Juan Manuel Santos enterró la “seguridad democrática” de Álvaro Uribe sin reemplazarla por otra política. Las señales han sido equívocas.
Santos se ha inclinado a favor de los críticos de Uribe en temas relacionados con la seguridad (y la justicia). Daría la impresión que se ha propuesto destruir la imagen y el legado de Uribe en distintas áreas, pero muy especialmente el de la “seguridad democrática”.
Ha tenido el terreno abonado para aporrear la gestión de su antecesor debido a los problemas de corrupción que su gobierno heredó del anterior. Seguramente su estrategia es la de opacar la imagen de Uribe para realzar la propia. Es una lucha contra la sombra de una gestión, que a pesar de todo, es apreciada y bien recordada por la mayoría de los colombianos.
Esta estrategia tiene sus problemas. Genera ambigüedades de todo tipo. La principal de ellas, obviamente, tiene que ver con la “seguridad democrática”, la política más emblemática del gobierno de Uribe. Los coqueteos de Santos con el eventual inicio de negociaciones de paz con la guerrilla, y el júbilo que esos coqueteos ha despertado entre quienes creen que esa es la mejor salida para el país (y entre la multitud de ONGs que usufructúan del tema), es la raíz de la creciente percepción de que Santos no es del todo claro cuando de política de seguridad se trata.
La primera victima de esta falta de claridad es la mística de las fuerzas armadas para continuar con una lucha que sólo sacrificio y dificultades conlleva. Volver otra vez con el cuento de que criminales y delincuentes no lo son tales sino interlocutores a un altísimo nivel político de quienes han recibido el mandato popular de gobernar, sólo crea confusión y desánimo entre quienes deben combatirlos. Y peor aún, le proporciona un nuevo aire político y militar a quienes se mueven al margen de la ley.
Ya pocos le creen a Santos cuando se muestra indignado acerca de los repetidos ataques de las Farc contra personas e infraestructura. Ataques estos cada vez más frecuentes, dirigidos a mostrar poder en la antesala de unas supuestas negociaciones que se rumora están a la vuelta de la esquina. Esta historia ya la ha vivido Colombia en innumerables ocasiones. Y se vislumbra como otra nueva pesadilla en el horizonte ante un Santos que parece dejarse seducir por cantos de sirena que anuncian “la paz” pero que sólo traen la intensificación de la guerra.
Ahora hay mucho más en juego que en la Colombia de hace una década. Gracias precisamente a los éxitos del gobierno de Uribe con su “seguridad democrática” el país ha sido receptor de grandes flujos de inversión extranjera y de una creciente interrelación comercial y económica con el resto del planeta. Su progreso futuro depende de que se mantengan y profundicen los logros en materia de seguridad. Es poco el margen para asumir riesgos, al estilo de los de un juego de póker.
Al final de cuentas, la percepción actual de inseguridad, a un año de finalizado el gobierno de Uribe, no tiene que ver con quién sea el Ministro de Defensa. Da lo mismo que lo sea Rodrigo Rivera o Juan Carlos Pinzón. El problema no es el ministro. El problema es el mismísimo Presidente de la República y sus ambigüedades frente a las Farc y a un eventual “proceso de paz”.
Ha tenido el terreno abonado para aporrear la gestión de su antecesor debido a los problemas de corrupción que su gobierno heredó del anterior. Seguramente su estrategia es la de opacar la imagen de Uribe para realzar la propia. Es una lucha contra la sombra de una gestión, que a pesar de todo, es apreciada y bien recordada por la mayoría de los colombianos.
Esta estrategia tiene sus problemas. Genera ambigüedades de todo tipo. La principal de ellas, obviamente, tiene que ver con la “seguridad democrática”, la política más emblemática del gobierno de Uribe. Los coqueteos de Santos con el eventual inicio de negociaciones de paz con la guerrilla, y el júbilo que esos coqueteos ha despertado entre quienes creen que esa es la mejor salida para el país (y entre la multitud de ONGs que usufructúan del tema), es la raíz de la creciente percepción de que Santos no es del todo claro cuando de política de seguridad se trata.
La primera victima de esta falta de claridad es la mística de las fuerzas armadas para continuar con una lucha que sólo sacrificio y dificultades conlleva. Volver otra vez con el cuento de que criminales y delincuentes no lo son tales sino interlocutores a un altísimo nivel político de quienes han recibido el mandato popular de gobernar, sólo crea confusión y desánimo entre quienes deben combatirlos. Y peor aún, le proporciona un nuevo aire político y militar a quienes se mueven al margen de la ley.
Ya pocos le creen a Santos cuando se muestra indignado acerca de los repetidos ataques de las Farc contra personas e infraestructura. Ataques estos cada vez más frecuentes, dirigidos a mostrar poder en la antesala de unas supuestas negociaciones que se rumora están a la vuelta de la esquina. Esta historia ya la ha vivido Colombia en innumerables ocasiones. Y se vislumbra como otra nueva pesadilla en el horizonte ante un Santos que parece dejarse seducir por cantos de sirena que anuncian “la paz” pero que sólo traen la intensificación de la guerra.
Ahora hay mucho más en juego que en la Colombia de hace una década. Gracias precisamente a los éxitos del gobierno de Uribe con su “seguridad democrática” el país ha sido receptor de grandes flujos de inversión extranjera y de una creciente interrelación comercial y económica con el resto del planeta. Su progreso futuro depende de que se mantengan y profundicen los logros en materia de seguridad. Es poco el margen para asumir riesgos, al estilo de los de un juego de póker.
Al final de cuentas, la percepción actual de inseguridad, a un año de finalizado el gobierno de Uribe, no tiene que ver con quién sea el Ministro de Defensa. Da lo mismo que lo sea Rodrigo Rivera o Juan Carlos Pinzón. El problema no es el ministro. El problema es el mismísimo Presidente de la República y sus ambigüedades frente a las Farc y a un eventual “proceso de paz”.
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