Se sabe que en el caso de los líderes de las Farc no hay límites al cinismo y que cualquier cosa que se diga sobre este grupo es llover sobre mojado.
Dijo alias Timochenko que “hay que hacer un gran esfuerzo para ver en el enemigo a un adversario político, a alguien a quien hay que reconocer su derecho a disentir, a quien hay que respetar” (El Tiempo, 13 de junio de 2015).
Pues claro que hay que reconocer el derecho a disentir. Y hay que respetar a quienes disienten. El problema no es ese. Lo que no se puede es respetar a quienes asesinan, trafican con drogas, extorsionan, llenan al país de minas antipersonas, reclutan menores de edad, destruyen la infraestructura que con tanto esfuerzo se ha construido, y cometen los mas espantosos crímenes de lesa humanidad.
Ahí no cabe ni el respeto ni el derecho a disentir. Ahí lo único que cabe es el repudio a esos actos criminales y el castigo a los culpables. No hay otra alternativa.
En el arrevesado y desvirtuado proceso de paz en el que se ha comprometido Juan Manuel Santos, las Farc, por enésima vez, están mostrando lo que son. No han cambiado en nada después de cuatro años de negociaciones con el gobierno y de varios otros procesos de paz en gobiernos anteriores.
En esta ocasión, al igual que las anteriores, ni siquiera han disimulado su condición de delincuentes de la peor calaña. No solo se pasean orondos y campantes por todos los delitos tipificados en el código penal, sino que se la pasan amenazando a quienes cuestionan su criminal proceder.
En realidad no vale la pena gastar verborrea en estos gallinazos. Algunos colombianos todavía se rasgan las vestiduras y se indignan porque las Farc no cambian de proceder. Con las Farc no tiene sentido indignarse. Se sabe lo que son y no hay por que extrañarse del mal que le ocasionan a otros colombianos y al país en general.
Ni hacen sentido las enseñanzas de política que innumerables personajes de la vida pública pretenden darle a las Farc. Tiempo perdido por completo. Ellas tienen su muy peculiar concepción de la política, una que nada tiene que ver con la democracia, tal como se la conoce y se la practica en los países mas civilizados del planeta.
Pues claro que hay que reconocer el derecho a disentir. Y hay que respetar a quienes disienten. El problema no es ese. Lo que no se puede es respetar a quienes asesinan, trafican con drogas, extorsionan, llenan al país de minas antipersonas, reclutan menores de edad, destruyen la infraestructura que con tanto esfuerzo se ha construido, y cometen los mas espantosos crímenes de lesa humanidad.
Ahí no cabe ni el respeto ni el derecho a disentir. Ahí lo único que cabe es el repudio a esos actos criminales y el castigo a los culpables. No hay otra alternativa.
En el arrevesado y desvirtuado proceso de paz en el que se ha comprometido Juan Manuel Santos, las Farc, por enésima vez, están mostrando lo que son. No han cambiado en nada después de cuatro años de negociaciones con el gobierno y de varios otros procesos de paz en gobiernos anteriores.
En esta ocasión, al igual que las anteriores, ni siquiera han disimulado su condición de delincuentes de la peor calaña. No solo se pasean orondos y campantes por todos los delitos tipificados en el código penal, sino que se la pasan amenazando a quienes cuestionan su criminal proceder.
En realidad no vale la pena gastar verborrea en estos gallinazos. Algunos colombianos todavía se rasgan las vestiduras y se indignan porque las Farc no cambian de proceder. Con las Farc no tiene sentido indignarse. Se sabe lo que son y no hay por que extrañarse del mal que le ocasionan a otros colombianos y al país en general.
Ni hacen sentido las enseñanzas de política que innumerables personajes de la vida pública pretenden darle a las Farc. Tiempo perdido por completo. Ellas tienen su muy peculiar concepción de la política, una que nada tiene que ver con la democracia, tal como se la conoce y se la practica en los países mas civilizados del planeta.