Son incapaces de vislumbrar su ascenso político y de comprender el fondo y la vigencia de sus ideas y propuestas.
Muchos de ellos se han dado a la tarea de estereotipar su pensamiento y de interpretarlo con base en clichés similares a los que la izquierda usaba en las épocas de la Guerra Fría en contra de sus adversarios políticos.
El cliché mas trivial de todos es el que asocia a Trump con el fascismo y nazismo que tuvo su cuarto de hora antes de la Segunda Guerra Mundial. Ese fascismo y nazismo fue un socialismo de derecha. Se respaldaba en una fuerte intervención estatal para subordinar a individuos y empresas a los mandatos y órdenes del dictador de turno.
Esos movimientos fueron similares al comunismo o a esos socialismos que tanto cautivan a los izquierdistas de todos los pelambres y cuyo común denominador es una asfixiante intervención estatal en todas las esferas de la actividad social y económica.
Al igual que el comunismo, el fascismo y el nazismo fueron en su esencia socialismos extremos. Su característica primordial fue el uso de la política y de sus instituciones para realzar el poder de los gobernantes a costa de los derechos básicos de personas y comunidades.
Pues bien, las ideas con las cuales Trump se ha presentado ante sus electores son el polo opuesto. Reducción de impuestos, equilibrio presupuestal, desregulación, manejo de la educación a nivel local, y un sistema mas descentralizado de seguridad social son propuestas completamente antagónicas a las socialistas, no solo a las de la actual izquierda sino también a las que caracterizaron al fascismo y nazismo de antaño.
Trump ha dado a entender que en la muy importante Corte Suprema de Estados Unidos elegirá jueces que sean fieles creyentes de la separación de los poderes públicos y firmes defensores de los principios originales de la Constitución. Esa separación de poderes y esos principios constitucionales originales son la antítesis de lo que pregonan las distintas corrientes socialistas.
Son precisamente los socialistas que dominan al partido opositor de Trump, el Demócrata, quienes han intentado relegar a un segundo plano la filosofía liberal clásica que permea el ordenamiento jurídico de Estados Unidos y que lo ha convertido en baluarte de las libertades mas preciadas, en la envidia del resto del planeta y en la meta de millones y millones de inmigrantes que buscan huir de las arbitrariedades y carencias que abundan en los lugares que habitan.
Ahora bien, Trump se presenta como un defensor de lo que podemos llamar “lo americano”. Se podría decir que busca revertir lo que él y muchos en su país consideran abusos del resto del planeta en temas relacionados con el comercio, las fronteras y la política exterior en general. En este sentido su movimiento político es de naturaleza nacionalista: la defensa de los intereses de su país sobre los intereses de los demás países. Una de sus consignas preferidas es “America first”.
Es quizás esta postura nacionalista la que despierta toda clase de resquemores en el extranjero. Después de todo se trata de la primera potencia económica y política del planeta. Pero el hecho de serlo no significa que no tenga el derecho a priorizar la defensa de sus intereses.
Un caso emblemático es el de la frontera con México. Por ahí entra de todo. Droga, crimen e inmigrantes ilegales provenientes de distintos países. La propuesta de Trump es básicamente la de ponerle fin a esa caótica situación, sobre la cual el gobierno de México ha tomado una actitud cínica y muy poco colaborativa.
Estados Unidos está en su total derecho de reorganizar su frontera y si para hacerlo se requiere de un muro, nadie podría impedírselo construir.
Esa propuesta no le da a los críticos de Trump razón alguna para decir que el candidato es racista, o que es nazista, o que es el diablo en persona. La acogida que ha tenido su propuesta del muro indica que el electorado de Estados Unidos se ha sentido fuertemente afectado por el descontrol reinante en la frontera y por una política excesivamente permisiva de inmigración.
Por ejemplo, su propuesta de restringir la inmigración indiscriminada proveniente de países musulmanes y especialmente de aquellos que albergan grupos terroristas, también parece razonable. Ningún país del mundo puede ser obligado a recibir inmigrantes sin un mínimo conocimiento acerca de su origen y antecedentes.
Trump ha propuesto crear zonas seguras en el Medio Oriente para garantizarle a las víctimas de las guerras civiles de allá un sitio para organizar nuevamente sus vidas. Y ha sido muy crítico de la posición de la canciller alemana Angela Merkel de recibir en la Comunidad Europea ‘a la topa tolondra’ a millones de inmigrantes provenientes de Siria y de otros países del Medio Oriente.
