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Jorge Ospina Sardi 
Con su fe ciega en los gobiernos, condenan a priori las tesis de los escépticos y de quienes son partidarios de poner límites y orden en la casa.
 
Esta fe ciega de los intelectuales progresistas se fundamenta en consideraciones puramente abstractas. Creen que la solución a cualquier problema social reside en la actividad gubernamental. Explícita o implícitamente parten del supuesto de que los gobiernos son administrados por ángeles y no por gente de carne y hueso, y que su funcionamiento se ajusta automáticamente a los mas elevados cánones éticos y de eficiencia.  

Puesto en otras palabras, los intelectuales progresistas suponen que quienes están a cargo de los gobiernos son ajenos a la codicia y actúan bajo la tutela de sentimientos nobles y de consideraciones relacionadas con el bien común. Ante semejante irreal supuesto, no cabe controversia alguna. Nadie se puede oponer a la expansión de una esfera de la vida social –la actividad gubernamental– que es administrada por seres perfectos, en contraposición a las demás esferas donde impera la codicia y donde se señorean los demás pecados capitales.  

Los intelectuales progresistas se valen de esta abstracción para ignorar a sus críticos. Sin embargo, la realidad no es así de sencilla. Casi siempre los gobiernos terminan siendo parte sustantiva de los problemas que pretenden solucionar.

Pero las dificultades prácticas que enfrentan los gobiernos a la hora de ejecutar no los desvela. El mundo terrenal de las implementaciones no es el suyo. Y efectivamente, los gobiernos nunca cumplen con lo que se espera de ellos. Después de todo, no por trabajar en los gobiernos los seres humanos dejan a un lado su codicia y egoísmo.

Por otro lado, los dineros y recursos públicos no son de nadie en particular (no le duelen a ningún bolsillo). Son obtenidos a la malas con el cobro de impuestos (no son el resultado de un intercambio voluntario). Pocos se dan por aludidos cuando esos dineros se derrochan o se pierden. La mayoría de la personas solo se preocupan por lo que directamente manejan y no tienen el tiempo y la paciencia para escudriñar y velar por lo que no está a su alcance o a su vista.   

Como si lo anterior fuera poco, el monopolio de los gobiernos del uso de la fuerza se ha constituido con frecuencia en un factor perturbador del orden y la paz social. Coloca a quienes lo administran en posición envidiable para cometer toda clase de abusos y desafueros. Así lo han hecho y lo han demostrado a lo largo de la historia. Basta solo recordar a los 65 millones de asesinados en el Siglo XX bajo el pretexto de la implantación de novedosos esquemas socialistas de gobierno.

Pero aun si no abusaran del poder que disfrutan, a diferencia de quienes dirigen una empresa privada, quienes gobiernan no están motivados a ejercer con eficiencia sus responsabilidades. No es por esa eficiencia por la cual tienden a ser evaluados sino por el volumen de lo que gastan y por la cantidad de favores que dispensan, sin importar mayormente los costos económicos de sus acciones a mas largo plazo. Esos, después de todo, recaerán sobre sus sucesores, y pocos o nadie hilará sobre la forma como se gestaron los excesos.  

Es así como mediante expansiones monetarias y endeudamientos públicos sin límites, los gobernantes dispensan alegremente favores a una población que se ha abrogado el derecho de recibirlos sin la contraprestación de contribuciones productivas. Se trata de una trayectoria insostenible que lleva eventualmente a recesiones y a crisis por deudas impagas. Mientras esto sucede, lo único que se les ocurre a los intelectuales progresistas es defender la hipertrofia de los gobiernos y el mantenimiento de las prebendas y privilegios sociales que la ocasionaron.

Agotadas otras posibilidades, terminan por favorecer políticas que se financian con el impuesto de la inflación (con la desvalorización del poder adquisitivo de las monedas) y con cargas tributarias adicionales sobre el segmento productivo de la población. Pero estas alternativas conducen a un entorno de estancamiento y desánimo económico, en el cual se agudizan las carencias de recursos para financiar dichas prebendas y privilegios.

En lugar de hacer la tarea, de buscar alternativas para rescatar lo rescatable y para recortar lo insostenible, los intelectuales progresistas nada positivo proponen. Defienden a ultranza el inviable status quo y se declaran “indignados” por las consecuencias sociales de una crisis de la cual son cómplices por las políticas inmediatistas y derrochadoras que han promovido.

Entonces, adoptan la actitud de que con cara gano yo y con sello pierde usted. Con cara gano yo si se mantienen las prebendas y privilegios. Con sello pierde usted si hay recortes y modificaciones en algunos de ellos. Eso de analizar y evaluar con juicio como se rectifica una trayectoria insostenible, no es tarea para ellos, sino para los “enemigos” de la “justicia social”.

¡Cuán fácil la tienen los intelectuales progresistas! El fracaso de sus propuestas no tiene que ver con ellos. Tampoco es su problema las debilidades inherentes a los esquemas gubernamentales intervencionistas y expansionistas que con tanto ahínco impulsan. En últimas, se lavan las manos haciéndose los sorprendidos de que el reino de los cielos no sea de este mundo y de que los humanos que integran los gobiernos se comporten como míseros humanos.