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La debilidad del dólar y la falta de confianza en el futuro de la economía de Estados Unidos son propulsores de su precio.
 
En noviembre 23 de 2009 el precio internacional del oro llegó a $1.174 la onza, un nivel histórico récord. En una época surgió el comentario de que la mejor inversión a largo plazo eran las acciones en la Bolsa de Nueva York. Nada que ver, por lo menos en lo que respecta a la actual década. A comienzos de 2000 el índice Dow Jones era equivalente a 43 onzas de oro. Al finales de noviembre de 2009 ese índice valía 9 onzas de oro.

El más reciente aumento del precio del oro está asociado con la patética debilidad del dólar. Frente a una canasta de monedas, la pérdida en su valor en los primeros 11 meses del año fue de 17%. Frente al oro fue de 47%. Los déficit fiscales proyectados del gobierno federal de Estados Unidos superiores a 10% del PIB han contribuido a reforzar el declive del dólar. La incertidumbre en relación con la solidez de una eventual recuperación de la economía norteamericana ha sido otro factor que pesa negativamente sobre el valor del dólar.

Actualmente los inversionistas, incluidos los bancos centrales, han empezado a abandonar al dólar. Por ejemplo, el banco central de India resolvió comprar 200 toneladas métricas de oro. Es posible que otros bancos centrales tengan la misma idea en mente: la de salirse de activos en dólares e invertir en oro o en activos con denominación en monedas que inspiran una mayor confianza.  

A largo plazo, no hay garantía alguna de que los gobiernos serán responsables en el diseño de sus políticas fiscales y monetarias. Por eso la inversión en oro siempre será apetecida y lo continuará siendo en el futuro, así haya épocas de poca variación en sus precios.

La producción de oro es limitada. Su oferta siempre crecerá menos que la del papel moneda. Esta última no tiene límites: gobiernos (y pelmazoso bombetas) siempre creerán que a punta de emisión monetaria y expansión del crédito se puede crecer indefinidamente y evitar las recesiones ocasionadas por ese exceso de liquidez que ellos mismos propician.

Gobiernos (y pelmazos o bombetas) nunca aprenderán que la solución a un problema ocasionado por exceso de deuda es el de reducirla y enfrentar las consecuencias de hacerlo, en lugar de aumentarla aún más intentando evitar esas consecuencias. No se percatan que después de cierto nivel de endeudamiento son decrecientes los rendimientos de la deuda adicional o alternativamente, que esa deuda adicional tiende a volverse crecientemente onerosa.

Peor aún, desde un punto de vista cualitativo, ni gobiernos (ni pelmazos o bombetas) se dan por enterados de que, en una situación de excesivo endeudamiento, el gasto que se induce con los aumentos adicionales de deuda no es propiamente el tipo de gasto que se necesita para el logro de una reactivación económica duradera.

O sea que, a largo plazo, mientras existan los gobiernos (y los pelmazos o bombetas), la inversión en oro nunca dejará de brillar por su valorización.