La ridiculización de estas propuestas de Trump evade un tema que tiene una incidencia real y significativa sobre las vidas de muchas personas y comunidades. Se trata de una actitud similar a la ligereza con la cual los mismos críticos han tomado otra de sus propuestas, la de revisar y replantear los acuerdos y tratados comerciales desfavorables a los intereses de Estados Unidos.
Para comenzar habría que señalar que en campañas presidenciales anteriores eran los candidatos del Partido Demócrata los que enarbolaban esta bandera. En realidad se trata de un tema con profundas implicaciones sobre el ordenamiento global económico prevaleciente.
Trump argumenta que las políticas comerciales emprendidas por los últimos gobiernos de Estados Unidos han desindustrializado al país. Que gobiernos como el de China le hacen trampa a los acuerdos vigentes. Que hará cumplir las reglas que rigen a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Que renegociará tratados como Nafta. En fin, que protegerá al país de la competencia desleal que resulta de aplicar acuerdos y tratados que fueron elaborados sin tener suficientemente en cuenta los intereses de Estados Unidos.
Obviamente esto es mas fácil decirlo que hacerlo. Pero es evidencia de una increíble doble moral que analistas y políticos de izquierda se den golpes en el pecho con estos pronunciamientos de Trump, cuando de hecho siempre se han manifestado en contra de la globalización y de la firma de los denominados tratados de libre comercio.
Estados Unidos está en su derecho de cuestionar acuerdos y tratados comerciales ya firmados y eventualmente de renegociarlos. De la misma manera que lo están los demás países, como en el caso del Reino Unido con su Brexit. Por qué entonces la indignación con los planteamientos de Trump. ¿Será porque hábilmente se apropió de un tema que ha sido uno de los preferidos de movimientos y grupos políticos izquierdistas a lo largo y ancho del planeta?
Estos cuestionamientos de Trump se han extendido a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Según el candidato, la OTAN fue un invento de la Guerra Fría y hoy en día debe reenfocarse hacia la lucha contra el terrorismo. Pero además, dado que Estados Unidos está virtualmente quebrado, con una deuda pública inmensa y creciente, otros países deben hacer un mayor esfuerzo para sufragar su costo.
Igual sucede con los actuales compromisos que tiene Estados Unidos para defender a países como Japón, Alemania, Corea y Arabia Saudita. Para Trump es insostenible que la mayor parte del costo de esa protección corra por cuenta de su país y mas aún si se tiene en cuenta que esos otros países son potencias económicas.
O sea que lo que Trump plantea es un reacomodamiento a fondo del actual orden global. Parecería que 70 años después de la Segunda Guerra Mundial ha llegado el momento de un menor involucramiento de Estados Unidos en la defensa de sus aliados. Ha sugerido, entre líneas, que con Rusia podría haber menos hostilidad y una mayor coordinación en la solución de conflictos como los del Medio Oriente.
Su crítica al globalismo económico vigente abarca el rechazo a tratados comerciales con bloques de países como el Transpacífico de Cooperación Económica (TPP en inglés) o el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático (ambos ya firmados por Barack Obama pero a la espera de ser aprobados por el Congreso).
Es evidente que si hay un retraimiento de Estados Unidos en varios temas globales podrían despertarse réplicas nacionalistas en otros países con consecuencias complejas y difíciles de prever. Pero eso no impide reconocer que en las circunstancias actuales ya no parecería sostenible, como lo fuera en el pasado, un globalismo fundamentado en la generosidad de Estados Unidos, ni tampoco uno que busca unificar políticas y regulaciones a lo largo y ancho del planeta.
Los planteamientos de Trump, en el fondo, constituyen un cuestionamiento a ese globalismo administrado por burocracias internacionales que favorece un creciente intervencionismo de los gobiernos en el diseño y formulación de políticas bajo el pretexto de “salvar al planeta” y con el menoscabo de diferencias regionales y locales.
A estas alturas del paseo, los críticos de Trump deberían enseriarse para analizar e ilustrar, sin improperios y clichés, la verdadera naturaleza del fenómeno político que encarna. Críticas que lo tildan de racista, fascista o nazista chocan abiertamente contra su trayectoria ideológica y vital.
Esas otras críticas que lo descalifican por ser narciso (¿cuál político no lo es?), por explotar emociones y sentimientos populares (¿cuál político en campaña no lo hace?), y por haber fracasado en algunos de sus negocios (¿quién no desearía fracasar y después del fracaso quedar con una fortuna de billones de dólares?) atestiguan sobre la banalidad de quienes las hacen y en nada contribuyen a entender no solo al personaje en su verdadera dimensión sino también a la transformación que podría ocurrir si llegare a ser elegido Presidente de Estados Unidos.
