tal como ha venido sucediendo en la gran mayoría de ellos gracias a una continua introducción de innovaciones tecnológicas que abaratan los productos y servicios que demanda la población y paralelamente a una creciente productividad que se traduce en mayores ingresos.
Al preguntarnos cuál es la alternativa a la economía de mercado que ofrece Sandel, la respuesta sencillamente no se encuentra en su libro. Propone sentarse a esperar que el sistema capitalista se auto destruya. Esperar a que llegue el fin del mundo, en otras palabras.
Otros que condenan moralmente al capitalismo dicen que la solución es que el Estado intervenga en todo, no solamente como árbitro sino especialmente como ejecutor e intermediario. Que haga y deshaga como en los regímenes totalitarios del Siglo XX o que se involucre en todos los rincones de la vida en sociedad como en el caso de los gobiernos tribales de antaño.
En últimas, con lo que están inconformes los críticos del capitalismo es que los seres humanos no sean las impolutas e ingenuas criaturas felices que describe Jacques Rousseau en su novela Emilio o como el Adán y la Eva del paraíso terrenal antes de la expulsión narrada en la Biblia.
Pero los seres humanos son lo que son, llenos de defectos y expuestos permanentemente a excesos y desmanes que se resumen en los siete pecados capitales (soberbia, avaricia/codicia, envidia, gula, lujuria, ira, y pereza). No es el capitalismo el que los ha hecho así. No existe ningún sistema económico o político que los haya hecho perfectos, sin pecado concebidos. Es mas, el intento de perfeccionarlos a la fuerza a través de la religión o de la política ha ido de la mano de los mas horribles abusos y miserias.
Es a través de sistemas voluntarios de interacción social como los que se dan en los capitalismos mas elaborados, promoviendo cada quien sus intereses específicos y buscando cada quien mejorar su condición dentro de un marco respetuoso de los derechos de los demás, lo que ha elevado la calidad de vida de la humanidad. Solo así es que se han podido explotar mas intensamente las fortalezas de los seres humanos y se han minimizado los posibles daños ocasionados por sus debilidades y flaquezas.
Pedirle al capitalismo que produzca santos y culparlo porque no lo hace es una injusticia de grandes proporciones. El capitalismo, cuando bien administrado y bajo la tutela de lo que Adam Smith llamó el “sistema de libertades naturales”, es garantía de progreso económico y de una mejor atención a las necesidades básicas de la población. Proporciona un mas amplio rango de posibilidades de consumo y de alternativas para eventuales búsquedas de un mejor estar material y espiritual en esta vida.
Pero hasta allí llega. No se le puede pedir al capitalismo que haga las veces de doctrina religiosa, que genere riqueza sin esfuerzo productivo, y que su funcionamiento se ajuste a las levantiscas fantasías y ensoñaciones de quienes se auto proclaman dueños de la moral pública.