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Es un laberinto impenetrable de nuevos impuestos, beneficios, regulaciones y burocracia que le saldrá caro al Partido Demócrata.
 
Y le costará mucho a un país cuyo gobierno federal está al borde de la quiebra. El paquete legislativo vale US$2 trillones en diez años, pero los líderes demócratas lo empaquetaron como uno cuyo costo es apenas de US$1 trillón. El truco contable consistió en posponer por 4 años la mayoría de los beneficios, hasta 2014. Esto hace a esta reforma políticamente muy vulnerable.

Durante las próximas dos elecciones, la legislativa en noviembre de 2010 y la presidencial en noviembre de 2012, habrá pocos ganadores y muchos perdedores. Hasta 2014 no habrá una significativa reducción de población sin seguro de salud. Pero se empezará a incurrir en costos desde su aprobación. Y alguien pagará por estos costos.

Por ejemplo, entre ahora y la próxima elección presidencial, el nuevo sistema de salud tomará billones de dólares del programa Medicare, lo cual es una pésima noticia para los ciudadanos de más edad. Además, se aumentarán los impuestos a la nómina y habrá una obligación forzosa de contribución al nuevo sistema, incluidos quienes no lo utilicen.

Esta costosa reforma no contó con apoyo bipartidista y buena parte de la población no cree que el gobierno federal sea capaz de administrarla eficientemente. En el fondo, su aprobación corrobora que la mayoría de los políticos de Estados Unidos siguen jugando con la idea de que no hay límites para gastar. No se han dado por enterados de la gravedad de incurrir en déficit fiscales anuales superiores a 10% del PIB.

Tampoco se han dado por enterados de que el sector privado, y sobretodo los pequeños y medianos negocios, no están en capacidad de asumir nuevos impuestos en medio de la difícil situación económica por la que atraviesa el país (y la economía global). No están dentro de sus preocupaciones vitales el impacto sobre la competitividad de Estados Unidos de mayores impuestos y cargas laborales.

El Partido Republicano ve sangre en el horizonte. Todas las encuestas indican que la más de la mitad de los posibles votantes se oponen a la reforma, mientras sólo una tercera parte la apoya. Muchos congresistas demócratas están en peligro de perder en la elecciones de finales de este año. La popularidad de Barack Obama tampoco ha salido bien librada con el tema, al menos por ahora.  

Al final de cuentas se trata de una reforma que centraliza de manera sustancial el poder económico en manos de un gobierno federal que enfrenta gigantescos déficit y que se caracteriza, como todo buen gobierno, por su lejanía del ciudadano y por su incompetencia. Sin lugar a dudas, lo que quede de ella dependerá crucialmente de los resultados de las dos próximas elecciones.