El cliché mas trivial de todos es el que asocia a Trump con el fascismo y nazismo que tuvo su cuarto de hora antes de la Segunda Guerra Mundial. Ese fascismo y nazismo fue un socialismo de derecha. Se respaldaba en una fuerte intervención estatal para subordinar a individuos y empresas a los mandatos y órdenes del dictador de turno.
Esos movimientos fueron similares al comunismo o a esos socialismos que tanto cautivan a los izquierdistas de todos los pelambres y cuyo común denominador es una asfixiante intervención estatal en todas las esferas de la actividad social y económica.
Al igual que el comunismo, el fascismo y el nazismo fueron en su esencia socialismos extremos. Su característica primordial fue el uso de la política y de sus instituciones para realzar el poder de los gobernantes a costa de los derechos básicos de personas y comunidades.
Pues bien, las ideas con las cuales Trump se ha presentado ante sus electores son el polo opuesto. Reducción de impuestos, equilibrio presupuestal, desregulación, manejo de la educación a nivel local, y un sistema mas descentralizado de seguridad social son propuestas completamente antagónicas a las socialistas, no solo a las de la actual izquierda sino también a las que caracterizaron al fascismo y nazismo de antaño.
Trump ha dado a entender que en la muy importante Corte Suprema de Estados Unidos elegirá jueces que sean fieles creyentes de la separación de los poderes públicos y firmes defensores de los principios originales de la Constitución. Esa separación de poderes y esos principios constitucionales originales son la antítesis de lo que pregonan las distintas corrientes socialistas.
Son precisamente los socialistas que dominan al partido opositor de Trump, el Demócrata, quienes han intentado relegar a un segundo plano la filosofía liberal clásica que permea el ordenamiento jurídico de Estados Unidos y que lo ha convertido en baluarte de las libertades mas preciadas, en la envidia del resto del planeta y en la meta de millones y millones de inmigrantes que buscan huir de las arbitrariedades y carencias que abundan en los lugares que habitan.
Ahora bien, Trump se presenta como un defensor de lo que podemos llamar “lo americano”. Se podría decir que busca revertir lo que él y muchos en su país consideran abusos del resto del planeta en temas relacionados con el comercio, las fronteras y la política exterior en general. En este sentido su movimiento político es de naturaleza nacionalista: la defensa de los intereses de su país sobre los intereses de los demás países. Una de sus consignas preferidas es “America first”.
Es quizás esta postura nacionalista la que despierta toda clase de resquemores en el extranjero. Después de todo se trata de la primera potencia económica y política del planeta. Pero el hecho de serlo no significa que no tenga el derecho a priorizar la defensa de sus intereses.
Un caso emblemático es el de la frontera con México. Por ahí entra de todo. Droga, crimen e inmigrantes ilegales provenientes de distintos países. La propuesta de Trump es básicamente la de ponerle fin a esa caótica situación, sobre la cual el gobierno de México ha tomado una actitud cínica y muy poco colaborativa.
Estados Unidos está en su total derecho de reorganizar su frontera y si para hacerlo se requiere de un muro, nadie podría impedírselo construir.
Esa propuesta no le da a los críticos de Trump razón alguna para decir que el candidato es racista, o que es nazista, o que es el diablo en persona. La acogida que ha tenido su propuesta del muro indica que el electorado de Estados Unidos se ha sentido fuertemente afectado por el descontrol reinante en la frontera y por una política excesivamente permisiva de inmigración.
Por ejemplo, su propuesta de restringir la inmigración indiscriminada proveniente de países musulmanes y especialmente de aquellos que albergan grupos terroristas, también parece razonable. Ningún país del mundo puede ser obligado a recibir inmigrantes sin un mínimo conocimiento acerca de su origen y antecedentes.
Trump ha propuesto crear zonas seguras en el Medio Oriente para garantizarle a las víctimas de las guerras civiles de allá un sitio para organizar nuevamente sus vidas. Y ha sido muy crítico de la posición de la canciller alemana Angela Merkel de recibir en la Comunidad Europea ‘a la topa tolondra’ a millones de inmigrantes provenientes de Siria y de otros países del Medio Oriente.
La ridiculización de estas propuestas de Trump evade un tema que tiene una incidencia real y significativa sobre las vidas de muchas personas y comunidades. Se trata de una actitud similar a la ligereza con la cual los mismos críticos han tomado otra de sus propuestas, la de revisar y replantear los acuerdos y tratados comerciales desfavorables a los intereses de Estados Unidos.
