Esto es lo que se concluye de la reunión de Oslo entre el gobierno de Colombia y las Farc. Se trata de una tesis novedosa que explica la naturaleza del conflicto colombiano.
Allá en Oslo el vocero de las Farc Iván Márquez dijo con desparpajo que “la paz no significa el silencio de los fusiles”. Esa declaración dejó perplejo a varios columnistas y analistas del tema. Muchos de ellos quedaron viendo un chispero después del show de Oslo, vitrina que Márquez aprovechó descaradamente para amenazar a empresarios nacionales y extranjeros.
El gobierno colombiano, por su parte, también tiene una versión sui generis del concepto de la paz. Según su vocero Humberto De la Calle, se trataría de una paz que tendría varias fases. Sólo en la última fase, una relacionada con el cumplimiento y verificación de los acuerdos, se llegaría al final del conflicto. De la Calle no hizo mucha claridad sobre cuánto duraría cada una de las tres fases y terminó concluyendo que el gobierno coincidía con las Farc en que “la finalización del conflicto armado no es en sí misma la consecución inmediata de la paz”.
O sea que la paz no es la paz, algo a lo que los colombianos nos hemos acostumbrado desde hace décadas sino siglos. En la larga historia de Colombia desde la Independencia hace mas de dos siglos la única negociación exitosa de paz, de la infinidad que han tenido lugar, fue la que selló la terminación de la Guerra de los Mil Días a comienzos del Siglo XX. Pero esa negociación fue un acto de rendición de una de las partes frente a la otra parte. Condujo a una paz, el único lapso de paz en dos siglos, que duró una generación (25 años).
Más recientemente, especialmente a partir de los últimos 60 años, han sido numerosas las negociaciones de paz entre el gobierno y organizaciones de ideología marxista que le declararon la guerra abierta. Si bien con las Farc las negociaciones han sido múltiples, igualmente lo fueron con otras siglas como el ELN, el ELP, el ERP, el M-19, etc. Pero también las negociaciones de paz han sido con distintos grupos poderosos de narcotraficantes como en el caso de los desaparecidos carteles de Cali y de Medellín, con otros grupos llamados paramilitares, y últimamente con grupos que se denominan “las Bacrim”.
Los resultados de la mayoría de estas negociaciones han sido poco claros. Cualquiera que sea la ideología o manera de pensar de quienes han manejado estas organizaciones o grupos, lo que los ha identificado, a todos sin excepción, es el muy rentable negocio detrás de sus actividades. Robos al erario público, secuestros, extorsiones, narcotráfico y últimamente minería ilegal, es lo que los alimenta e impulsa. Las ideas que dicen sostener no han sido mas que disculpas y cortinas de humo para esconder la verdadera naturaleza de su actividad delincuencial.
Ahora bien, muchos de estas organizaciones o grupos delincuenciales lograron adquirir tal poder económico que pretendieron no solamente infiltrar las instituciones políticas sino tomárselas por completo. Esto no solo en el caso de las Farc o de otras organizaciones o grupos marxistas, sino también de los paramilitares y hasta de ese quien fuera el capo de los capos Pablo Escobar (quien en un momento dado se le pasó por la cabeza ser Presidente de la República).
Es indudable que la debilidad del gobierno colombiano, su incapacidad para combatir las diferentes formas de delincuencia (que las Farc llaman las diferentes formas de lucha), constituye el telón de fondo de la violencia que azota al país. Los delincuentes oportunistas se han cebado en esta debilidad y con frecuencia han sobrestimado su poder. Lo han sobrestimado porque al final de cuentas la gran mayoría de los colombianos, con un estoicismo y valentía digna de mejores resultados, han repudiado los innumerables intentos de estas distintas delincuencias para tomarse con la fuerza bruta al país y sus instituciones políticas.
Las múltiples negociaciones de paz, hasta un cierto punto, han sido un reconocimiento por parte del gobierno colombiano de esa debilidad. En ocasiones se ha tratado de posturas desesperadas para “ganar tiempo” y para moderar la actividad destructiva de estas organizaciones y grupos. Pero el costo ha sido alto en términos de socavar su legitimidad y la mística de quienes los combaten.
Es innegable que en los últimos años la balanza del poder se ha inclinado a favor del gobierno colombiano gracias a los mayores recursos económicos que ha percibido y a los esfuerzos que se iniciaron en la administración de Andrés Pastrana y que se consolidaron en la administración de Álvaro Uribe para fortalecer la fuerza pública y en menor proporción el sistema judicial. Al punto que puede afirmarse que el gobierno de Juan Manuel Santos posee mas ases bajo la manga que anteriores gobiernos en cualquier negociación con organizaciones y grupos delincuenciales.
