Jorge Ospina Sardi
El poder político embriaga y corrompe. Quienes lo ejercen deben asumir la carga de la prueba. Quienes son objeto de los controles que emplea ese poder deben estar protegidos con la presunción de inocencia.
Todo uso de poder que implique un detrimento en lo patrimonial o en calidad de vida para quienes están sometidos a sus designios, tiene que ser “racionalizado” debidamente. No basta con unas simples explicaciones. No es suficiente con argumentar que los costos que asumen algunos se justifican por unos eventuales beneficios que reciben otros.
En el caso de los gobiernos es muy difícil “racionalizar” el cobro de impuestos porque se trata de una expoliación, de la extracción por la fuerza de ingresos y riqueza ajena. Que con esos impuestos se financian obras de beneficio común o se paga por actividades necesarias para el buen funcionamiento de la sociedad como en el caso de la justicia y la seguridad, es quizás una “racionalización” que convence a las mayorías.
Pero como quienes detentan el poder político tienden a desbocarse en sus atribuciones, entonces las “racionalizaciones” no paran ahí. Argumentan en favor de mas impuestos, de mayores apropiaciones de ingresos y riquezas de los mas exitosos, con la excusa de que todo eso es para favorecer a los mas desposeídos y lograr así igualdades.
¿Cuál sería en este último caso la carga de la prueba? ¿Una desigual distribución del ingreso y la riqueza? Pero a los perjudicados con los mayores impuestos hay que presumirlos inocentes de la situación económica precaria de quienes supuestamente se beneficiarían con esta intervención gubernamental.
En este caso la “racionalización” es confusa porque se basa en perjudicar a unos que nada tienen que ver con la mala situación económica de otros. Esta ambigüedad hace imposible la aplicación de la carga de la prueba. El gobierno no puede establecer con claridad relaciones históricas causa-efecto que justifiquen el perjuicio que le propina a algunos y los beneficios que reciben unos seres humanos indeterminados.
Básicamente el problema surge porque este tipo de intervención gubernamental, por un lado, es con el uso de la fuerza y perjudica a unos sin que esos unos tengan nada que ver con daños y perjuicios a otros, y por el otro lado, no se refiere a actividades de beneficio común sino que están dirigidas a favorecer a unos grupos cuyos miembros no están identificados de antemano y que son escogidos prácticamente a dedo por los gobernantes de turno.
Por esta razón se trata de una intervención gubernamental que puede tildarse de extremadamente arbitraria. Entonces estamos hablando de un uso abusivo del poder del gobierno, que desvirtúa sus funciones y que impide trazarle unos límites a su alcance, porque no hay utilización de la carga de la prueba ni existe el amparo de la presunción de inocencia para quienes son afectados negativamente.
No es suficiente que los estatistas partidarios de esas extra limitaciones de los gobiernos acudan a conceptos espurios como los de “deudas históricas” o “justicias sociales” que en definitiva no pueden categorizarse o enmarcarse en situaciones concretas específicas susceptibles de ser personalizadas en lo que respecta a los diferentes protagonistas.
El requerimiento de la carga de la prueba por parte de quienes ejercen el poder en temas relacionados con sanciones por incumplimientos y violaciones de reglas o leyes es una reconocida práctica jurídica. La presunción de inocencia en estos casos lo es igualmente. Mientras no se demuestre lo contrario, a quien es acusado de esos incumplimientos o violaciones se le debe demostrar su culpabilidad o de lo contrario se lo debe presumir inocente y debe ser tratado como tal.
Esto tiene innumerables implicaciones en todo lo que tiene que ver con las actuaciones de los gobiernos y en general, con quienes ejercen instancias de poder en distintos ámbitos de las sociedades. Por ejemplo, es claro que uno de los peores abusos en el ejercicio de cualquier tipo de poder es la imposición de sanciones o castigos por conductas a quienes no han sido merecedores de recibirlos porque sencillamente quien ejerce el poder lo hace empleando su propio criterio y conveniencia, sin asumir la carga de la prueba como corresponde.