Para comenzar habría que señalar que en campañas presidenciales anteriores eran los candidatos del Partido Demócrata los que enarbolaban esta bandera. En realidad se trata de un tema con profundas implicaciones sobre el ordenamiento global económico prevaleciente.
Trump argumenta que las políticas comerciales emprendidas por los últimos gobiernos de Estados Unidos han desindustrializado al país. Que gobiernos como el de China le hacen trampa a los acuerdos vigentes. Que hará cumplir las reglas que rigen a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Que renegociará tratados como Nafta. En fin, que protegerá al país de la competencia desleal que resulta de aplicar acuerdos y tratados que fueron elaborados sin tener suficientemente en cuenta los intereses de Estados Unidos.
Obviamente esto es mas fácil decirlo que hacerlo. Pero es evidencia de una increíble doble moral que analistas y políticos de izquierda se den golpes en el pecho con estos pronunciamientos de Trump, cuando de hecho siempre se han manifestado en contra de la globalización y de la firma de los denominados tratados de libre comercio.
Estados Unidos está en su derecho de cuestionar acuerdos y tratados comerciales ya firmados y eventualmente de renegociarlos. De la misma manera que lo están los demás países, como en el caso del Reino Unido con su Brexit. Por qué entonces la indignación con los planteamientos de Trump. ¿Será porque hábilmente se apropió de un tema que ha sido uno de los preferidos de movimientos y grupos políticos izquierdistas a lo largo y ancho del planeta?
Estos cuestionamientos de Trump se han extendido a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Según el candidato, la OTAN fue un invento de la Guerra Fría y hoy en día debe reenfocarse hacia la lucha contra el terrorismo. Pero además, dado que Estados Unidos está virtualmente quebrado, con una deuda pública inmensa y creciente, otros países deben hacer un mayor esfuerzo para sufragar su costo.
Igual sucede con los actuales compromisos que tiene Estados Unidos para defender a países como Japón, Alemania, Corea y Arabia Saudita. Para Trump es insostenible que la mayor parte del costo de esa protección corra por cuenta de su país y mas aún si se tiene en cuenta que esos otros países son potencias económicas.
O sea que lo que Trump plantea es un reacomodamiento a fondo del actual orden global. Parecería que 70 años después de la Segunda Guerra Mundial ha llegado el momento de un menor involucramiento de Estados Unidos en la defensa de sus aliados. Ha sugerido, entre líneas, que con Rusia podría haber menos hostilidad y una mayor coordinación en la solución de conflictos como los del Medio Oriente.
Su crítica al globalismo económico vigente abarca el rechazo a tratados comerciales con bloques de países como el Transpacífico de Cooperación Económica (TPP en inglés) o el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático (ambos ya firmados por Barack Obama pero a la espera de ser aprobados por el Congreso).
Es evidente que si hay un retraimiento de Estados Unidos en varios temas globales podrían despertarse réplicas nacionalistas en otros países con consecuencias complejas y difíciles de prever. Pero eso no impide reconocer que en las circunstancias actuales ya no parecería sostenible, como lo fuera en el pasado, un globalismo fundamentado en la generosidad de Estados Unidos, ni tampoco uno que busca unificar políticas y regulaciones a lo largo y ancho del planeta.
Los planteamientos de Trump, en el fondo, constituyen un cuestionamiento a ese globalismo administrado por burocracias internacionales que favorece un creciente intervencionismo de los gobiernos en el diseño y formulación de políticas bajo el pretexto de “salvar al planeta” y con el menoscabo de diferencias regionales y locales.
A estas alturas del paseo, los críticos de Trump deberían enseriarse para analizar e ilustrar, sin improperios y clichés, la verdadera naturaleza del fenómeno político que encarna. Críticas que lo tildan de racista, fascista o nazista chocan abiertamente contra su trayectoria ideológica y vital.
Esas otras críticas que lo descalifican por ser narciso (¿cuál político no lo es?), por explotar emociones y sentimientos populares (¿cuál político en campaña no lo hace?), y por haber fracasado en algunos de sus negocios (¿quién no desearía fracasar y después del fracaso quedar con una fortuna de billones de dólares?) atestiguan sobre la banalidad de quienes las hacen y en nada contribuyen a entender no solo al personaje en su verdadera dimensión sino también a la transformación que podría ocurrir si llegare a ser elegido Presidente de Estados Unidos.