Sin embargo, eso no garantiza buenos resultados y no significa que de por sí sea deseable emprender esas negociaciones. En el caso de las Farc, por ejemplo, no es para nada claro que estén dadas las condiciones para lograr acuerdos definitivos o duraderos.
Y la verdad parece ser que el actual gobierno empezó con el pie izquierdo las negociaciones con esta organización delincuencial al expresar que para lograr la paz “hay que ir al fondo en la transformación de la sociedad”. Por enésima vez se cae en ese lugar común, que utiliza con tanta habilidad las Farc, de que la paz solo es posible cuando Colombia sea un paraíso de igualdad social. Se trata de la vieja tesis de que mientras haya colombianos sumidos en la pobreza es permisible asesinar, secuestrar, extorsionar, robar, narcotraficar, destruir infraestructura, poner minas quiebra patas, reclutar para la guerra mujeres y menores de edad, y cometer otros indecibles actos delincuenciales.
Quienes le hacen el juego a esta tesis nunca dicen que es precisamente la proliferación de esa actividad delincuencial una de las principales causas para que Colombia no progrese y logre solucionar complejos problemas de atraso en regiones enteras de su geografía. Lo otro que estos analistas no dejan en claro es que el progreso social y económico no es un fenómeno milagroso de poco tiempo sino uno que toma varias generaciones, que es gradual y que está expuesto a retrocesos como cuando se estrella con gobiernos que adoptan políticas económicas catastróficas.
Como bien lo dice Eduardo Posada Carbó en una columna en el diario El Tiempo (26 de octubre de 2012), cuando la “paz” se convierte en una utopía inalcanzable, “sirve a los propósitos de los grupos armados ilegales: si no los legitima, contribuye a posponer el fin del conflicto hasta la eternidad”.
Hace poco sentido ir hasta Oslo para que las Farc nos digan que la paz no es la paz y que el gobierno colombiano nos diga, en concordancia con otra vieja tesis de esa organización delincuencial, que la paz solo es alcanzable después de unas indefinidas “transformaciones sociales”. Quizás el error es hablar de paz. Lo que está en juego en La Habana es solamente el abandono de las actividades delincuenciales de las Farc. Nada mas ni nada menos que eso. Las declaraciones rimbombantes y los adornos retóricos de unos y otros solo crean confusión entre la opinión pública y ciertamente entorpecen el avance de estas cuestionadas negociaciones.
El gobierno colombiano, por su parte, también tiene una versión sui generis del concepto de la paz. Según su vocero Humberto De la Calle, se trataría de una paz que tendría varias fases. Sólo en la última fase, una relacionada con el cumplimiento y verificación de los acuerdos, se llegaría al final del conflicto. De la Calle no hizo mucha claridad sobre cuánto duraría cada una de las tres fases y terminó concluyendo que el gobierno coincidía con las Farc en que “la finalización del conflicto armado no es en sí misma la consecución inmediata de la paz”.
O sea que la paz no es la paz, algo a lo que los colombianos nos hemos acostumbrado desde hace décadas sino siglos. En la larga historia de Colombia desde la Independencia hace mas de dos siglos la única negociación exitosa de paz, de la infinidad que han tenido lugar, fue la que selló la terminación de la Guerra de los Mil Días a comienzos del Siglo XX. Pero esa negociación fue un acto de rendición de una de las partes frente a la otra parte. Condujo a una paz, el único lapso de paz en dos siglos, que duró una generación (25 años).
Más recientemente, especialmente a partir de los últimos 60 años, han sido numerosas las negociaciones de paz entre el gobierno y organizaciones de ideología marxista que le declararon la guerra abierta. Si bien con las Farc las negociaciones han sido múltiples, igualmente lo fueron con otras siglas como el ELN, el ELP, el ERP, el M-19, etc. Pero también las negociaciones de paz han sido con distintos grupos poderosos de narcotraficantes como en el caso de los desaparecidos carteles de Cali y de Medellín, con otros grupos llamados paramilitares, y últimamente con grupos que se denominan “las Bacrim”.
Los resultados de la mayoría de estas negociaciones han sido poco claros. Cualquiera que sea la ideología o manera de pensar de quienes han manejado estas organizaciones o grupos, lo que los ha identificado, a todos sin excepción, es el muy rentable negocio detrás de sus actividades. Robos al erario público, secuestros, extorsiones, narcotráfico y últimamente minería ilegal, es lo que los alimenta e impulsa. Las ideas que dicen sostener no han sido mas que disculpas y cortinas de humo para esconder la verdadera naturaleza de su actividad delincuencial.