No importa la naturaleza de los daños y perjuicios de las víctimas de un mal uso del poder. Pueden ser hasta los mas leves, pero deben dar lugar a resarcimientos.
La vigilancia del cumplimiento de reglas o leyes nunca debe realizarse sobre la base de una presunción de culpabilidad, tal como es el caso actualmente con la forma como opera en las diversas transacciones financieras el control a la evasión de impuestos y a supuestos lavados de activos e “ingresos injustificados”.
Hoy en día, en las regulaciones estatistas que implementa el sistema financiero, se parte de la base que todos sus usuarios son culpables de un origen sospechoso de sus dineros hasta que demuestren lo contrario. Pero, en principio, nadie tiene por qué estar rindiendo cuentas ni a gobiernos ni a instituciones financieras sobre el origen y destino de sus capitales y bienes, a menos que previamente se demuestre que son fruto de actos delincuenciales.
En todos estos casos los controles han de ser puntuales y no generalizados. Deben de estar referidos a demostraciones de culpabilidad por parte de quienes ejercen el control y aplicarlos exclusivamente sobre las transacciones de delincuentes y de absolutamente nadie mas.
La raíz del problema de las transgresiones a las presunciones de inocencia y de las no utilizaciones de las cargas de la pruebas es un sistema tributario basado en los impuestos a la renta y patrimonio. Estos aberrantes y totalitarios impuestos creados en el Siglo XX se liquidan sobre sumas netas y su control demanda de un seguimiento de todos los movimientos de capitales y bienes de individuos y empresas.
Estas dos circunstancias le conceden a los gobiernos la perfecta excusa para inmiscuirse hasta en el último rincón de los bolsillos de los contribuyentes. Un control de impuestos que se extiende a todas sus operaciones comerciales y financieras y que lleva a solicitar rendiciones exhaustivas de cuentas.
Mientras las poblaciones no se percaten que estas tributaciones no pueden existir sin un minucioso control violatorio de las mas preciadas libertades individuales y empresariales, no hay nada que hacer con respecto a la fijación de límites al poder de las clases políticas y gobiernos. Las políticas libertarias naufragan en sus propósitos y objetivos porque no lidian con el quid del problema.
La naturaleza de los impuestos de renta y patrimonio hace imposible la adopción de una extendida libertad cambiaria que es fundamental para la defensa del derecho a la auto determinación de individuos y empresas. Con la excusa de combatir la evasión de estos impuestos se le imponen infinidad de cortapisas y requerimientos de información a las transacciones entre monedas y a los flujos de capitales entre diferentes jurisdicciones tributarias.
La buena noticia es que hay alternativas a este sistema tributario. Una de ellas, la de mas fácil instrumentación, es la sustitución de estos impuestos (y el de valor agregado) por el impuesto generalizado a las transacciones (IGT), como lo propongo en en mi ensayo “Sistema tributario compatible con una revolución libertaria” (25 de diciembre de 2023).
Es decir, un impuesto que se cobre sobre valores brutos, de fácil administración y recaudo, y cuyo control no requiere de un comprehensivo involucramiento de los gobiernos en la obtención de informaciones sobre los ingresos y las riquezas de los contribuyentes, ni estimativos y verificaciones complejas de valores netos.
Quebrando la actual super estructura de regulaciones y restricciones que se utilizan para controlar la evasión de los impuestos de renta y patrimonio (y el de valor agregado), queda el gobierno sin pretextos para fisgonear y escarbar en las actividades económicas de individuos y empresas. Se propiciaría un entorno mucho mas liviano, por expresarlo de alguna manera, en materia de costos administrativos tanto para el Estado como para el sector privado.
Pero sobre todo se facilitaría el restablecimiento de la presunción de inocencia sobre las transacciones financieras y la aplicación de la carga de la prueba exclusivamente a las operaciones de origen delictivo. Como debe ser en sociedades donde la prioridad es la defensa del derecho a la privacidad y la protección de propiedades y libertades.