Ahora bien, muchos de estas organizaciones o grupos delincuenciales lograron adquirir tal poder económico que pretendieron no solamente infiltrar las instituciones políticas sino tomárselas por completo. Esto no solo en el caso de las Farc o de otras organizaciones o grupos marxistas, sino también de los paramilitares y hasta de ese quien fuera el capo de los capos Pablo Escobar (quien en un momento dado se le pasó por la cabeza ser Presidente de la República).
Es indudable que la debilidad del gobierno colombiano, su incapacidad para combatir las diferentes formas de delincuencia (que las Farc llaman las diferentes formas de lucha), constituye el telón de fondo de la violencia que azota al país. Los delincuentes oportunistas se han cebado en esta debilidad y con frecuencia han sobrestimado su poder. Lo han sobrestimado porque al final de cuentas la gran mayoría de los colombianos, con un estoicismo y valentía digna de mejores resultados, han repudiado los innumerables intentos de estas distintas delincuencias para tomarse con la fuerza bruta al país y sus instituciones políticas.
Las múltiples negociaciones de paz, hasta un cierto punto, han sido un reconocimiento por parte del gobierno colombiano de esa debilidad. En ocasiones se ha tratado de posturas desesperadas para “ganar tiempo” y para moderar la actividad destructiva de estas organizaciones y grupos. Pero el costo ha sido alto en términos de socavar su legitimidad y la mística de quienes los combaten.
Es innegable que en los últimos años la balanza del poder se ha inclinado a favor del gobierno colombiano gracias a los mayores recursos económicos que ha percibido y a los esfuerzos que se iniciaron en la administración de Andrés Pastrana y que se consolidaron en la administración de Álvaro Uribe para fortalecer la fuerza pública y en menor proporción el sistema judicial. Al punto que puede afirmarse que el gobierno de Juan Manuel Santos posee mas ases bajo la manga que anteriores gobiernos en cualquier negociación con organizaciones y grupos delincuenciales.
Sin embargo, eso no garantiza buenos resultados y no significa que de por sí sea deseable emprender esas negociaciones. En el caso de las Farc, por ejemplo, no es para nada claro que estén dadas las condiciones para lograr acuerdos definitivos o duraderos.
Y la verdad parece ser que el actual gobierno empezó con el pie izquierdo las negociaciones con esta organización delincuencial al expresar que para lograr la paz “hay que ir al fondo en la transformación de la sociedad”. Por enésima vez se cae en ese lugar común, que utiliza con tanta habilidad las Farc, de que la paz solo es posible cuando Colombia sea un paraíso de igualdad social. Se trata de la vieja tesis de que mientras haya colombianos sumidos en la pobreza es permisible asesinar, secuestrar, extorsionar, robar, narcotraficar, destruir infraestructura, poner minas quiebra patas, reclutar para la guerra mujeres y menores de edad, y cometer otros indecibles actos delincuenciales.
Quienes le hacen el juego a esta tesis nunca dicen que es precisamente la proliferación de esa actividad delincuencial una de las principales causas para que Colombia no progrese y logre solucionar complejos problemas de atraso en regiones enteras de su geografía. Lo otro que estos analistas no dejan en claro es que el progreso social y económico no es un fenómeno milagroso de poco tiempo sino uno que toma varias generaciones, que es gradual y que está expuesto a retrocesos como cuando se estrella con gobiernos que adoptan políticas económicas catastróficas.
Como bien lo dice Eduardo Posada Carbó en una columna en el diario El Tiempo (26 de octubre de 2012), cuando la “paz” se convierte en una utopía inalcanzable, “sirve a los propósitos de los grupos armados ilegales: si no los legitima, contribuye a posponer el fin del conflicto hasta la eternidad”.
Hace poco sentido ir hasta Oslo para que las Farc nos digan que la paz no es la paz y que el gobierno colombiano nos diga, en concordancia con otra vieja tesis de esa organización delincuencial, que la paz solo es alcanzable después de unas indefinidas “transformaciones sociales”. Quizás el error es hablar de paz. Lo que está en juego en La Habana es solamente el abandono de las actividades delincuenciales de las Farc. Nada mas ni nada menos que eso. Las declaraciones rimbombantes y los adornos retóricos de unos y otros solo crean confusión entre la opinión pública y ciertamente entorpecen el avance de estas cuestionadas negociaciones.